Anda Juan Pedro Quiñonero por Madrid y en su blog "Una temporada en el infierno" escribe ráfagas de palabras que endulzan el aire del lector. En la última, escribe una hermosísima metáfora la de las "ciudades invisibles" que es ciertamente real, como los Castillos en el Aire.
Desde que llego a Madrid y ella entró en él, habitándole, como lo había hecho antes Barcelona, y mostrándole juntas su enorme capacidad de convivencia, no ha hecho sino perseguir las sombras por las esquinas, ese constante "aquí tal" o aquí cual", que son los pilares de la sabiduría de esta ciudad, y que ahora con el, permiso de Quiñonero se apropia para derivarlo en su Madrid Invisible que empieza en la esquina de Mayor donde tres sicarios mataron a Escobedo y donde dicen con falsedad que el rey Felipe espió el aprisionamiento de la Éboli.
Solamente el extranjero puede, siguiendo el aire de una idea, el desatinado andar vagabundo, apreciar la hondura de la imaginación construyendo una ciudad invisible que es la suma de una ciudad real hecha a la medida de uno. Sol y lluvia y viento recrean las constantes sombras que se niegan a perderse en los olvidos. Vivir es habitar un lugar en el mundo, uno tal vez con más fiera dedicación que otros, con el apasionado descubrir lo que no se percibió en la infancia para instalarse en costumbre. En la propia ciudad cuesta despojarse del vestido de la ciudadanía, de ese "ser desde siempre" que confiere al nacido allí, al mismo tiempo, la posesión y el desconocimiento del descubrir desde el viaje desapasionado en lugar del viaje de nacer y vivir; descubrir pues en una piedra un hecho, en una fuente un acto, en un cruce una cita de quien escribió su desasosiego.
La ciudad se construye ensoñándola y haciendo de ella un escenario, que siendo siempre provisional, mudando decorado de continuo, permanece en pie como el texto de la obra. No importa realmente cuanto cambie, cuanto la piqueta acabe transformando y de más está maldecirla por su obra destructora, porque los tiempos corren sobre la sustancia material de las ciudades, pero nunca las despojan. Sucede así en Madrid, cuando corriendo por la Nacional VI en dirección al sur, el cielo de Madrid perfila rascacielos a un lado y al otro, en el oeste, la silueta del Palacio Real y de la nueva Catedral de la Almudena que se asoman a la Casa de Campo, mirándola desde su alto, reposando en la boscosa superficie de las copas de los árboles. No hay más bella entrada a Madrid que esa que baja del norte castellano, de los fríos de la sierra y del azul limpio, el más puro de los colores.
Penetrar en Madrid es abrirse a ella mientras ella se abre: se diría un acto de amor. Más acto de amor cuando llegando desde un etiquetado concepto político, el nombre de la ciudad se viene utilizando como símbolo sonoro de lo más opresivo, terrible, lo más sombrío que pueda suceder en todo el ámbito de la geografía. ¿Cómo no entrar de buenas a primeras en Madrid con resquemor, cuando durante años se ha venido asumiendo que esta es una ciudad antigua y atrasada, de gente que no trabaja y que sestea, de poderosos de uniforme, de despiadados verdugos, de cerril incultura? ¿Como no entrar desconfiado cuando se llega desde la cima del cielo, de la ciudad más hermosa, del país mas adelantado y culto de la piel del toro?
No hubo diálogo sino inmediato convencimiento acerca de la conveniencia de iniciar, con trámite de urgencia, una deconstrucción de lo dado y aceptado. Convenía entender como a tan acogedora ciudad se la maltrataba de manera tan feroz y como a sus habitantes se les hundía en un demoledor desprecio; demoledor por cuanto arrasaba con la verdad más evidente: una ciudad sin murallas, en medio de una meseta, abierta al campo de cereal, a los cuatro vientos (así se llamaba su primer aeródromo) y cubierta solamente por la inmensidad de su celaje, habitada de gente cordial ya fectuosa, no puede ser culpable, se decía, y en todo caso, culpable ¿de que? ¿Quien la acusa?. No era Madrid feroz, cuando la vio por vez primera, alojado con veinte años, en un hotelito barato de la calle San Bernardo por venir a la segunda boda de su padre, y al asomarse a la ventana de su habitación, le deslumbró una extensa pradera de teja, adaptada su superficie a los vientos dibujando curvas, hundimientos, que el tiempo había construido como arrugas en la vejez serena de cualquiera.
Tan fácil era encontrar a Baroja, enfundado en un abrigo amplio y encasquetada una boina en su cabeza de cazurro malhumorado, caminando por el retiro por las alamedas amplias que lo forman. O sentarse en Ciriaco ante un plato de revuelto de patatas a lo Camba y así, comiendo, evocar a un escritor brillante de los que ya no se leen; buscar con la mirada en el alto de la Castellana las sombras de los asistentes a la Residencia de Estudiantes que dispersos en las dos orillas del Atlántico no supieron parar la vida desastrosa que se les venía encima. En la calle del Gato están los espejos que deforman la vida formando el esperpento a los que aludió Valle Inclán, para explicar su visión triste de la España triste. En la puerta del Español la Xirgu y Borrás abandonaban el lugar después de la última función, sonando los aplausos. Desde Alcalá la perspectiva de la avenida que curva delicádamente el trazado para pasar por la puerta, por Cibeles y dirigirse a morir en Sol, plaza de pueblo enorme, suma de las plazas de pueblo hechas de humanidad ociosa, la perspectiva escribe pues, de la avenida se llena de la luz del atardecer, el sol por el oeste, la luz púrpura y roja por todos los tejados, derramada generosamente por las paredes de piedra; ahora lo que fue el banco Central es el Instituto Cervantes y ese es, como tantos otros, un buen cambio. Yendo o vininedo del trabajo pasaba muy cerca del chalecito de Wellingtonia donde se convertía en olvido Vicente Aleixandre.
El empaque, que existe y tiene Madrid, se esconde bajo una capa de humanidad que la usa como si se tratara de un oasis en medio del desierto y de repente una calle se llena de caravansers que son ahora pequeñas tabernas, restaurantes, locales de copas y gentío. Hasta que otro oasis ofrezca un frescor más sugerente. El conserje del edificio en que vivió unos meses charlaba con él a las tres de la madrugada para aliviar ambos la soledad de extraños, en la noche el primero, en la ciudad el segundo y la telefonista de la oficina en que trabajaba llamaba a todo el mundo "bonito": "dime bonito" les decía cubierta de pies a cabeza por una enorme sonrisa: Ángela se llamaba y vivía, cosa de la casualidad, en la Ciudad de los Ángeles. ¿Hace un cafelito? y convenía tomar la costumbre de saber que el cafelito es con leche y si no lo quiere así tiene que llamarlo por nombre y apellido: un café sólo.
Tantas manos escribieron lo que ha leído que sus nombres se esconden y corretean por las calles: aquí tal o aquí este otro devuelven la presencia y van construyendo una ciudad sin muros, invisible que dice Quiñonero, que va entrando a habitarle como una dependencia. De vez en cuando ha de bajar a ella, cruzar la puerta del Círculo de Bellas Artes, irse a ver galeristas por la zona de Serrano, callejear el Madrid de los Austrias, asomarse al Mercado de San Miguel (ahora en reconstrucción) y acariciar la pintura del Prado o mecerse en la vegetación del Botánico. A mano, muy a mano, la Cuesta de Moyano le ofrece comprar libros de lance junto al Ministerio de Agricultura, que es edificio bellísimo al que se puede acceder ahora de visita.
Desde la ventana de aquel hotel de la calle San Bernardo, ignoraba que acabaría enamorado por tanta seducción. Luego, al cabo del tiempo, debería reconocer que había sido esa ciudad y su proyección invisible creada día a día quienes le había enseñado el dificil arte de ser extranjero, única manera posible de ser amante.
Ya sé que te llamas Luis. Soy la valenciana de la otra tarde en la plaza de Oriente. Seguiré tu blog.
ResponderEliminarEscucha el mío, si quieres.
www.amparosampedro.wordpress.com
Amparo, que alegría verte por aquí. Un saludo muy cordial.
ResponderEliminarLas ciudades no existen cuando no estamos, las inventamos nosotros con nuestra presència.
ResponderEliminarPues si, Francesc. Y además obedecen siempre, la imagen que tenemos, a otras realidades que nos son ajenas.
ResponderEliminarNo he estado en Madrid tantas veces como habría querido, pero nunca me ha defraudado. Més gustaría ir ahora, en otoño, pero después de la fiesta, a la Pilarica le exigen demasiado.
ResponderEliminarJulia, a la pobre Pilaica la sacan de contexto todos. Pero no dejes de avisarme si visitas Madrid: me sentiré encantado de mostratte algo de una ciudad abierta.
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