La noche del miércoles al jueves llovió torrencialmente; cortinas de agua barrían el prado y la corta calle que lo atraviesa se convirtió en un río turbulento. A la luz de los rayos pudo ver desde la ventana del dormitorio las siluetas impávidas de los caballos, de pie sobre la hierba, inmóviles, con la cabeza gacha. Le cuesta comprender esa tenacidad paciente del equino al que parece que nada le afecte, sobre todo porque uno de esos que pacen en cercado, gris moteado, de unos seis o siete años, cada vez que le ve pasar por delante camino del bosque, se separa del resto y se acerca trotando a la cerca y llegando allí asoma la cabeza entre el alambre para que el Hombre del Prado le acaricie la frente. Es verdad que a veces, no siempre, que lo olvida, le lleva pan duro. Ese caballo gris non es un desconocido pues, y como ignora su nombre le llama "Mi amigo el caballo" que es a la voz a la que el viene al trote.
La lluvia siguió durante la mañana. Mientras se duchaba oyó una llamada en el teléfono que sonó hasta cortarse y luego la olvidó. Desayuno y sacó a Goyerri a dar una vuelta. Hay gestos en todo, no solamente en las personas, gestos en el paisaje, en la calle, en el bosque, gestos de cuanto rodea al hombre que dicen todo cuanto un gesto puede decir que es anunciar una realidad que se nos viene encima. Delante de la puerta de la casa de Jerónimo estaban aparcados una docena de coches o algunos más. Supo pues de la muerte del anciano y volvió con Goyerri sobre sus pasos para dejarlo en su casa. Caló de nuevo el gorro impermeable y el anorak y emprendió el camino de la casa del anciano al tiempo que, recordando la llamada de teléfoino miraba en la memoria de aquel: le había llamado el hijo de aquel.
Jerónimo, el anciano que hace cosa de dos o tres semanas le dijera cuando le pregunto "¿que tal estamos, Jerónimo?", "aquí andamos, muriéndome" ha cumplido su palabra de hombre cabal y en esa noche de tormenta, mientras caían chuzos de punta, mientras dormía plácidamente, dejó de respirar. Como dice Lucrecio en La Naturaleza, y cita no elverso sino el sentido: el alma empieza a abandonar el cuerpo desde las extremidades hacia el centro, de aquí que aquellas se enfríen antes y sale por la nariz con el suspiro, y se apaga el espíritu, quedando solamente lo que es sustancia, ya sin vida. Así debía haber sido, así es siempre.
Le conmovió la muerte de Jerónimo, seguramente porque le había conmovido la vida que llevaba, de resistente frente al paso del tiempo, o bajo él, acunado por él. Este hombre de casi noventa años caminaba siempre apoyado en su garrota de nudos, con la gorra calada sobre los ojos, entornados como rajitas dentro de las que destellaba un pálido azul de su mirada. Todo hombre acaba siendo dueño de su silueta que es un resumen de si mismo, una especie de firma que proyecta a los demás y les interpela. Con los años la silueta de uno es más uno, como si en ella se depositaran los sedimentos de la vida que salen al exterior, por los poros de la piel. Silueta de uno es escultura de uno, trabajo del esfuerzo de vivir, obra de arte que lleva la firma de los días vividos. Caminaba esa silueta que era el resumen de Jerónimo, ligeramente encorvado, menudo, casi flotante, temblando por el Parkinson, calle arriba para darse una vuelta por la casa del hijo por si hubiera algo.
A la antigua, el cuerpo se veló en la casa y en una salita a la izquierda de la entrada, según se cruza una salita que da a la entrada por el jardín, entre dos filas de sillas, estaba la caja de madera, barnizada en cerezo, con un cristal ventana en la parte superior bajo la que el anciano parecía dormir envuelto en el sudario blanco de tejido especial que da a todo cadáver de la modernidad aspecto de cartujo. Gente del pueblo, diseminados por las habitaciones, en cháchara informal, poniéndose al día de sus vidas, tenemos que vernos, ¿que ha sido de tal o de cual?, pues ya ha tenido un niño, ¿que me dices? que pronto pasa el tiempo... Absurdo sería en estas ocasiones hablar solamente del muerto. Las cosas de velar adquieren una simpleza tremenda, se trata de estar un rato, saludar a los conocidos, dar condolencias y salir de allí para volver a casa. Como seguía lloviendo la luz que entraba por las ventanas era limpia, sin el brillo del sol ni la lechosidad de la niebla: luz limpia, pura luz, sin maquillaje alguno, modelando volúmenes en grises y verdes del jardín al otro lado de los cristales. Pensó que era una luz real, una luz del tiempo en que la veía como lo que era, diafanidad de las cosas, contornos y límites de las cosas, sus propios brillos, la cariciosa madera envejecida, el suelo de baldosa deslucida, el color de las paredes en un blanco roto; con el tiempo la luz se convertiría para el Hombre del Prado en un arte transformador sobre las cosas que las enfatiza, pero no aquella en aquella casita limpia como una tacita de plata, según decían antes; aquella luz de la mañana le devolvió a las cosas la patina original de la sencillez y entrando allí entraba en casa del abuelo en San Andrés: el mismo pasillo, las mismas puertas, las alcobas pequeñas, las ventanas abiertas al jardín, los verdes umbríos bajo la lluvia. El eterno retorno sucedía mientras con la gorra mojada entre las manos buscaba a los hijos y a Antonia para decirles algo.
En la cocina tomaban café y en el salón alguien fumaba. En la cabecera del ataúd, sentada en una silla, menuda y afligida, esperaba Antonia con resignación a que algo pasara. El Hombre del Prado se acercó a ella y le dio un abrazo, intentó que no se levantara pero fué inútil y la mujer diminuta, de cara de rosa enrojecida, con los ojillos abiertos, azules también, y pensó que sería la edad que los vuelve un poco acuosos, le decía cuanto les quería Jerónimo a ellos dos, a Ana y a él. Lo repetía y luego se quedaba callada, mirándole a él, a los ojos, con carita de lágrima, pero sin ella, fruncidos los labios, iluminada por su diminuto ser encerrado en si misma. Fue de improviso entonces, cuando ella dijo "cincuenta y tres años juntos, Luis, cincuenta y tres años... ¿Y que haré yo ahora?" Estaba de más decirle que los hijos la cuidarían, que todo cuanto le hiciera falta y ellos pudieran porque ella no hablaba de eso. Al Hombre del Prado no se le dan bien las fórmulas corteses de la muerte, así que permaneció en silencio. Ella repitió, "cincuenta y tres años juntos, ¿se da cuenta Luis? Él se daba cuenta.
Al anochecer, paseando con Goyerri pasaron Ana y él por delante de la casa, ya vacía. Presencia inanimada, sin gesto alguno, la tapia blanca con la puerta verde de traza serrana permanecía como una referencia. Hoy, le dijo a Ana, Antonia estará sola por vez primera en cincuenta y tres años, fíjate... Y Ana le contestó, estaba pensando eso, justamente. Después, al pasar junto al prado de los caballos, el gris moteado trotó hacia él y sintió profundamente no haberse acordado de coger una bolsa de El Corte Inglés en que guarda trozos de pan duro.
La de un caballo paciente, rendido, bajo la lluvia me ha parecido desde muy niño la imagen más fiel de la tristeza. No sé muy bien por qué. ¿Es triste sobrellevar sin aspavientos la propia impotencia? No lo creo, y sin embargo hay algo en mi formación que gusta más del gesto del rebelde, aunque sea inútil, que de la pasividad del vencido. Sin embargo en los últimos años estoy descubriendo la dignidad enorme, heroica, que hay en irse de la vida sin dar ni un portazo.
ResponderEliminarPor asociación de ideas (o de imágenes), tanto a partir de tu escrito como del comentario de Gregorio, he recordado el "ángelus" , de Miilet. ¿Hay una pintura más triste y, a la vez, noble?
ResponderEliminarLas intuiciones por las que muevo, las suelo tener (qué original) en el cine. En "En nombre del padre", me enamoré del padre paciente, callado, humilde, despreciado por el hijo, y resistente heroico, de una pieza, hasta la muerte.
Lola
Lola, Luri, coincido en una cierta admiración por lo que sobrevive tenaz, esforzada y resignadamente. La imagen del Angelus es buena, si, es ese inclinar la cabeza, la aceptación de la vida como viene.
ResponderEliminarPero, ¿no es ya de por si heróica la resignación y sobrellevar lo que cae? En el padre de la película que cita Lola, caben dos actitudes: la rebelión absurda, en la carcel, entre cuatro paredes, condenada a hacerse mala sangre, como se dice en castizo, o esa resignada espera que es sobrevivir, y que creo que es lo heróico.
muriéndome, dijo. Era un hombre de palabra, ¡cuanta dignidad ante la muerte!
ResponderEliminarTeniendo en cuenta que Jerónimo descansa, en paz, y el capallo espera, el pan; me quedo con Antonia, estar sola por primera vez después de cincuenta y tres años merece un montón de abrazos. En esos casos, supongo, se vive con los recuerdos, buenos o malos.
ResponderEliminarVuelves a hablarnos de la muerte (así es la vida), y de nuevo lo haces con tanta delicadeza, tanto respeto y sensibilidad, que siembras en el corazón una serenidad muy difícil de encontrar. Sabiendo que te incomodan este tipo de comentarios no quiero dejar de decirte que siempre me han gustado mucho tus textos, Luis, pero es que últimamente todavía me gustan más. Día a día has ido convirtiendo este bosque en un lugar en el que da mucho gusto detenerse.
ResponderEliminarVelar a la antigua, en casa, incluso morir 'en casa', pronto será también un recuerdo de otros tiempos.
ResponderEliminarVelar a la antigua...Precisamente vengo del responso por un sobrino muerto el sábado, que lo icineran el lunes (en Domingo todo está cerrado) y le hacen la misa el martes. Todo un trasiego urbano con parada en el aseptico tanatorio de la ciudad, donde la mayoría de la gente no se conoce entre si, con un sol reluciente y pegajoso en la calle ojerosa y gris.
ResponderEliminarSi, Francesc, dijo lo que le estaba pasando y le pasó. Digno por sencillo y simple.
ResponderEliminarAna: imaginé su desolación aquella noche.
ResponderEliminarGracias, Jesús.
ResponderEliminarJulia, Petrusdom: esa fué la cosa que convirtió todo ese día en algo´especial, la lluvia, los caballos, el velatorio en la casa...
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