
A Azaña le gustaba mucho la zona, la sierra de Guadarrama y en sus cuadernos anota minuciosamente como cogían el coche del ministerio. con Dolores, su prometida, y subían a la sierra para ver la puesta de sol. Es uno de esos espectáculos que no se olvida.
Cuando yo llegué desde Barcelona, no entendía este vocabulario que se me antojaba no solo extraño sino relamido: sierra, chalés; allí se esas cosas eran montaña y torres y uno llega a creer que en todo el mundo conocido, torre es casita de veraneo y montaña es lugar de esparcimiento; a mi lo de torre me suena a medieval. Llegar a Madrid, que fué mi primer arribo y enfrentarme a un idioma que por conocido no comprendía fué el primer obstáculo a vencer, añadiendo a este el más surrealista que imaginarse pueda: si pedía un café me lo ponían con leche; para tomar cafe sólo debía pedir "café solo", Cuando les hice ver la incongruencia me hicieron reparar en que cuando se pedía un bocadillo en Cataloña iba inevitablemente con tomate, aún cuando eso no se explicitara en la comanda.
Cosas de procincianos que somos todos, los unos en la tierra de los otros.
Vuelvo a esta noche y a las fiestas de San Rafael. Mientras empezaba a escribir el blog, que iba a ir de otra cosa aunque todavía no se de que va a ir este que ahora escribo, ha empezado a sonar la cohetería y Goyerri ha corrido al sofá, aplastando su cuerpecito contra Ana y metiendo la cabeza en la falda, sin querer ver ni oir. Yo he salido a la terraza a tomar unas fotos y una de ellas es la que está en lo alto de esta entrada en el blog.
Mientras veía el estallido de sonido y colores en el cielo negrísimo de una noche sin luna, pensaba en el texto inicial, el que iba a comenzar y para el que no tenía todavía fotografía. Solo una frase estaba en mi voluntad: "yo nunca he querido ser otro". Por alguna razón, desde mediada la tarde, esta frase se repite en mi pensmiento y sé que escribiré sobre ello, porque es verdad.
Las circunstancias de la inspiración son a menudo obra del inconsciente más oscuro y profundo. Esta noche pasada, o mejor, en la madrugada, he tenido un sueño, yo que no sueño apenas, que me ha mantenido atento, medio despierto diría yo, ya que era consciente de mi sueño y de mi. Estaba en el sueño en mi antigua empresa y se diría que con alguien más; cerraba todo lo que se podía cerrar para acabar la actividad, aunque en verdad era más una sensación porque yo no hacía nada; no era una empresa, sino un enorme desorden de papeles apilados, cajas conteniendo quien sabe qué, mesas llenas de cosas de las que nadie podía servirse. Yo estaba allí, en un rincón, mirando el tremendo batiburrillo de cosas y sentía una cierta desazón sin mayores alarmas. Era yo sin ningún lugar a dudas, con mi desazón a cuestas.
Es cierto que yo nunca he querido ser otro, nunca, ni cuando el fracaso me ha hecho sentir la pequeñez y la insignificancia de mi yo. Cuesta salir del agujero, pero saliendo se nota el calor del sol y eso reanima. Una vez se empeñaron en que fuera a una fiesta de disfraces: nada me incomoda más, siento una profunda sensnación de roidículo, desde siempre. Me colgué del cuello una cinta de medir de sastre y de eso fuí a la reunión, para enojo de los que me habían invitado. Fuí de sastre, el más anodino de los disfraces, una de las profesiones más anodinas, dedicada por entero a finjir en tela y puntadas la identidad de los otros.
De los sueños queda una atmósfera, por lo menos a mi, una sensación vívida que casi tiene olor y aroma, y desde luego luz y paisaje; la desazón ha perdurado durante todo el día sin permitir que un equilibrio goloso de bienestar y retorno fugaz de un verano que se va, llegara a tomar posesión de mis sentidos y de mi ánimo. Los fuegos artificiales con los que despide el pueblo su última noche de fiestas han sido más un hecho externo, un hecho objetivo que me ha obligado a salir a la terraza para percibir, con el olor de la pólvora que sube al prado desde las casas de allá abajo, la última sensación de este año de una noche cálida.
Hay un momento, a menudo, sin periodicidad, en que uno se descubre de nuevo solo, como una canción que se repite desde una emisora de radio lejana; la oyes otra vez y te vas acostumbrando a ella. Pues sucede lo mismo, de nuevo te encuentras solo, pero sin pensar en ello que no tiene tanta importancia, sino solamente sientiendo un cierto aislamiento que no se puede describir: solamente estás solo. Dirías que todas las veredas conducen hacia ti pero no están habitadas por nadie; los espacios vacíos y los volúmenes, las arquitecturas del bosque y de sus cielos, solitarios al fin, para encontrarte.
Tienen más hondura estos momentos que aquellos en que te pones a pensar, con palabras, con pensamientos, acerca de ti mismo. En estas desazones que se sienten se sintetiza y sublima un montón de pensares, tiempos de larga reflexión; aquí está todo al alcance de la mano y cabe tener paciencia y esperar a que escampe. En instantes así, de esta guisa, uno puede sentir el espacio alrededor como un tiempo vacío, un lugar sin pulso, donde no late otra presencia que la del propio paisaje allá detenido, un poco separado. Descubres la frontera del aislamiento; estás en el corazón de la campana y suena el tañido que llama a nada en particular.
Yo nunca he querido ser otro, me digo, sino mi encarnadura y mi espacio vital, mi tiempo, el tono de mi sombra y el sonido de mi voz, que nunca podré reconocer porque suena dentro de mi. En estos momentos ni el nombre es relevante y las pocas posesiones de uno se limitan cada vez más a un respirar acompasado y al tiempo detenido en el que vibra el silencio, impaciente por romperse.
Ahora es verdad que acaba el verano y al mismo tiempo los fuegos artificiales y con ellos se va la desazón del sueño y el lugar se rearma acogiéndome.