
No suele suceder, un día, apilo todos los libros que se han ido quedando encima de la mesa o sobre estantes, dejados acostados, de lado, y los devuelvo a su sitio. Bah, me digo, ¿a que ponerme a leer esto ahora si tengo tales y cuales libros programados.? Yo nunca leo un libro solamente, sino que tengo distribuidos por casa varios que voy dejando donde los vaya leyendo para retomarlos y seguir. Cambio de un texto a otro según el capricho o la apetencia del momento. Cuando alguien me pregunta ¿que estás leyendo ahora? me cuesta reponderle y procuro hacerlo sencillamente con uno o dos títulos a los umo, omitiendo la lista de lo que anda entre mis manos, porque de hacerlo me miran como se mira al pedante cogido en falta.
Al principio de mi vida con Ana, bromeando me decía que yo era como un pequeño Larousse; la elección de la enciclopedia francesa en lugar de otra era puramente personal: ella había trabajado durante bastante tiempo en una distribuidora de libros franceses. La broma sobre mi identidad laroussiana venía de mi habilidad para acabar disertando sobre cualquier tema que pudiera surgir en conversaciones, entre nosotros o con amigos. Parecía saberlo todo, y si mi conocimiento podía parecer encioclopédico, mi sabiduria no lo era, ni aún ahora.
Hoy, ese deambular entre libros resume parte de aquella enorme curiosidad: hay tanto que reencontrar incluso en aquello que se ha leido, que parece mentira que un libro se deje para la eternidad en un estante, con el objeto de gozar de su compañía silenciosa. Esta mañana, y he ahí la razón de este post, me he detenido junto a Walden de Henry David Thoreau y me he puesto a leer párrafos sueltos en páginas desconexas, abiertas al azar. La portada del ejemplar que tengo en la casa del bosque, porque tengo otro junto al mar, es un delicioso dibujo a pluma y color, de una casa cubierta, como todo el paisaje, por una nieve abundante y mullida. En primer plano a la derecha, una cerca de madera, vieja y torcida, muestra un portillo cerrado. Un riachuelo recorre en una curva suave la parte izquierda de la vista viniendo de otra cerca al fondo, también aportillada, un tanto desvencijada. Dos árboles, robles tal vez, forman un natural dintel, un pórtico de lujo, mostrando sus ramas desnudas por el rigor invernal. A la derecha, sobre un alto mínimo, una cabaña de tejado a dos aguas, siempre cubierto éste por la misma nieve, muestra su puerta, ventana, ventanuco en el alto y chimenea, y en la ladera se asienta un cobertizo. Un hombre ha entrado por el portillo con un hato pequeño al hombro y camina hacia la casa y le acompaña un perro extrañamente parecido a Goyerri cuando le cortamos el pelo. El cielo, tomentoso, semi oculta un sol pleno de luz invernal. En la chimenea no hay humo, así que pienso que el hombre que llega, atillo al hombro, es el nuevo morador de la casa o el propietario de la misma, que vuelve de un largo viaje. De ser así, me pregunto, ¿ese perro?: la respuesta es sencilla, en el camino se hicieron ambos a la mutua compañía, que es arte de perros y personas.
Thoureau, que nació en 1817 fué un hombre desengañado por todo lo que puede desengañar a un hombre, progreso, frivolidad de la sociedad, gobierno y amores, que dejando de lado una fábrica de lápices (nada jocosa industria en un mundo sin tecnología digital) y también la enseñanza que venía ejerciendo, se retiró a vivir al bosque, a las orillas del rio Walden para encontrar en la naturaleza el alma perdida de la humanidad, según creía. Los seres humanos se desengañan muchas veces en su vida y es corriente oir decir a personas mayores, más que yo, "Dios mío, que desengañado que estoy" y habrá que pensar que ese desngaño es de su propia felicidad que no llegó o se fué, creyendo que la felicidad es un estado vital antes que un estado del alma.
Ciertamente encontró su alma y nos dejó Walden, que es un encuentro consigo mismo mirando con los ojos del hombre que aprende cada día, el entorno que le rodea y que le transfiera la vida, como si de una trasfusión se tratara de aliento vital. En el hatillo con el que llegó a la cabaña, iban libros como compañía y un perro se acomodó cerca. De vez en cuando recibía visitas y escribía su diario; tenía vecinos que le enseñaban sus rústicas maneras de sobrevivir pescando en la laguna, por ejemplo. Escribe : A veces sueño en una casa mayor y más poblada, edificada en una Edad de Oro con materiales resistentes, sin adornos superfluos, y que consistiría asimismo en una sola dependencia: un salón vasto, primitivo y especialmente sobrio, sin techo ni revocado, con vigas y jabalcones desnudos que soportara una especie de cielo inferior sobre la cabeza de uno, util para protegerse de la lluvia y de la nieve... Añora la casa como cueva caliente de madera, amplia y sin paredes interiores que separen, para que todos los visitantes y sus habitantes puedan convivir, cada cual en su rincón, en un espacio abierto de franca compañía. De hecho se trata del sueño de un mundo vital perdido en la Edad de Oro, a los que también se refiere nuestro Don Quijote.
Naturalmente he dejado el libro sobre la mesa pensando en releer partes de él. Como al final del texto de Walden se reproduce "El Deber de la desobediencia civil", lo tomaré estar tarde y mañana, si me siento con ganas, le dedicaré el post. He decidido, mientras he escrito esto, que a Prado Largo lo voy a rebautizar para mi consumo personal en El Prado Thoreau.