viernes, febrero 27, 2009

De lo terrible lo bello... (continuación)

La carretera, geométricamente recta, línea más corta entre dos puntos, cruza el embalse trazando una leve curva sobre las aguas para retomar de nuevo el sentido original.

A la inmensa campa de Azálvaro la cruzan dos accidentes naturales: un río y una carretera. Tan naturales son el uno como la otra, el río porque son las aguas recogidas de la montaña, que vierten al valle desde siempre; la carretera, porque cruzar la campa aconsejó a abrir con los pies en su andar un sendero lineal, de collado a collado, que no entendió de zigzagueos que ni falta le hacían al sentido de la orientación, y la atravesó iniciando el camino desde El Espinar al norte, o al contrario si viaje se iniciaba en tierras abulenses. El río fue convertido en presa hace unos años, para dar de beber a una Ávila sedienta. Acabada la obra se llegó a la conclusión de que era mejor llevar el agua desde otras fuentes, y ha quedado el lago en el centro del territorio, para abrevar al ganado. Mucha obra fue esa para tan poco resultado, que las vacas bien podían seguir aliviando su sed en las márgenes del Voltoya, pero la política tiene esos comportamientos extraños que el Hombre del Prado prefiere no analizar. El sendero fabricado por los pies de los pastores mesteños detrás de sus ovejas se convirtió en ancho camino y finalmente se asfaltó pasando a ser la carretera de Madrid a Ávila. La carretera, geométricamente recta, línea más corta entre dos puntos, cruza el embalse trazando una leve curva sobre las aguas para retomar de nuevo el sentido original, curva que debe de estar justificada, porque si no su trazado no se entiende.

En mitad de la campa, más o menos donde las dos provincias trazan su linde, otra carretera corta a la primera en una perpendicular trazada por una geometría exacta, y por ambos lados sube a las dos sierras buscando los collados que se abren, por el este hacia Valladolid y por el oeste a las tierras de Cebreros, donde se cultiva una uva que resulta un buen vino, muy bueno, peleón, recio. Coronan las dos sierras, una a cada lado del valle, hileras de molinos de viento que buscan coger del aire la energía. Como aquellos que viera Don Quijote, hijos de la modernidad que los banqueros alemanos trajeron a España y viera Cervantes en su deambular. Esos asombraron al hidalgo castellano, hombre del ayer que los confundió con gigantes. Nadie hoy confundiría estos esbeltos que mueven sus alas en una danza sin fin y en su línea airosa trazan la frontera entre la tierra y el cielo.

Intentaron, los hacedores de paisajes, los dioses de la modernidad en cuyas manos está la nueva creación de la tierra, que esta carretera norte-sur se convirtiera en una autopista de peaje. La guerra fue larga y bronca y la perdieron: ganaron los buitres, las águilas, los milanos, el pasto, el curso del río y el vacío. Conviene, piensa quien escribe, preservar los vacíos, dejarlos como están, sin otro objetivo que dejarlos estar. Antes de esta aventura, se trató de parcelar las laderas de las sierras para ofrecer segundas viviendas a la gente de Madrid. Causó risa en los habitantes de la rodalía, que conocen bien el clima extremo, de fríos inmisericordes, aires despiadados y sol inclemente. ¿Quien querría tener aquí un chalecito de fin de semana, cuando todo lo que se puede ver desde la terraza del salón es una planicie de pasto quemado? Hoy un chalé en ruínas que era la oficina de ventas, un parque infantil del que resta el esqueleto de toboganes y ruedas oxidadas, y unos altos postes de los que cuelgan pendones hechos trizas que abanderan un sueño derruído, sin destino, es todo lo que queda de aquella idea mercántil. Azálvaro, en su estado más original, ha vencido a la modernidad, lo que la ha introducido de hoz y coz en ella, pues ganarse el respeto ante la destrucción y preservarse es justamente estar en eso.

El Hombre del Prado, que conoce todos estos avatares por su amigo Eduardo, el biólogo, y por recortes de prensa que ha buscado en internet, siente la satisfacción de estas derrotas del absurdo. Un paisaje es un estado de ánimo, todo lo es, o casi todo, y este de la campa al enfrentarse por razón de su presencia, absoluta presencia, omnipresencia se atreve a escribir, puede ofrecer a cualquier visitante que por ahí pasa la propia interiorización de su sosiego, del anhelo que desconoce, de la angustia que le lleva. Nadie es ajeno a ello, ningún viajero puede dejar de exclamar su sorpresa y hacer suya la extensión que se le ofrece. Aquello que Sartre venía a definir como "la permanencia oscura" se abre ante el hombre y apela a él, le llama, establece un diálogo que termina por ser un monólogo sentimental. ¡Dios, se dice el Hombre del Prado, de existir debería ser aquí, estarías aquí, en este inmenso vacío en que acaba la creación. Tu mejor y más bella obra sería este lugar que no es, esta vastedad que ni siquiera imaginaste! Aquella ideas ñoñas de que al acabar ese trabajo de siete días, Dios sonrió y su sonrisa iluminó un paraíso, pierden aquí cualquier sentido. Aqui no caben sonrisas de complacencia, si imaginar a un creador agotado, con el ceño fruncido, preguntándose que podía hacer en ese lugar desencajado de la belleza al uso.

Escribe Rilke en el incio de su Primera Elegía de Duino, unos versos que el hombre del Prado cree que vienen bien a este lpaisaje:

Pues, de lo terrible
lo bello no es más que ese grado
que aún soportamos. Y si lo admiramos
es porque en su calma desdeña destruirnos.


Tal vez convendría identificar los espacios vacíos hijos de la creación malograda, que se han abierto a lo largo de la historia de la humanidad, construir una geografía de la desolación en la que refugiarse, donde de un hombre, su sombra y pensamientos, fueran todo el contenido humano que fueran capaces de soportar. Eso piensa el Hombre del Prado cuando se adentra por la campa buscando el puentecillo que le ha de conducir al otro lado de la nada, de la que procede.

martes, febrero 24, 2009

La población de Segovia capital, en el último censo de 2007, es de 56.000 habitantes. En Ávila hay 2.000 más. Alguien puede pensar que esto es irelevante, pero no el Hombra del Prado que mira las cifras y abre bien los ojos; Trata de entender algo que es complejo que para un capitalino como él, que ha vivido en capitales de provincia como Barcelona, Madrid o Palma de Mallorca, donde los habitantes son cientos de miles o millones: el número de habitamntes, a partir del cual una capital de provincias tiene una entidad, probablemente porque no sabe muy bien lo que es una capital. Segovia ¿lo es? Cualquiera podría contestarle, si hiciera e sta pregunta en pública y con seriedad, de manera airada. Pero ¿lo es? ¿Para qué límites? ¿Para qué dimensiones?

lunes, febrero 23, 2009

Tarde de domingo



Basta subir hasta El Espinar, seguir la carretera en dirección a Ávila, que es la antigua de Madrid, dejar atrás el Polígono que huele a bizcocho y a plástico porque de ambas cosas hay industria, y seguir por la carretera estrecha que empieza zigzagueando hasta tomar una recta que se abre a la perspectiva, una recta de libro, una línea que parte de uno mismo y se pierde en el horizonte, que es como si se dijera en el futuro. Es lo que tiene estos paisajes, que parecen hechos de tiempo. Está el Hombre del Prado en Azálvaro, que es una campa inmensa que conserva lo medieval en sus entrañas, y en la fría corriente de sus aires serranos, y en los veneros de nieve que aún quedan o en el río, el Voltoya, que zigzaguea por ella como Pedro por su casa, se diría que buscando el puente, que es el río el que anda a ver si acierta y consigue pasar por debajo de los ojos, en vez de haber sido los constructores quienes dijeran que iban a situar el puente sobre el río. Son cosas que nunca se saben a ciencia cierta porque la imaginación, poderosa, las retuerce hasta hacerlas nuevas por irreconocibles. Lo cierto es que cuando se ha dispuesto a unir las fotos del paisaje, le ha quedado, como cosa de casualidad, una realidad que sorprende, y es que la unión de las fotos toma la forma de un desplegable, a la manera de aquellos acordeones de postales que se enristraban. Resulta pues que este paisaje no cabe en una sola foto y necesita desplegarse en varias; tal vez con esto se haga más evidente su vastedad.


Seguir la carretera hasta dar con la cancela de entrada al inmenso espacio, no hay cancela que pueda cerrar la inmensidad y más todavía cuando esta inmensa campa es la confluencia de dos cañadas reales, que aquí se cruzan. Habían, según se dice, más de un millón de ovejas transitando por este espacio que parece hecho de aire y luz, donde l terreno no es sino el soporte. Un millón de ovejas transhumando de norte a sur y volviendo al cabo de los meses, mientras en los vecinos El Espinar y Villacastín se construían las casas solariegas de los que en aquella industria hicieron sus caudales. Esquileo, estabulación, lavado y enfardado y camino a los puertos, buscando el canal, las ferias de Medina del Campo y más arriba aún, los puertos del norte. Un río de riqueza que desapareció dejando un paisaje vacío por el que vuelan carroñeras o rapaces, pastan reses bravas o de carne, y corretea el zorro entre las vacas.



Uno ve en esta soledad inmensa que el río divide en dos sin separarlas, algo más que la buena lengua y el poema serrano que contempla desde lo alto de Malagón el campo extenso. Malagón es uno de los contrafuertes de la sierra de Guadarrama, a cuyo resguardo están el bosque, el prado y sus habitantes. Por aquí cabalgó jornadas el Arciprieste, o el de Santillana, en busca del a cómodo abulense, donde en terribles jornadas de deslealtad al desgraciado Enrique IV le destronaron unos nobles ariscos, para entronar a su hermanastro pequeño al grito de ¡Abajo, puto!, exactamente en los corrales de ganado fuera muros. El Hombre del Prado ve en esta campa de Azálvaro el vacío en que ha quedado Castilla, un espacio inmenso perdido de si mismo, no ensimismado, sino perdido, detrás de una labor que nunca acabada se le fue de las manos. Sostiene que en la tarea voluntariosa de inventarse una nación peninsular perdió el empuje y la fuerza que habían hecho a Castilla. Hubo quien pensó que las naciones se hacían por conquista, y suerte tuvo el empeño de que España acabó haciendo estado de la propiedad monárquica, vestida todo ello del voluntarismo de lo español. Adios, Castilla, ahora convertida en una autonomía de lejanas y vagas resonancias, un ente de transparencia absoluta.


El puente es del siglo XV y tiene dos ojos; un poco tuerto es, que son desiguales y ha perdido además la balaustrada. Tiene, eso sí, una recia subida hasta la cumbre y es anchuroso, para que pasen por él las sombras de los rebaños que después de beber en el Voltoya, encaminaban sus pasos al cruce y encaminaban ruta, o hacia tierras de Burgos o Vitoria, o hacia Plasencia en Extremadura. Podría oírse el sonido de las esquilas si la imaginación fuera además de poderosa dotada para la ensoñación. Decían los vecinos, según consta en historias escrita, que era casi imposible, en estos lugares, dejar de oír el rumor de los rebaños, con su sonido de esquilas, el balido breve y temblón y el apagado rumor de miles de pezuñas pasando interminables. Le hacen guardia los tocones derrumbados, los enhiestos pilares agrietados, de unos chopos lombardos a los que algunos chupones les han surgido e intentan llegar a lo alto, resistir a la desaparición, apropiarse de su lugar en el paisaje, recordar tozudamente que la especie está ahí, aún cuando nadie sabe como opudieron llegar a crecer aquí, quien sería el que los trajo, y con que objeto.


Da al Hombre del Prado emoción que viene de lejos el cruce del puente, subir por las piedras de granito que son ahora losas a las que las hierbas, enmarcando, han cimentado. En lo alto mira hacia abajo, poca altura es, los dos espolones que por la parte sur del puente se enfrentan a la corriente que viene de la sierra, para abrirla y obligarla a tomar los ojos, rompiendo su fuerza por preservar la solidez de la construcción. Está bien enclavado, con dos terrazas de piedra que apuntalan sus dos extremos por el lado de la corriente, donde la luz amenaza con irse ya, que cae la tarde y se dora el oeste. Eduardo, el amigo biólogo, señala en el cielo unos puntos. Son buitres que bajan, alguna res habrá por ahí. Y con los prismáticos busca en el llano hasta dar con un grupo de aves medio ocultas por un desmonte. La res debe estar ahí, se piensa, y los buitres leonados, de armonioso y sereno vuelo, se posan cerca y avanzan por turno, saciando a trancos su apetito, ahora si, ahora, echados del amontonamiento por los más fuertes, volviendo a él, pillando su porción, satisfaciendo el hambre. Monta el biólogo el telescopio y la cámara y le ofrece ver al hombre del Prado aquella ceremonia. Mientras cae el sol y dora las hierbas,. rumorea el Voltoya, ventea una brisa fría y desagradable y el sol va a su paso a ponerse por el oeste, el Hombre del Prado mira absorto, fascinado, aquella imagen de sociedad satisfecha.

jueves, febrero 19, 2009

Sombras de sueños


Dos fotos tomadas de material depositado y en restauración en el Museo de Segovia. No pueden reproducirse y si se ha hecho en este post es por la emotividad que al autor le ha producido su vista. Espera que el Museo no le llame a capítulo.

¿Quien eres tú, joven? ¿Y desde donde volaba el pajarillo? ¿Quien pintó los pétalos de la flor, añadidos sobre el lento procedimiento de incorporar pigmento sobre la mezcla de cal, arena y finísimo polvo de mármol blanco? Tal vez todo ello no era otra cosa que el fruto de la imaginación del pintor, un artista que trabajaba en Segovia, allí por el siglo II de esta era. Saber algo de ello es imposible; los dos fragmentos de mortero han aparecido en una escombrera que rebosa de otros fragmentos decorados de muros, arrumbados allí cuando en algún momento del tiempo, se hicieron unas obras; aparecidos ahora cuando se han acometido otras nuevas en un establecimiento de hosteleria, en el barrío judio. Es lo que tiene el tiempo, que todo lo remueve, mezcla y abandona en apariencia, para al cabo de él, salir a superficie como restos de un naufragio.

En la visita que la restauradora del Museo de Segovia ofrece a pequeños grupos, para mostrar el avance de su trabajo, el Hombre del Prado, en compañía de Ana y otros cinco, forma en un corro que mira con asombro las líneas pálidas que emergen de los ocres apagados, los marrones oscuros que fueron rojos, los pigmentos a los que el fuego ha variado tono e intensidad, algún fuego antiguo, algún viejo desastre que ha quedado disuelto en el tiempo. No queda más remedio que referirse al tiempo, como al pronunciar la palabra uno tuviera en su poder els ecreto de lo acontecido. El tiempo es todo, parece o nos parece, cuando en realidad no es sino un acuerdo expresivo, un sustantivo convenido para meter en él, como enorme bolsón, todo lo que ha sido vida y ahora es narración que se desfleca en preguntas, incógnitas, suposiciones y lugares oscuros de ignorancia total. No existe el tiempo sino como metáfora en la que todo cabe; no es ajeno sino que está sujeto a la duración de las cosas, cada cual en la suya propia, cada cual con su tiempo convenido, el de la vida, el del amor, el de una mañana, el fugaz de un encuentro o el permanente de un desencuentro, cargado este de las posibilidades perdidas.

La mañana soleada se introduce en la exquisita arquitectura del Museo, que parece perdido en una ciudad que permanece como una sombra, más habitada por visitantes que por convecinos. Esta Segovia le parece al del Prado un remedo de Venecia, ciudades que se mantienen en su arquitectura cono inmensos decorados que llenos de turistas durante el día, se pueblan de sombras propias al caer la tarde, en sus callejas que reptan por un territorio rocoso por el que todo cuanto pasó dejó rastros de piedra, confusas huellas que el mueso quiere ordenar en edades históricas y geológicas, pero que en realidad, alzándose sobre las peñas podría ser en realidad uno de aquellos sueños de Lovecraft, ciudades abandonadas a las que se llevó su tiempo. La población de Segovia, como la de Venecia, es una humanidad resistente a los siglos, empeñada en la peña. Durante la visita, en el pequeño grupo que se mueve por las salas desiertas en pos de una restauradora joven que hace cátedra de su profesión y con ello encanto expositivo, surge la cuestión de la Segovia romana de la que poco o casi nada se conoce. Ni trazado de calles, ni disposición del foro, apenas una terma, un columna troceada, varios mosaicos, escombreras de murales pintados, unas cuantas monedas, vestigios de lo que debió ser, sólo vestigios que tienen tan poca presencia que bien podrían haber sido dispuestos desde otras procedencias para afirmar lo que fue y que se ignora. Existe, claro, he ahí la prueba evidente, un acueducto enorme, una obra de ingeniería de avanzada complejidad, que llega volando sobre el cortado a la ciudad y se muestra con magnífica galanura. ¿Cómo se iba a construir un acueducto de tal envergadura para nada, o para nadie? Piensa el Hombre del Prado en la última secuencia de aquella película, "El Planeta de los Simios", en que el rastro y el nombre de una ciudad, para los espectadores, es una porción de Estatua de la Libertad, sobresaliendo entre el arenal de una playa.

La cara del joven, expresiva en esa mirada de ojos maquillados, con los bien dispuestos rizos que enmarcan unas facciones delicadas, parecen llegar desde su tiempo, para decir que estuvieron aquí, pero es incierto; se trata solamente de una afortunada recuperación, una casualidad que mueve las montañas de la imaginación. Cabe preguntarle ¿quien fue? Cabe contestarse que un siervo, un lector tal vez de un amo instruído, o el hijo de una familia acomodada. Se inclina el Hombre del Prado por el siervo porque esto le sirve a sus propósitos. Glaucos, o Artemidoro, que el nombre no está decidido todavía, ya tiene cara.

Si el muchacho era lector, y en la hora de la cena leía para sus señores, acomodado cerca de ellos en el comedor, bien podría haber detenido este gesto en la lectura del final de la Pítica VIII, allí donde Píndaro, llevado por la tristeza, así piensa quien esto escribe, lanza este gemido: ¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Que no es? ¡Sueño de una sombra es el hombre!

martes, febrero 17, 2009

La estación vacía

Andén de la estación de Nuevos Ministerios en Madrid

Escaleras de acceso al nivel superior en la estación de Nuevos Ministerios. Madrid

¿Que es una estación vacía? Se le ocurre pensar que un cuerpo sin alma, el espacio en que habita el caos de la no presencia, el rastro de la no humanidad. Las escaleras mecánicas se ofrecen como un ara de magnífica brillantez para el uso de un único oficiante que por ellas accede a la luz exterior. ¿Será la estación la vieja caverna del mito? ¿Vaciada de gente será esa caverna a la que Platón no hace referencia, y que es aquella en que todos la han abandonado? ¿Sería eso posible? El andén que se extiende habitado por los carteles de películas en las que no se repara, títulos que son desconocidos, paraísos prometidos a los que no se piensa acudir, ofrece la vasta longitud de la luz y el brillo metálico del aluminio. Al Hombre del Prado le desazona esta soledad que ofrece tristeza. Eran las doce de la mañana de un día normal, y en lo alto la ciudad bullía. Arriba el sol se mostraba como la vida que nunca nos abandona, pensaba. Y salió al sol. ¿Con quien hablar en este espacio vacío que se abandona? No hay ni guardias de seguridad y en un kiosco del vestíbulo, una camarera ofrecía refrescos a nadie. Las frutas entregaban sus colores ácidos y a través del ligero andamiaje de la arquitectura el espacio se abría a la exploración de la vista. El caminante, al descender del tren, había pensado en solazarse en el bullicio humano, pero los pocos viajeros que se apearon se disolvieron en un aire de sombras. Ayer mismo, por la noche, escuchando canciones de la Piaff, alcanzó a tomar para sí una definición que hace el personaje de la letra: "soy una sombra de la calle". Cercana es esa definición a la pindariana sombra de un sueño es el hombre. En el espacio vacío del submundo, donde el aluminio ofrece el lujo tecnológico de la modernidad, el hombre del Prado sintió que no iba a ninguna parte. Son sólo sensaciones, se dijo, pero sentía también el derrumbarse el ansia de compañía con la que había emprendido el viaje. La retomaría poco después, sentado en la mesa de un restaurante con un buen amigo, hablando de banalidades. ¡Que maravilla ese invento de lo banal para tranquilizar el espíritu! Tan banal se sentía como para acompañar el cocido madrileño con vino con casera. ¡Eso no se hace!, podía oir por dentro como si las voces de lo culto tuvieran su propia autonomía. La tienen, es indiscutible, habitan en el interior donde se guarda todo; pero cabe desobedecerlas. En la mesa de al lado, una mujer increpaba a dos jóvenes sobre una herencia, les hablaba con contenida indignación: ¡es que se lo ha quedado todo en vida, porque se lo ha dado todo! Los jóvenes, que en el recuerdo no tienen sexo, comen con la cabeza gacha sobre el plato, escuchando con paciencia. ¿Qué sería todo?, se pregunta el hombre del Prado y ella le contesta, contesta al caos que reína en su cabeza de mujer despojada: el piso, el coche, la cuenta, el chalé, todo, todo a su nombre. Cuando percibe que habla demasiado alto baja la voz y la conversación se pierde entre las voces sin poderse distinguir, ahora es anónima hasta que uno de los jóvenes dice, parece irritado, o harto, pero tú ya tienes lo tuyo, mamá, y ella: pero es poco... Cuando vuelve al bosque por la tarde encuentra la estación llena de gente, el templo habitado, las sombras animadas cuando el sol empieza a decaer. Durante el trayecto dormita acunado por el ritmo mágico de los ruedas sobre los raíles, o sería mejor escribir sobre las junturas entre raíles, que es lo que produce el ritmo, ahora un juego de ruedas, ahora otro. Cuando llega a San Rafael mira con atención el banco de la estación desvencijada, tanto que no tiene taquilla, el bar está sin ventanas ni puertas, los rótulos arrancados y entre los adoquines del andén crecen las hierbas. El banco es otro altar consagrado a otra divinidad. estos dioses solo se ocupan de su presencia y los hombres no cuentan para nada, sombras son, de la calle, de un sueño...


Banco en la Estación de Tren de San Rafel, (Segovia)

martes, febrero 10, 2009

La Musa Pensativa



La belleza como fin último, dice el visitante, es el más alto nivel de espiritualidad para el creador". Así, de repente, el Hombre del Prado no dice nada porque no se le ocurre el qué. Si sabe que dos o tres años antes hubiera estado bastante de acuerdo sin pararse a pensar, como se está de acuerdo en esas áreas que se tienen por ciertas con fe disfrazada de razón. Pero el tiempo, sobre todos los últimos tiempos, han producido un desgaste en las convicciones y una de ellas es aquella que tiene que ver con la belleza como fin último. ¿Que es ese fin último?, se pregunta.

La frase se ha producido en el Museo del Prado durante la visita a la Exposición de Esculturas Clásicas del Albertinum de Dresde y el Museo del Prado. La exposición es silenciosa y tiene que matizar esta adjetivación que ha surgido de improviso en el momento de evocarla. La serie de esculturas que se muestran en varias de las nuevas salas del museo, se extiende unidad por unidad, desplegada en un amplio espacio, rodeadas cada una de ellas del aire protector que les crea el espacio donde reinan. Una exposición de esculturas no es una de pintura en la que las paredes forman el espacio cerrado en cuyo interior habitará la mirada del visitante. En la exposición de pintura, los cuadros se alinean para recibir el paso admirado de los visitantes como si se tratara de un besamanos. En ese orden cerrado y regular existe un ceremonial que impide el descubrimiento. La pintura, desde su posición, apela a la atención del visitante y este demorará el paso atraído por la llamada, inconsciente por lo general de que esa llamada se produce dentro de él y desde su propia emoción. En una exposición de esculturas, como ésta que se acaba de visitar, cada unidad expuesta está situada en el espacio intermedio entre pared y pared, abriéndose al interior de las salas desde los muros límites, de forma tal que el visitante se mueve entre ellas en una convivencia que que tiene más de encuentro en el foro. En ese deambular entre figuras humanas, ligeramente elevadas sobre peanas, se hace el silencio sobre el rumor del gentío, que para nada cuenta. Las esculturas, detenidas en un momento del tiempo en que el creador decidió dejarlas, tiempo y movimiento, forma y tiempo, ocupan el espacio enseñoreándolo y crean su silencio que es más que el rumor, se diría que es la visión desde una cámara sin sonido, en la que solamente el zumbido del motor o del proyector, nos conduce como hilo conductor al fondo de la realidad que recrea.

El Hombre del Prado se ve obligado a preguntar a su acompañante, que hizo aquella afirmación que se ha escrito al principio de este post: ¿Crees que aquí se puede encontrar esa clase de belleza? Su amigo lo afirma, sin dudarlo: Todo, o casi todo esto que vemos, aspira a la belleza. Dejando a un lado el valor de lo absoluto a lo que tiende el lenguaje común, parecen estas esculturas que, activadas por el clic de la eternidad, tiendan a crear en torno a ellas un espacio irreal. Ya se ha hablado del silencio que imponen, y del gesto detenido, y del vacío en el espacio que ocupan, una a una y en conjunto, como si sabedoras de la admiración estupefacta de los mirones se regodearan en ese ser admiradas. ¿De quien es la visita?, se pregunta el visitante, ¿de las esculturas o de los visitantes al museo? Es obvio que de quien tiene la intención, la voluntad de hacer, la voluntad de estar, así que las piezas de mármol no tienen otra voluntad que la del espectador que asiste a la exposición, pues la contemplación entre lo vivo y lo inanimado no hace sino despertar las emociones de lo primero.

No es esta una cuestión metafísica, territorio en el que El Hombre del Prado es totalmente insolvente. Le gustaría que fuera lo contrario pero le cuesta adentrarse en la comprensión del ente, identificar esa bruma que el lenguaje no aclara y a la que su pensamiento no alcanza. Es una cuestión banal, se dice, cuando su acompañante en la visita habla acerca de la aspiración de espiritualidad del creador y la belleza como fin último. Palabras, palabras, palabras, que diría Shakespeare y que son volutas de humo que se levantan en el aire para nada más que buscar una salida, una chimenea.

Las esculturas, sacadas de su lugar real para el que fueron creadas, despojado el mármol y la piedra de su coloración original, han creado un universo propio en el derrumbe de su estado físico. He aquí, se dice el del Prado, que nosotros hemos sido capaces de sintetizar la belleza a partir de la propia destrucción de la obra de arte. Lo griego que vemos y admiramos como forma exquisita no es sino el estropicio de los años, la estética de la desolación, incapaces de acercarnos al pórtico de la casa de Céfalo y verlo tal y como debía ser. Aquella Atenas blanca, del brillante esplendor del mármol, no es sino una acomodación de la voluntad estética de los siglos posteriores. Como, piensa, si al ver el mármol desnudo, despojado de su color y emplazamiento, uno pudiera acceder al alma, o eso cree, que accede al alma, llegando a mayor profundidad que el creador.

La cabeza de la Musa Pensativa, que se guarda en el museo de Dresde, le llama. Mientras su acompañante se enzarza en una explicación de la belleza como esfuerzo, de la belleza como intención creadora, la Musa Pensativa ha hecho un gesto inmóvil de su mirada y ha cautivado al hombre del Prado. Sucede como cuando en medio de una multitud dos miradas se encuentran y presumen una posterior relación, o la intención de ella, o simplemente la inclinación a un acercamiento. Así ha sido esta vez, y se ha quedado junto a la cabeza de mármol, al mentón voluntarioso, al cabello recogido en cola apresuradamente, a la recta nariz y unos ojos que s ele antojan luminosos porque miran francamente, descaradamente, que no implica desverguenza, sino interés por conocer y saber. Ha sido cautivado, detenido, convertido en piedra, alcanzado por la voluptuosa esencia del encuentro. ¿Te parece bella?, le pregunta su acompañante detenido junto a él, mirando el perfil de la Musa. No se trata de belleza, dice el Hombre del Prado, sino de encanto. Quisiera conocerla.

viernes, febrero 06, 2009

En pos de una sombra



Desde el aparcamiento han seguido el mismo camino. Atardece y hay poca gente en las aceras. Vence el gris de la tarde que se va. Algunos reflejos palidecen la acera. El Hombre del Prado, gestionando asuntos, ha tomado un camino después de preguntar al dejar el coche. Baje por García de Paredes y la segunda a la izquierda es Maldonando. La primera otra vez a la izquierda es General Orá. El hombre que camina delante estaba en la rampa del garage, despidiéndose de una sombra, que es en lo queda la memoria de alguien en quien no se repara. Caminaba unos pasos delante: bolso colgando del hombro izquierdo; el brazo derecho se balanceaba con un ritmo sostenido; podría pensarse por el paso que era un militar, o lo había sido, o nada de eso, pero el paso evocaba desfiles en el patio de un acuartelamiento: un cabo primero tal vez, pensaba el del Prado, o un sargento. Un suboficial, probablemente. También por el porte erguido, los hombros echados para atrás, aunque en ello reparó después, porque de vez en cuando parecía desmadejarse la apostura y los hombros se escurrían a los lados. Incluso en un momento metió la mano derecha en el bolsillo y la mantuvo allí unos metros. Volvía al poco al ritmo de desfile, proyectaba el brazo con mesura, como evitando que lo evidente se evidenciara, pero aún así. Estas calles, se decía el seguidor, pues ya era un seguidor acostumbrado a esa única figura que caminaba ante él por García de Paredes, me suenan, ya se sabe, es el lugar en que mataron a Carrero Blanco. Por Maldonado, recuerda; y Claudio Coello. Dos días antes del atentado estuvo quien escribe en Madrid, en esa zona, visitando a un cliente que se haría famoso por la enorme estafa que protagonizaría: Sofico. Pensó al evocar aquella visita en los dos signos del franquismo que se unían en la memoria: el vicepresidente y el entramado financiero del régimen.

El perseguido, al llegar a la esquina de Maldonado, vuelve la cabeza ligeramente. Por el ángulo no debe alcanzar a ver al perseguidor, o sí, que en el lado al que se ha vuelto hay una cafetería y una cristalera que podría reflejarle. Pero no lo parece, ha vuelto la cabeza probablemente para ver el interior del establecimiento. Pocos parroquianos, se fija el Hombre del Prado, se acodan en la barra. Una pareja, en una mesa, habla mirándose, tal vez a los ojos; alcanza a ver que tienen las manos unidas, o es una tan solo. Piensa en la soledad, van a dejarse, piensa, esos dos se están diciendo adiós. Repara después en que no se ha fijado en la edad, sólo en los cuerpos, el uno frente al otro, con una mano unida a otra mano por sobre de la mesa. Volvería atrás para verlos pero la figura que camina delante le obliga a seguir. Ahora Maldonado está aún más desierta si cabe. Y ha menguado la escasa luz. Mira el reloj, el hombre del aparcamiento le ha dicho que cierran a las ocho. Tendrá que darse prisa aunque la cita que tiene debería ser corta; en cualquier caso a las siete y media se levantará para irse. Lo siento, me cierran el aparcamiento, dirá. Es una cita de trámite con el abogado que le lleva asuntos. Ah, si por él fuera no hubiera bajado a Madrid desde la sierra, pero hay cosas que hay que hacer. Le sorprende el vacío de las calles, la luz mortecina, lo lóbrego de este paseo detrás de un hombre que a ratos camina como un militar y a otros se desmadeja.

Le sorprende ver que el perseguido dobla por General Orá, va hacia la izuqiera; es el mismo camino. Parece que cada calle que se toma es más oscura, más vacía. En esta no hay apenas comercios. Un contenedor muestra las miserias de vidas anónimas. Hay ropa vieja en la cumbre, una sudadera roja con las mangas desplegadas, que parece que abrazan objetos informes, sin identificación, y cascotes de alguna obra. Unos periódicos usados oscilan a impulsos del aire. Iba a escribir periódicos viejos, pero ha optado por usados y ahora se arrepiente. ¿Cuando es viejo un periódico? De inmediato que se lee, envejece a medida que se pasan las pághinas, se dice. Ya se lo dijo entonces; ahora, la misma reflexión tres días después. Busca en su bolso la máquina fotográfica y la prepara, es fácil aunque tiene que tener la precaución de desconectar el flash: No quiere que el perseguido se entere de que le ha tomado una fotografía, porque eso ha hecho. Lo tiene, lo guarda, lo verá después. Se pregunta si lo ha sacado con el porte marcial o en el desmadejamiento. El portal al que se encamina, donde está la oficina del abogado, ilumina un rectángulo de acera, levemente, aclarando las sombras que son ahora más intensas. Bueno, piensa, voy a tener que dejar a la sombra a la que sigo, porque piensa que la está siguiendo. Segí a un suboficial por Maldonado, podría empezar un día una novela, no lo hará, nunca, está de ello bien seguro. ¿Cuando va a escribir el una historia de este tipo? Pero el arranque es bueno, cree: "Seguí a un suboficial por Maldonado..." Y ahora la sorpresa, el perseguido entra en el portal, en su portal y el hombre del Prado debe hacer lo mismo. Bueno, hay dos escaleras, una a derecha y otra a izquierda. El va a la segunda. Seguro que la sombra entrará en la primera. Pero no es así.

Ambos están ahora en el vestíbulo. El perseguido se encamina al pequeño cuchitril donde está el conserje. El vestíbulo es claro, de mármoles y satinados estucos. Amplio, con un toque de los años cincuenta. El Hombre del Prado camina hacia el ascensor mientras el perseguido se detiene en la puerta del cuarto acristalado en el que no está el conserje, aunque debiera. Gira sobre sí mismo, le está buscando. Toca esperar, se dice el Hombre del Prado mientras abre la puerta del ascensor, entra, la cierra tras de si, y duda con el piso. ¿Tercero o cuarto? He aquí una curiosidad, gran parte de conocidos suyos viven o trabajan en un tercero o un cuarto, es sorprendente. Para no equivocarse pulsa el botón del cuarto y mientras empieza la cabina la ascensión, lenta y sonora, mira por el cristal de la puerta al perseguido que está mirando hacia él, ahora si le mira, le sigue con la vista mientras se va perdiendo por el hueco del elevador. Si no es el cuarto, piensa será el tercero. Conoceré la puerta por la placa de identificación, F... L... abogado. No es el cuarto, lo sabe en cuanto sale al descansillo. Tiene que bajar, es el tercero, está la placa, bruñida. Le abre la puerta su amigo mientras oye como el ascensor empieza a bajar, lo han llamado desde abajo. Así pues el perseguido ya ha encontrado su destino, piensa. "¿Qué haces, que tal?, pregunta su amigo. ¿Sabes?, contesta. He venido siguiendo a un suboficial del ejército, creo que eso era. Hay perplejidad en la cara del abogado, que le conduce por el pasillo hacia su despacho. ¿Y eso? Contesta que nada, que es una tontería, y enseguida: démonos prisa que a las ocho me cierran el parking.

miércoles, febrero 04, 2009

Un rayo de sol, el Trío del Archiduque y las Variaciones Goldberg

El momento de la magia o lo que es lo mismo, la realidad puntual de la naturaleza, sorprende y obliga a correr a buscar la cámara fotográfica para guardar en el lugar de la memoria más fiel, la foto, el rayo de sol de la mañana que consigue abrirse paso entre nubes y cimas y se muestra, y al hacerlo apela directamente a quien le ve y percibe, no en el hecho de la luz en el paisaje sino en lo que de ello trasciende, la emoción que provoca. Claro que esa es emoción puede ser hija, al mismo tiempo, de lo instantáneo, pues se llevan días de cielos grises, panzas plomizas sobre la cabeza, escasa luz, ningún sol, tristeza invernal.

El paisaje que resulta de la conjunción de realidad visible y la emoción despertada, adquiere un orden especial en el que los elementos dispersos, incluso aquellos de fealdad indiscutible como son los restos de obras a medio hacer que desaparecen bajo la curva suave y afectuosa de la nieve cobertora, esos elementos parecen fundirse en un equilibrio desorganizado pero equilibrio al fin, y todo es uno, todo lo que está se ha fundido en una sola cosa a la mirada, una geometría de curvas y colores, de tonos, sobre todo de tonos, que alcanzan la categoría de obra perfecta. Es un paisaje secuestrado de la pintura holandesa del XVII, donde los elementos mínimos adquieren por sí mismos la consistencia de la mirada microscópica y el conjunto maravilla.

Piensa el Hombre del Prado en lo que resulta de grato, e incluso necesario, ahondar en estos momentos en que el ánimo se solaza, y salta a la vista el quietismo interior: un segundo es un bálsamo que durará eternamente. ¿Porqué, se pregunta, basta una mirada para reponer las cosas en su sitio deseado? Desde hace muchos años tiene predilección por la pintura y la música de un tiempo en concreto: el barroco y lo que inmediatamente le antecede. Cuando viaja por el centro de Europa, las ciudades le parecen en su trazado, en el diseño (si es que se puede llamar así) de las casas que habitaban los vecinos, las plazas abiertas para el encuentro, la aspiración al orden más humano; era el tiempo de la busca del orden, de la composición desde el caos de una realidad circundante hecha de espacios en los que a la mirada se le ofrecía aventurarse lejos de los recovecos de tiempos anteriores, de las sombras ocultadoras y lucha de la luz con ellas en un enfrentamiento que ejemplariza el de los hombres de su tiempo.

La palabra sería: sencillez. Así, desde ella piensa en dos composiciones musicales que le gustan de manera especial, mucho, aunque gustar no es la palabra adecuada, más bien le placen, esa si es la palabra, placenteras son al ánimo, compañía no exaltada, compañía silenciosa, que es lo que es la música cuando entra en la intimidad del Hombre del Prado, como la compañía de aquello que no necesita romper la quietud, el quietismo. Son el Trío del Archiduque y las Variaciones Goldberg. En la primera, el inicio del primer movimiento es de una sencillez apabullante, es casi inexistente, se inicia la música con una tonada que parece canturreada por alguien al caminar por un sendero del bosque, complacido en sí mismo. De ese arranque que el piano hace audible hasta el cello, que empieza a caminar a su lado, como dos amigos que todo lo que tienen que decirse es el silencio complacido. En las Variaciones, el piano desgrana nota tras nota cadencias, cancioncillas, sonidos que se acompasan al mismo caminar por el mismo sendero. De nuevo geometrías de perfección inusitada, de rara simplicidad, de aquello que el espíritu del creador consigue extraer desde lo complejo hasta el orden en que uno desea moverse para dar amplitud a la mirada.

Esa música de levedad tal que parece inexistente, ese paisaje que se forma como si surgiera de la nada, lejos de la convulsión de la creación caótica y apocalíptica de los seis de trabajos primeros, hacen que lo que es instante sea eterno. Esa es la grandeza del corto tiempo de una mirada.

lunes, febrero 02, 2009

Las palabras de los otros II

Y luego viene la hostilidad. ¿O no lo es? Si las formas lo permiten se adapta a la realidad como esta nieve que cae al paisaje circundante. He aquí que todo se curva con una blanca y suave línea amorosa, que no muestra su realidad hasta que se hunde el pie en ella, o la mano, o se avanza hiriéndola para descubrir su espesor, su frío, su helado hachazo. Pasa lo mismo con la hostilidad, que no parece estar detrás del silencio del hombre callado. Agazapado en su indiferencia puede incluso armarse de sonrisa, escuchar pues parece que lo hace, enarcar las cejas o encoger los hombros, ya se sabe que son gestos de duda basados en el silencio más revelador. Finalmente hablará sentenciosamente, soltando las palabras como escupitajos: son unos sinvergüenzas.

Lo revelador de la sentencia es el plural. Tal vez no se estaba hablando de varios, sino de uno. Es bien posible que se esté hablando de un político, o un escritos, o un personaje que aparece en televisión; es probable que se hablara de uno en singular, adscrito a una categoría profesional, es bien sabido que un presentador de televisión representa a toda la televisión y un político, sea del partido que sea, representa a todos los políticos. Así que el plural que aparece no hace otra cosa que constatar una realidad, establecerla como el modelo, no de lo que se hablaba, una persona en sus actos, sino una categoría: todo un grupo.

Convertir una anécdota singular en un hecho plural tiene sus ventajas para quien, emboscado en aquel silencio que ignora las palabras y sus significados, emite la opinión que se ha expresado. Eleva el comentario a la categoría de sentencia, que si quedara en el singular, no saldría de la historia inicial. Al usar el "son", quien emite el comentario establece una distancia entre el plural culpable y su singular y especial clarividencia. El uso del plural es cobarde, pero eso no importa ya que la cobardía no se la reconoce uno salvo en muy contadas ocasiones y esta no es. El plural tiende a establecer una conspiración entre los "sinvergüenzas" y el "inocente".

Se le puede pedir que se explique, que entre en el adjetivo y lo destripe. ¿Porqué son unos sinverguenzas? Puede ocurrir que quien estaba explicando un caso trate de rescatar el tema anterior, volver a la singularidad, pero el hombre callado no le deja, porque vuelve a sentenciar. "Se lo llevan crudo. Nos están robando a todos" Y finalmente: habría que fusilarlos. O a lo mejor, en su delicadeza, se abstiene de esta última condena o evidencia por el contrario mejores maneras de castigo, corgarles por cojones, por ejemplo. Parece terrible, pero no lo es, porque se trata de una manera de hablar que en su plasticidad no muestra voluntad.

Volverá el hombre callado a su silencio, consciente de que ha desarmado al interlocutor. ¿Es que no sabe este que el mundo en que se vive es el escenario de una enorme conspiración en la que todo ciudadano que sobresale por encima de los demás es culpable? Este pensamiento es, sin lugar a dudas, enormemente sofisticado para aquel silencioso hombre que rumia por dentro su permanente malhumor. No piensa en conspiraciones, sino en que simplemente, el resto de la gente es indeseable. ¿Quien se salvará?, se pregunta el interlocutor. Puesto que el tema es plural y se adivina cercano, se trata de identificar las capas de esa cebolla social que es el entorno. Hay que ir abriendo de dentro a fuera: el circulo más íntimo, el otro, el siguiente, el barrio, la ciudad. A medida que se aleja la capa de la cebolla, va tomando los tintes del delictivo comportamiento.

Pero, se atreve el interlocutor a reflexionar, ¿como puedes tachar a todo el mundo con adjetivos denigrantes? Ahora, la sonrisa ha cambiado de matiz, es para sí, una aire de suficiencia, constata su sabiduría, su enorme superioridad sobre quien ha preguntado, algo que él ya sabe aunque los otros no, algo que solamente él sabe y se atreve a decir. El otro solo tiene palabras con las que lía las cosas, ya se dijo que hablaba demasiado, que teorizaba mucho, que era dado a la elocuencia, a hablar con humo, que mal se ve y menos se toca. Esta sonrisa de ahora es más profunda porque en ella está el alma, la convicción de su razón. Y si antes la expresión "son unos sinvergüenzas" era una explicación a los demás, ahora se convierte en una sentencia que brota de lo más íntimo de su seguridad. No sabe porque, pero está seguro de que todos los demás son los malos.