viernes, febrero 06, 2009

En pos de una sombra



Desde el aparcamiento han seguido el mismo camino. Atardece y hay poca gente en las aceras. Vence el gris de la tarde que se va. Algunos reflejos palidecen la acera. El Hombre del Prado, gestionando asuntos, ha tomado un camino después de preguntar al dejar el coche. Baje por García de Paredes y la segunda a la izquierda es Maldonando. La primera otra vez a la izquierda es General Orá. El hombre que camina delante estaba en la rampa del garage, despidiéndose de una sombra, que es en lo queda la memoria de alguien en quien no se repara. Caminaba unos pasos delante: bolso colgando del hombro izquierdo; el brazo derecho se balanceaba con un ritmo sostenido; podría pensarse por el paso que era un militar, o lo había sido, o nada de eso, pero el paso evocaba desfiles en el patio de un acuartelamiento: un cabo primero tal vez, pensaba el del Prado, o un sargento. Un suboficial, probablemente. También por el porte erguido, los hombros echados para atrás, aunque en ello reparó después, porque de vez en cuando parecía desmadejarse la apostura y los hombros se escurrían a los lados. Incluso en un momento metió la mano derecha en el bolsillo y la mantuvo allí unos metros. Volvía al poco al ritmo de desfile, proyectaba el brazo con mesura, como evitando que lo evidente se evidenciara, pero aún así. Estas calles, se decía el seguidor, pues ya era un seguidor acostumbrado a esa única figura que caminaba ante él por García de Paredes, me suenan, ya se sabe, es el lugar en que mataron a Carrero Blanco. Por Maldonado, recuerda; y Claudio Coello. Dos días antes del atentado estuvo quien escribe en Madrid, en esa zona, visitando a un cliente que se haría famoso por la enorme estafa que protagonizaría: Sofico. Pensó al evocar aquella visita en los dos signos del franquismo que se unían en la memoria: el vicepresidente y el entramado financiero del régimen.

El perseguido, al llegar a la esquina de Maldonado, vuelve la cabeza ligeramente. Por el ángulo no debe alcanzar a ver al perseguidor, o sí, que en el lado al que se ha vuelto hay una cafetería y una cristalera que podría reflejarle. Pero no lo parece, ha vuelto la cabeza probablemente para ver el interior del establecimiento. Pocos parroquianos, se fija el Hombre del Prado, se acodan en la barra. Una pareja, en una mesa, habla mirándose, tal vez a los ojos; alcanza a ver que tienen las manos unidas, o es una tan solo. Piensa en la soledad, van a dejarse, piensa, esos dos se están diciendo adiós. Repara después en que no se ha fijado en la edad, sólo en los cuerpos, el uno frente al otro, con una mano unida a otra mano por sobre de la mesa. Volvería atrás para verlos pero la figura que camina delante le obliga a seguir. Ahora Maldonado está aún más desierta si cabe. Y ha menguado la escasa luz. Mira el reloj, el hombre del aparcamiento le ha dicho que cierran a las ocho. Tendrá que darse prisa aunque la cita que tiene debería ser corta; en cualquier caso a las siete y media se levantará para irse. Lo siento, me cierran el aparcamiento, dirá. Es una cita de trámite con el abogado que le lleva asuntos. Ah, si por él fuera no hubiera bajado a Madrid desde la sierra, pero hay cosas que hay que hacer. Le sorprende el vacío de las calles, la luz mortecina, lo lóbrego de este paseo detrás de un hombre que a ratos camina como un militar y a otros se desmadeja.

Le sorprende ver que el perseguido dobla por General Orá, va hacia la izuqiera; es el mismo camino. Parece que cada calle que se toma es más oscura, más vacía. En esta no hay apenas comercios. Un contenedor muestra las miserias de vidas anónimas. Hay ropa vieja en la cumbre, una sudadera roja con las mangas desplegadas, que parece que abrazan objetos informes, sin identificación, y cascotes de alguna obra. Unos periódicos usados oscilan a impulsos del aire. Iba a escribir periódicos viejos, pero ha optado por usados y ahora se arrepiente. ¿Cuando es viejo un periódico? De inmediato que se lee, envejece a medida que se pasan las pághinas, se dice. Ya se lo dijo entonces; ahora, la misma reflexión tres días después. Busca en su bolso la máquina fotográfica y la prepara, es fácil aunque tiene que tener la precaución de desconectar el flash: No quiere que el perseguido se entere de que le ha tomado una fotografía, porque eso ha hecho. Lo tiene, lo guarda, lo verá después. Se pregunta si lo ha sacado con el porte marcial o en el desmadejamiento. El portal al que se encamina, donde está la oficina del abogado, ilumina un rectángulo de acera, levemente, aclarando las sombras que son ahora más intensas. Bueno, piensa, voy a tener que dejar a la sombra a la que sigo, porque piensa que la está siguiendo. Segí a un suboficial por Maldonado, podría empezar un día una novela, no lo hará, nunca, está de ello bien seguro. ¿Cuando va a escribir el una historia de este tipo? Pero el arranque es bueno, cree: "Seguí a un suboficial por Maldonado..." Y ahora la sorpresa, el perseguido entra en el portal, en su portal y el hombre del Prado debe hacer lo mismo. Bueno, hay dos escaleras, una a derecha y otra a izquierda. El va a la segunda. Seguro que la sombra entrará en la primera. Pero no es así.

Ambos están ahora en el vestíbulo. El perseguido se encamina al pequeño cuchitril donde está el conserje. El vestíbulo es claro, de mármoles y satinados estucos. Amplio, con un toque de los años cincuenta. El Hombre del Prado camina hacia el ascensor mientras el perseguido se detiene en la puerta del cuarto acristalado en el que no está el conserje, aunque debiera. Gira sobre sí mismo, le está buscando. Toca esperar, se dice el Hombre del Prado mientras abre la puerta del ascensor, entra, la cierra tras de si, y duda con el piso. ¿Tercero o cuarto? He aquí una curiosidad, gran parte de conocidos suyos viven o trabajan en un tercero o un cuarto, es sorprendente. Para no equivocarse pulsa el botón del cuarto y mientras empieza la cabina la ascensión, lenta y sonora, mira por el cristal de la puerta al perseguido que está mirando hacia él, ahora si le mira, le sigue con la vista mientras se va perdiendo por el hueco del elevador. Si no es el cuarto, piensa será el tercero. Conoceré la puerta por la placa de identificación, F... L... abogado. No es el cuarto, lo sabe en cuanto sale al descansillo. Tiene que bajar, es el tercero, está la placa, bruñida. Le abre la puerta su amigo mientras oye como el ascensor empieza a bajar, lo han llamado desde abajo. Así pues el perseguido ya ha encontrado su destino, piensa. "¿Qué haces, que tal?, pregunta su amigo. ¿Sabes?, contesta. He venido siguiendo a un suboficial del ejército, creo que eso era. Hay perplejidad en la cara del abogado, que le conduce por el pasillo hacia su despacho. ¿Y eso? Contesta que nada, que es una tontería, y enseguida: démonos prisa que a las ocho me cierran el parking.

4 comentarios:

  1. Seguro que cuando volviste al aparcamiento te estaba esperando el perseguido suboficial...
    Saludos cordiales.

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  2. Tal vez estaba sorprendido por encontrarse solo, sin su perseguidor. Tendría que seguir esta historia, pero no se a donde.

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  3. ....En pos siempre de la Belleza....

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  4. Conozco muy bien esas calles, fueron años de vivir por allí precisamente en la época en que uno se espabila más en estas cosas del conocer

    El arte de fijarse en las personas es un arte sublime, aunque yo me descubro ante quienes saben escuchar de verdad; exagerado pero con una imagen muy vívida, el amigo Quintero en su papel del "loco de la colina"

    Y no porque yo sepa hacerlo sino, precisamente, porque no se, ¿me explico?

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