El momento de la magia o lo que es lo mismo, la realidad puntual de la naturaleza, sorprende y obliga a correr a buscar la cámara fotográfica para guardar en el lugar de la memoria más fiel, la foto, el rayo de sol de la mañana que consigue abrirse paso entre nubes y cimas y se muestra, y al hacerlo apela directamente a quien le ve y percibe, no en el hecho de la luz en el paisaje sino en lo que de ello trasciende, la emoción que provoca. Claro que esa es emoción puede ser hija, al mismo tiempo, de lo instantáneo, pues se llevan días de cielos grises, panzas plomizas sobre la cabeza, escasa luz, ningún sol, tristeza invernal.
El paisaje que resulta de la conjunción de realidad visible y la emoción despertada, adquiere un orden especial en el que los elementos dispersos, incluso aquellos de fealdad indiscutible como son los restos de obras a medio hacer que desaparecen bajo la curva suave y afectuosa de la nieve cobertora, esos elementos parecen fundirse en un equilibrio desorganizado pero equilibrio al fin, y todo es uno, todo lo que está se ha fundido en una sola cosa a la mirada, una geometría de curvas y colores, de tonos, sobre todo de tonos, que alcanzan la categoría de obra perfecta. Es un paisaje secuestrado de la pintura holandesa del XVII, donde los elementos mínimos adquieren por sí mismos la consistencia de la mirada microscópica y el conjunto maravilla.
Piensa el Hombre del Prado en lo que resulta de grato, e incluso necesario, ahondar en estos momentos en que el ánimo se solaza, y salta a la vista el quietismo interior: un segundo es un bálsamo que durará eternamente. ¿Porqué, se pregunta, basta una mirada para reponer las cosas en su sitio deseado? Desde hace muchos años tiene predilección por la pintura y la música de un tiempo en concreto: el barroco y lo que inmediatamente le antecede. Cuando viaja por el centro de Europa, las ciudades le parecen en su trazado, en el diseño (si es que se puede llamar así) de las casas que habitaban los vecinos, las plazas abiertas para el encuentro, la aspiración al orden más humano; era el tiempo de la busca del orden, de la composición desde el caos de una realidad circundante hecha de espacios en los que a la mirada se le ofrecía aventurarse lejos de los recovecos de tiempos anteriores, de las sombras ocultadoras y lucha de la luz con ellas en un enfrentamiento que ejemplariza el de los hombres de su tiempo.
La palabra sería: sencillez. Así, desde ella piensa en dos composiciones musicales que le gustan de manera especial, mucho, aunque gustar no es la palabra adecuada, más bien le placen, esa si es la palabra, placenteras son al ánimo, compañía no exaltada, compañía silenciosa, que es lo que es la música cuando entra en la intimidad del Hombre del Prado, como la compañía de aquello que no necesita romper la quietud, el quietismo. Son el Trío del Archiduque y las Variaciones Goldberg. En la primera, el inicio del primer movimiento es de una sencillez apabullante, es casi inexistente, se inicia la música con una tonada que parece canturreada por alguien al caminar por un sendero del bosque, complacido en sí mismo. De ese arranque que el piano hace audible hasta el cello, que empieza a caminar a su lado, como dos amigos que todo lo que tienen que decirse es el silencio complacido. En las Variaciones, el piano desgrana nota tras nota cadencias, cancioncillas, sonidos que se acompasan al mismo caminar por el mismo sendero. De nuevo geometrías de perfección inusitada, de rara simplicidad, de aquello que el espíritu del creador consigue extraer desde lo complejo hasta el orden en que uno desea moverse para dar amplitud a la mirada.
Esa música de levedad tal que parece inexistente, ese paisaje que se forma como si surgiera de la nada, lejos de la convulsión de la creación caótica y apocalíptica de los seis de trabajos primeros, hacen que lo que es instante sea eterno. Esa es la grandeza del corto tiempo de una mirada.
Dijo un sabio que el paisaje es un estado del alma. Y por tus paisajes voy tanteándote, Luis. Hoy te encuentro bien. ¿Es así?
ResponderEliminarAsí es, Luri.
ResponderEliminarEse orden que tú ves en el barroco, saltaría luego por los aires en la corriente romántica
ResponderEliminarMenos cerebro / más emoción
El barroco arquitectónico me desagrada directamente, en realidad incluso el renacimiento arquitectónico (su padre) me desagrada de igual manera. Por ejemplo la misma ciudad de Roma, o, si me apuras, incluso la de Florencia
En cambio, una fuentecilla romántica en un cruce de calles o en un parque me gusta; lástima que les diera a algunos (bastantes) por el suicidio. ¿Conoces Sintra, has estado en alguna de sus Quintas, has respirado su niebla, te has acercado desde ahí al mar...?
Creo que apuntas a una de las cosas, y muy importante, que nos hace diferentes y nos enfrenta. Es una cuestión más profunda que de estñetica, sino de una visión de las cosas, de la historia tal vez, no se de qué más, pero obviamente vemos las cosas de manera muy distinta.
ResponderEliminarMe gusta sobre todas las cosas sentir la Belleza y tu lo has conseguido.....Gracias
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