viernes, febrero 27, 2009

De lo terrible lo bello... (continuación)

La carretera, geométricamente recta, línea más corta entre dos puntos, cruza el embalse trazando una leve curva sobre las aguas para retomar de nuevo el sentido original.

A la inmensa campa de Azálvaro la cruzan dos accidentes naturales: un río y una carretera. Tan naturales son el uno como la otra, el río porque son las aguas recogidas de la montaña, que vierten al valle desde siempre; la carretera, porque cruzar la campa aconsejó a abrir con los pies en su andar un sendero lineal, de collado a collado, que no entendió de zigzagueos que ni falta le hacían al sentido de la orientación, y la atravesó iniciando el camino desde El Espinar al norte, o al contrario si viaje se iniciaba en tierras abulenses. El río fue convertido en presa hace unos años, para dar de beber a una Ávila sedienta. Acabada la obra se llegó a la conclusión de que era mejor llevar el agua desde otras fuentes, y ha quedado el lago en el centro del territorio, para abrevar al ganado. Mucha obra fue esa para tan poco resultado, que las vacas bien podían seguir aliviando su sed en las márgenes del Voltoya, pero la política tiene esos comportamientos extraños que el Hombre del Prado prefiere no analizar. El sendero fabricado por los pies de los pastores mesteños detrás de sus ovejas se convirtió en ancho camino y finalmente se asfaltó pasando a ser la carretera de Madrid a Ávila. La carretera, geométricamente recta, línea más corta entre dos puntos, cruza el embalse trazando una leve curva sobre las aguas para retomar de nuevo el sentido original, curva que debe de estar justificada, porque si no su trazado no se entiende.

En mitad de la campa, más o menos donde las dos provincias trazan su linde, otra carretera corta a la primera en una perpendicular trazada por una geometría exacta, y por ambos lados sube a las dos sierras buscando los collados que se abren, por el este hacia Valladolid y por el oeste a las tierras de Cebreros, donde se cultiva una uva que resulta un buen vino, muy bueno, peleón, recio. Coronan las dos sierras, una a cada lado del valle, hileras de molinos de viento que buscan coger del aire la energía. Como aquellos que viera Don Quijote, hijos de la modernidad que los banqueros alemanos trajeron a España y viera Cervantes en su deambular. Esos asombraron al hidalgo castellano, hombre del ayer que los confundió con gigantes. Nadie hoy confundiría estos esbeltos que mueven sus alas en una danza sin fin y en su línea airosa trazan la frontera entre la tierra y el cielo.

Intentaron, los hacedores de paisajes, los dioses de la modernidad en cuyas manos está la nueva creación de la tierra, que esta carretera norte-sur se convirtiera en una autopista de peaje. La guerra fue larga y bronca y la perdieron: ganaron los buitres, las águilas, los milanos, el pasto, el curso del río y el vacío. Conviene, piensa quien escribe, preservar los vacíos, dejarlos como están, sin otro objetivo que dejarlos estar. Antes de esta aventura, se trató de parcelar las laderas de las sierras para ofrecer segundas viviendas a la gente de Madrid. Causó risa en los habitantes de la rodalía, que conocen bien el clima extremo, de fríos inmisericordes, aires despiadados y sol inclemente. ¿Quien querría tener aquí un chalecito de fin de semana, cuando todo lo que se puede ver desde la terraza del salón es una planicie de pasto quemado? Hoy un chalé en ruínas que era la oficina de ventas, un parque infantil del que resta el esqueleto de toboganes y ruedas oxidadas, y unos altos postes de los que cuelgan pendones hechos trizas que abanderan un sueño derruído, sin destino, es todo lo que queda de aquella idea mercántil. Azálvaro, en su estado más original, ha vencido a la modernidad, lo que la ha introducido de hoz y coz en ella, pues ganarse el respeto ante la destrucción y preservarse es justamente estar en eso.

El Hombre del Prado, que conoce todos estos avatares por su amigo Eduardo, el biólogo, y por recortes de prensa que ha buscado en internet, siente la satisfacción de estas derrotas del absurdo. Un paisaje es un estado de ánimo, todo lo es, o casi todo, y este de la campa al enfrentarse por razón de su presencia, absoluta presencia, omnipresencia se atreve a escribir, puede ofrecer a cualquier visitante que por ahí pasa la propia interiorización de su sosiego, del anhelo que desconoce, de la angustia que le lleva. Nadie es ajeno a ello, ningún viajero puede dejar de exclamar su sorpresa y hacer suya la extensión que se le ofrece. Aquello que Sartre venía a definir como "la permanencia oscura" se abre ante el hombre y apela a él, le llama, establece un diálogo que termina por ser un monólogo sentimental. ¡Dios, se dice el Hombre del Prado, de existir debería ser aquí, estarías aquí, en este inmenso vacío en que acaba la creación. Tu mejor y más bella obra sería este lugar que no es, esta vastedad que ni siquiera imaginaste! Aquella ideas ñoñas de que al acabar ese trabajo de siete días, Dios sonrió y su sonrisa iluminó un paraíso, pierden aquí cualquier sentido. Aqui no caben sonrisas de complacencia, si imaginar a un creador agotado, con el ceño fruncido, preguntándose que podía hacer en ese lugar desencajado de la belleza al uso.

Escribe Rilke en el incio de su Primera Elegía de Duino, unos versos que el hombre del Prado cree que vienen bien a este lpaisaje:

Pues, de lo terrible
lo bello no es más que ese grado
que aún soportamos. Y si lo admiramos
es porque en su calma desdeña destruirnos.


Tal vez convendría identificar los espacios vacíos hijos de la creación malograda, que se han abierto a lo largo de la historia de la humanidad, construir una geografía de la desolación en la que refugiarse, donde de un hombre, su sombra y pensamientos, fueran todo el contenido humano que fueran capaces de soportar. Eso piensa el Hombre del Prado cuando se adentra por la campa buscando el puentecillo que le ha de conducir al otro lado de la nada, de la que procede.

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