domingo, diciembre 30, 2007

Solus loqui o una encuentro inesperado.

Esto son vacaciones, se dice, aunque sabe, está convencido, de que es pereza. ¿Porqué no se sienta a escribir esta página? ¿Porque remolonea, se justifica diciéndose que tiene que hacer otras cosas? ¿Que cosas? Tiene en el taller iniciadas una serie de piezas de madera que pretende colocar en el jardín; tiene que afilar la cadena de la moto sierra; tiene que caminar un poco más cada día porque el nivel de azúcar, pese a la insulina, no acaba de bajar; tiene que leer, terminar la lectura anotada de las Tusculanas, anotada porque de ella saca el meollo para su libro, para las justificaciones de Ático frente a la enfermedad. ¿Y todo eso que es? ¿Lo hace todo? ¿Ordena su vida de acuerdo a una regla? No lo hace. Cuando habla de pereza se refiere a la falta de regla. Eso no es cierto. La falta de regla es falta de regla como la falta de moderación es falta de moderación. Las cosas son lo que son y tienen su nombre. Va a resultar que usas el lenguaje como una máscara. Ah, caramba; no es pereza aunque así la sientes. Es una vaga sensación de haber perdido el impulso. ¿?De que impulso está hablando? ¿Cuando ha tenido impulso? NO tergiverses, hablo del lenguaje que usas. Y si quieres que pensemos en el impulso, podemos hacerlo; primero orden: debes tener claro a que vas a dedicar el tiempo; después impulso: hay que ponerse en marcha; después acción: las cosas que hay que hacer, hay que hacerlas. Pero la pereza es esta pérdida de tiempo tan agradable que hace que me siento con Cicerón en las rodillas, y me quede mirando las copas de los árboles. O las horas que se me van leyendo a los espíritus de la modernidad a través del ordenador. Es pereza. Es pereza? Es, tú crees que es pereza porque sientes que esa palabra enmascara algo agradable y sugerente. Es falta de rumbo. ¿Donde vas? ¿Hacia donde vas realmente? ¿Querrás decir donde voy? Claro, quiero decir donde vas o donde voy. Tú y yo somos tú y yo aunque tengamos en común ... ¿que tenemos en común?

Es un momento de vacilación, como cuando uno siente que el tiempo se puede romper para empezar otra cosa a ser, que hasta entonces no estaba presente o no era. Suena el timbre de la puerta y viene una visita inesperada y el timbre señala el fin de un tiempo y el principio de otro. Si la visita es no es inesperada el tiempo de esa visita ha empezado antes, hay tiempos que son eternos en su espera. Pero quiere volver a la vacilación y tomar con las manos, las manos de la cabeza, las manos del pensamiento, las cosas en su realidad. Son las cosas que le han llevado a estar nueve días sin escribir (al fin tiene una razón para ello) y que no eran otras que una sola, el mínimo descubrimiento de haberse encontrado paseando por el bosque, una mañana de niebla. Hasta ese momento, esto es innegable, se conocía y habían convivido en aparente armonía, disensión también: a veces incluso dolorosa. Supone que uno está acostumbrado a hablar consigo mismo, pensar acerca de sí, buscarse. Se diría que se trata de la conciencia, y acepta que ello le provoca desazón, desde siempre: se refiere a denominar a la conciencia como se denomina a la mano, por el sustantivo del miembro. Pero la mano es menos importante, menos diferente, que la conciencia. Las conciencias de cada uno deberían ser, de alguna manera denominadas por el nombre de su propietario, o ¿debería escribirse usuario?

Se está haciendo un lio, cosa que es ciertamente lo que pretende. Sabe que este es un tema difícil y abrupto y que no es cuestión de conocer explicaciones diversas, cientos o miles, para tener una idea clara y escueta, de sencilla comprensión, acerca de lo que ocurre ahí dentro -y hay que estar atento a este "ahí dentro- en ese misterioso proceso por el cual un pensamiento propio se vuelve contra los actos de uno mismo. ¿Está bien explicado? ¿Sería así como funciona la conciencia? Está claro que cuando no se vuelve contra los actos de Uno -escribir Uno en mayúsculos establece una diferencia con los otros unos que puedan pulular- entonces la conciencia no aparece o todo lo más palmea la espalda: el reconocimiento y halago es menos percibido que el reproche, porque se cree justificado. Solamente la injusticia, o su apariencia, nos desazona.

Pero, demos un paso más: fue en el bosque. Dicen que el alma no puede verse a sí misma, que ese proceso de llegar a conocerse a uno mismo no es sino conocerse en el alma, que es el único territorio que debe ser explorado para el conocimiento. Y esto es, afortunadamente, imposible. No puede el alma mirarse a sí misma y describirse: aspecto gaseoso, color sonrosado con tonos amarillentos... Puede describirse en la ira o en el regocijo, saber de que va pero no puede mirarse desde fuera a su dentro y verse para entablar con ella una diálogo. Y además, y esto es importante, es que tampoco hay garantía alguna de que se trate del alma o de la conciencia de la que se ha hablado antes; puede tratarse simplemente del acto reflejo de andar divagando por ahí, entreteniéndose tejiendo pensamientos con palabras o frases con pensamientos. Es ocasional, pero sucede, que uno anda pensando y termina hablando o pensando en sí mismo, y de ahí a consigo mismo: soliloquio. Viene el latón soliloquium o solus loqui que es igual a hablar solo. ¿Hablar para sí acerca de sí? ¿Hablar sólo? ¿Hablar consigo mismo? Podría tratarse de un monólogo, que estamos hablando de hablar, pero el hecho es que en el bosque iba hablando consigo mismo, que es como se viene a decir este hecho del soliloquio, y entonces se vio.

Hay que ser justo para no dar a esto aires de enajenación; o lo que sería peor, de la más común de las esquizofrenias: la que hace que todo el mundo piense que tiene un enemigo dentro -"quisiera arrancar del pecho pedazos del corazón"-, hay que tratar de describir el fenómeno en su normalidad sobre la que no caben adjetivos: caminaba por el bosque con Goyerri hablando consigo mismo, a veces en media voz, a veces en pensamiento, a veces mascullando, y repentinamente se vió. Conviene sin embargo escribir con propiedad y descomponer "consigo mismo" que es con quien hablaba cuando lo llevaba dentro a "con Sigo Mismo" que es el que apareció caminando delante de él, con un aspecto vagamente familiar, -algo más alto parecía- pero una corporeidad que le resultaba entrañable y suya. Sigo Mismo estaba ahí, delante, hablando con él, estableciendo con toda claridad las distancias entre uno y otro, y lo que es más, tomando una agresiva modulación, actitud, que le convertía ipso facto en un ser irritante y por supuesto irritado. Si era su alma parecía su contraria; si su conciencia, debía estar muy cabreada. Había algo de reprochable en aquel caminar por delante del Hombre del Prado, aquel, su Sigo Mismo que era evidentemente su él. Puede parecer complicado pero no lo era en la medida en que no tuvo que reconocerle, no se trataba de decir "se parece" o "tal vez sea.,.." sino que se supo allí, donde estaba y el otro, aquel con el que venía hundido en soliloquio estaba delante y, esto es lo sorprendente, siendo él mismo, siendo su cosa interior, no tenía sentimiento de ella ni vivía en ella sino que desgajada, era otra cosa y se le enfrentaba.

NI es pereza, ni exceso de tareas, sino falta de orden, de método y lo que es peor -hay que reconocer que cuando dijo lo siguiente el Hombre del Prado se sintió francamente molesto- es, simplemente que no tienes nada que escribir ni nada que esculpir en madera. Eres, siempre lo has sabido, un inútil al que le gustaría una pizca de fama y un poco de gloria. Dime la verdad -hay que observar que no dijo dite, sino dime- ¿no te habrás escondido aquí cansado de ti mismo?

sábado, diciembre 22, 2007

Una mirada a la agenda por Navidad.

Arrecia la Navidad, aunque en realidad hubiera querido decir que arreciaba el mal tiempo; no es cierto tampoco, que la temperatura ha subido aunque el sol se esconda y la poca nieve se deshace entre manchas de agua sucia. Asoma una hierba rala y una tierra como esponja, preñada de aguas y humedad, dura por el hielo. Hay que podar, es tiempo aunque por delante otro tanto de él: los frutales esperan un corte en copa, que dicen los libros escritos por expertos; la gente de aquí, que sabe de poda, no dice "copa" sino que saca tres dedo de la mano hacia arriba, separados, pulgar, índice y corazón, y dice señalándolos, que hay que dejar tres ramas principales y quitar lo que sobre.

El Hombre del Prado ha estado limpiando la agenda del teléfono móvil, que otra no tiene. Esta vez, junto al fuego, después de comer, ha decidido, borrar aquellos nombres que ya no son, escrito claramente, que ya no son o están, presentes en su vida. Le asombra ver la cantidad de identidades que se es desvanecen con el acto tan simple de "eliminar-aceptar" porque simplemente ya no representan nada. Conservar las agendas, cosa que hace años decidió no hacer y acabó con ellas en la basura, no es sino conservar raicillas secas que anclan en un pasado que perdió vida, frutalidad, capacidad de renovarse con savia en llamadas. Hay en la lista nombres que cuesta identificar y otros de los que se sabe que se han ido para siempre, no porque hayan muerto, ¡diosnoloquiera! sino que se han desvanecido en las necesidades perdidas. Trata de reconocerlos al leer sus nombres y se encuentra con vagas sombras: este se estaba haciendo una casa, este otro cambiaba de trabajo, esta iba a viajar a otro lugar y otro ni siquiera tiene presencia, era, como se dice ahora, un simple contacto; y aún así trata de ver sus caras y recuerda gestos desvaídos, seguridades orgullosas, vanidades del presente.

Una agenda es la sombra del triunfo y él, rememorando a Parménides, diría que cada uno de ellos no es sino que "la sombra de un sueño" y en ese acabaron disolviendo una esencia que no era la propia de ellos sino la de su imagen ante el Hombre del Prado que fué, que ya no es, que ya no les necesita. Media vida, o más, se pierde en las agendas que año tras año se cierran y despueblan. Se dice: "vamos a suponer que descuelgo un teléfono y llamo a cualquiera de estas identidades para encontrar a otro presente, una realidad distinta y lo que tal vez sea más certero, un olvido que mida el valor del encuentro pasado. No es bueno retornar al pasado con la acción, sí con el pensamiento si a esa nostalgia se le encuentra agrado, pero no con la acción: ¿cómo volver a ella años después, o a él, para decirles, ¿me recuerdas? Yo nunca te he olvidado?"

Si uno es listo, se dice, si trata de llegar a la serenidad, abandonará de buen grado todo lo que fué en el pasado superfluo, pasión de un día, ocupación de un tiempo; pero entonces llegará al presente desprovisto, vacío, con un equipaje somero que será de él mismo cuatro cosas que le alimentan cuando anochece o cuando pasea con Goyerri y pensando en el perrillo piensa en todos los que fueron y amó, y al fin se han ido porque se ha ido uno de ellos. Una mañana, en el aeropuerto de Barajas, posado en una cinta que le llevaba d una terminal a otra, alcanzó a adelantar a una muchacha hermosa, no una belleza de cine, sino una muchacha natural y lozana y volvió la cabeza para verla, subyugado por tanta luz que ella portaba. La chica se detuvo de repente, soltó el equipaje que llevaba en la mano y sacó del bolsillo un móvil; la cinta se le llevó a él dejándola atrás, parada en su presente. Pensó entonces en la imagen, en la metáfora de la muerte, pero guardada por tiempo en la memkoria, la ve ahora como imagen de la vida, cuando uno se aleja incapaz de parar a la cinta que le transporta y ella atiende a una voz que llega desde su realidad, desde su tiempo. Piensa que un día, por Navidad también, se encontrará con un listín de identidades mínimo, apenas ocho o diez personas en su agenda, que llaman tan poco, que tan poco le necesitan, y comprenderá que está por llegar el desencuentro, el olvido, la muerte.

No puede creer que hayan personas que en esto de envejecer, que es cosa que se inicia tan pronto aunque se ignore, no reparen en esa pérdida de sintonía con la vida de los demás. Su cinta transportadora no le permite, por vanidad o abuso de una vanagloria pasada, aceptar que muchas de las pérdidas de los otros, que es en suma el Otro que le ha animado en la vida, las sombras de los sueños que acarició, acaben encerradas, inservibles, en un listín de un móvil, revisable por Navidad. Algo habría que hacer, piensa, pero ¿qué? Y ¿no es tarde? Y más todavía, ¿hubiera valido la pena?

No se entristece, ¿cómo puede la realidad entristecer? Mirando atento en el río, oscuro, de nuevo la oscuridad de la tarde anochecida le envuelve, trata de ver el movimiento de Goyerri, le llama, se preocupa de él, podría resbalar, caer a la corriente de agua que ahora es torrencial y una cierta angustia le invade. Ante sus ojos solo la oscuridad, algunas siluetas de maleza y unos brillos que provienen del agua que salta por las rocas. Comprende que que debe ocuparse de los pocos que quedan en su agenda, la de la vida, que no le vale anotarla en un móvil. Se acongoja y llama en alta voz, primero por su nombre, luego por apelativos cariñosos, incluso suelta algún exabrupto, y nada. Sigue la oscuridad cerrada. Un leve roce en la pierna, mientras llama, le hace bajar la cabeza y ahí está el perrillo, pegado a él, obediente a su llamada. Comprende que no todos, todos los otros que son uno mismo, están dispuestos a irse sin sonido alguno.

Bien, se dice: llega la Navidad. Felicidades, donde quiera que estéis. Sed felices..

miércoles, diciembre 19, 2007

El camino del bosque en la oscuridad

No es todavía la nieve, pero avisa. Una capa ligera, de pocos centímetros, cayó ayer por la noche en el prado y en el pueblo y dejó un manto blanco, extenso e intocado. En su falta de marcas sobre la superficie, suavemente ondulada sobre el terreno, se adivina una quietud visual a la que acabarán rompiendo pisadas de gentes y animales, bloques de nieve desgajadas de las ramas de los árboles, grietas de la humedad que abren extrañas cavernas, recovecos por donde mana un agua cristalina y se adivinan profundidades oscuras. Es ciertamente una quietud visual y en apariencia silenciosa, aunque suenen los vientos de una borrasca que sin acabar de romper con tumulto, permanece en lo alto, vigilante.

Esta nieve es gozosa y aunque llegue en un día gris parece anunciar una transformación del lugar en la esperada bienaventuranza del año: ¡ha nevado" es la voz que despierta a los demás y a través de los cristales, entelados, se percibe una extensión de blanca pradera por la que correrían las figuras de la pintura flamenca, se adivinarían tras los setos los cursos del agua helada y aparecerían por una esquina del paisaje los patinadores cruzándose por el que lleva una carga de leña o un saco de pan, yendo o viniendo del pueblo en que humean chimeneas. Todo como en una felicitación navideña, el "¡ha nevado!" llega siempre en tono de sorpresa.

Suena el teléfono, "¿ha nevado?" y "claro que si, está muy bonito". Oye la voz de Ana en la planta baja y aspira el olor de las tostadas. Ese es el punto de síntesis en que se resume la primera nevada del invierno: todo es bonito y poco importa que las horas vengan a romper esta quietud con sus roturas.

Al anochecer, que es ahora muy temprano, el Hombre del Prado y Goyerri salen a caminar su paseo vespertino y se empeña el perrillo en ir al pueblo por la carretera y volver por el camino del bosque, que entre árboles, paralelo a la nacional, deja a un lado colegio, piscinas, pista de tenis, y se adentra en un espacio boscoso, que se inicia con una tramo plano, desciende después de manera sostenida y acaba subiendo hasta el nivel del prado de manera abrupta en una pendiente que requiere esfuerzo y prudencia. En este final ya se incorporan al camino algunos chalés, detrás de la primera línea de árboles.

Caminan los dos entre las sombras: el Hombre del Prado siente respeto por la noche oscura del bosque y no se siente tranquilo caminando por él; aprensión tal vez, miedo probablemente. Un miedo sin sentido diría de buenas a primeras, aunque cabe reconocer que no hay miedo que no tenga sentido cuando afecta al recelo, a la entraña que se revuelve, al apercibimiento deo oído que trata de adivinar, entre tantos ruídos y más rumores, aquellos que pudiera ser hijos de la amenaza. Quedan atrás las luces últimas de los faroles que iluminan la calle de las escuelas y ahora la nieve es una luminiscencia que se extiende hacia delante y sobre la que en la pendiente lejana, parecen recortarse las ramas de los árboles que hunden sus raíces más abajo. El Hombre del Prado, manos en los bolsillos de la zamarra, calado el sombrero hasta las cejas, escucha atento el sonido breve y ligero del caminar de Goyerri, veloz en su paso corto, movidas sus patitas con ligereza y prontitud de tal manera que oye "chichicchichic" en una serie de cuatro sonidos que son una serie completa del pasear del animal. Cuando deja de oírlo se detiene el Hombre y se vuelve tratando de ver en las sombras, que no es cerrada oscuridad, la breve silueta del amigo, a ras de suelo, buscando en la dirección del sonido, tratando de adivinar sobre la claridad de la nieve el lugar en que aquel se ha detenido. En un momento alcanza a ver una sombra, apenas una sombre diferente, que parece moverse rastreando, acercándose, y entonces sabe que no se han perdido. En una distancia más corta puede ver que en la parte frontal de la sombra entrevista, hay como una mancha de blancura, un reflejo más claro, y sabe que son los pelos del flequillo y de las barbas del animal, yendo por delante.

Tiene el bosque en esta oscuridad el sonido poderoso de lo absoluto: solamente es sonido, ya que ni siquiera es imagen definida. No son ruidos, rupturas sonoras del silencio, aislados, reconocibles, uno tras otro separados, identificables o no pero con la propia identidad del aislamiento. Se trata de una banda sonora, una orquestación, como si se tratara de una sinfonía en la que descubre el Hombre del Prado un orden armónico que parece que va a repetirse formando una cadena de series audibles saliendo del caos, lo que no es así porque siempre cuando debiera volver aquel que inicia la cadencia, el atisbo de ritmo, deja un vacío, se ausenta, y parece iniciarse otra cosa. Como el sonido del mar, el del bosque no es nunca el mismo si bien se asemeja a su mismo, es su propio sonido. Piensa que esa es la manera de sonar de la humanidad, libre en la oscuridad, protejida del miedo por el ruido de ruidos que la envuelve.

Subiendo la rampa abrupta que ya conduce al prado, las botas parecen no sujetarse en el camino, resbalan, se desliza la suela y hay que afirmarla con cuidado en un camino de tierra y piedras que no se ven, con una capa de nieve que cruje tenuemente al posar el peso del caminante en ella: hay hielo; ha llegado el frío de la noche y ya es casi todo oscuridad cerrada aunque en el fondo del camino, donde la mancha blanca solamente reconocible por imaginarla, una luz clamorosa, un farol simplemente, pero de que potencia, que faro enorme para el navegante, lanza su luz salvadora entre la niebla que empieza a caer y avisa del arribo a lugar conocido. Chasquea bajo los pies alguna rama, cruje la nieve, empieza a lloviznar ysigue el chichicchichic de Goyerri los pasos del hombre; el viento arrecia llegando ahora desde el sur, saltando por encima de Cabeza Líjar y trae polvo de nieve que roba de los árboles, de las rocas, de la ondulación del terreno sobre el que se ha posado toda esta nieve que en la noche disimula su esencia en resplandor. Las gotas de la lluvia, como agujas que, inofensivas, solo pretenden mostrarse para ser reconocidas, leves pinchazos en la piel, le hacen acelerar el paso y en un momento ha vencido al repecho y jadeando se da cuenta de que la última parte del camino la ha hecho deprisa, casi a la carrera, empujado por la oscuridad.

Alcanzado el prado la nieve en el asfalto muestra las rodadas de un coche, que perdida la dirección en la curva, ha resbalado hacia atrás girando sobre si mismo y allí ha quedado en montones, arrebuñada, sucia por el arrastrar del fango sucio que arrastra el asfalto, el polvo de los días secos, dispersándola en un dibujo de torbellino. El Hombre del Prado se vuelve y mira el agujero en que se ha convertido el camino por el que venía en esta noche sin luna: una profunda boca negra, un abismo amenazador, un lugar sin destino, se dice, es el lugar por el que ha llegado hace un momento desde el pueblo. ¡Ah!, cuan satisfecho está por este atrevimiento; por vez primera, a su edad ya madura, ha caminado en noche cerrada por una selva oscura y ha vencido a los miedos, que son propios de cada uno,. a los habitantes de las tenebrosas espesuras, claro está que ha contado con la compañía y protección de Goyerri, que ligero, sin ninguna evidencia de intranquilidad marca su paso breve: "chichicchichic" llevando orgullosos su hociquieto de pelos blancos por delante.

lunes, diciembre 17, 2007

Sobre las Disputaciones Tusculanas y otros muchos embrollos.

Escribe Cicerón en "Disputaciones Tusculanas" sobre el efecto que produce la filosofía:

... en realidad éste es el efecto que produce la filosofía: cura las almas, libera los deseos, disipa los temores. Pero esta fuerza suya no ejerce el mismo poder sobre todos. Su eficacia es grande cuando se encuentra con una naturaleza idónea. No es sólo la fortuna la que ayuda a los fuertes, como se dice en el antiguo proverbio, sino mucho más aún la razón que mediante determinados preceptos refuerza, por así decir, la eficacia de la fortaleza.


No puede negar que siente por el Arpinate, -porque había nacido en Arpino, en el Lacio, cerca de Roma- una especial sintonía humana, una relación de tú a tú que le hace sentir vivo al escritor, vivo y cercano. Le sucede algo similar con Sócrates cuando lee su Apología o cuando se sumerge en la lectura apasionada y apasionante de la Crónica de la Conquista de la Nueva España de Díaz del Castillo, o cuando sigue a Jenofonte en su recorrido del Anábasis o en sus obras menores, de las que el primer párrafo del Agesilao le sigue maravillando, como si se tratar de un fulgor en la oscuridad:

Se que no es fácil escribir el elogio que merece la virtud y fama de Agesilao, pero sin embargo se ha de intentar, pues no estaría bien que por ser un varón cabal no tuviera, al menos, la suerte de conseguir elogios mucho más modestos.


Hay en Cicerón y en su obra de divulgación filosófica, un pulso humano del hombre antes que del filósofo. Como el Hombre del Prado no es un erudito, antes bien es un aficionado aspirante a una erudición que por amplia y profunda se le escapa, debe atenerse a los fulgores instantáneos, entendiendo por fulgor además de lo que este representa desde el punto de vista de la percepción (resplandor intenso), lo que viene a decir Levinas en el Prefacio de El Tiempo y el Otro: "la verdad a medias del instante". Pues bien, intuye el Hombre del Prado, ahí está un Cicerón propio, de transcripción personal, como si él hubiera estado en esos cinco días en la villa de Túsculo, y allí, como oyente humilde, hubiera sentido al tiempo como límite del hecho que estaba sucediendo. Bien podría ser él el interlocutor que no tiene nombre y que es llevado de un lado a otro por el orador reconvertido en político y después, finalmente, en filósofo, o lo que le parece mejor aún, en un hombre que viendo el fulgor de la filosofía la intuye y trata de ofrecerla a los demás. ¿No es eso un magisterio?

Lee y relee las Disputaciones Tusculanas, porque en el libro se encuentra a gusto; no pasa eso con todos los libros, antes bien, cree que sucede con pocos. Tampoco pretende llegar a ninguna formulación que le permita decir, "yo sé con exactitud lo que decía", sino que como oyente asiste a lo que le parece ser una síntesis de lo que el Arpinate cree saber, cree discurrir, cree entresacar de cuanto ha leído y oído, y sobre todo, cree poder rebatir, con la razón que basa en su oficio de orador, tantas y tantas sentencias que por cortas son insuficientes y por dogmáticas insatisfactorias. Marco Tulio, en Túsculo, después de la pérdida de su hija Tulia, -irreparable, sentimiento terrible, vacío poderoso, inhumana soledad- escribe como iberación del dolor -refutando al epoicureismo de su ínitmo amigo Ático-y escribe sobre la filosofía porque ha llegado, tal vez, a su vocación tardía, que es explicar sobre el alma, sobre el dolor, sobre la virtud, sobre los dioses, sobre la poesía, lo que ha, bien o mal entendido, sacado de Platón, de Aristóles y de todos los que fueron componiendo o recomponiendo el espíritu de la Academia. He ahí a un hombre dolorido que trata de esconder su dolor en el conocimiento. La palabra "razón" que se encuentra en el párrafo inicial de este post es pista, -seguramente mal entendida, que el Hombre del Prado lee mal latín y nada griego, así que lee traducciones- de un anhelo de razonar sobre lo ya razonado para encontrar un espacio de eternidad más allá de las palabras, un espacio de libertad en el lugar lejano del universo donde, por razón de su escaso peso, van a morar las almas cuando se reconocen con el eter que les es morada natural y allí siguen eternas pudiendo contemplar la verdad, que no sabemos cual es: ni él lo sabe.

Una pregunta que hace Levinas en el mismo prólogo que se ha mencionado antes, le hace ligar lo imposible. Es natural que, sacando la cosa de contexto pueda parecer que todo encaja, pero esa es libertad de aquel que piensa por distraerse o por ocupar su tiempo y por realizar su proyecto. Pregunta, o se pregunta, Levinas, si "¿Es el tiempo la limitación propia del ser finito o la relación del ser finito con Dios?" Tienen para el Hombre del Prado las palabras el sortilegio de despertar en él algo más intenso que la curiosidad: se trata del anhelo de descifrar el jeroglífico que las palabras, al ser enunciadas una a una, van dibujando en el espacio imaginario del pensamiento. No sabe contestar, y a fuer de tener fe en la no existencia de un ser creador, nada le resulta seguro, desde que ha descubierto que todo asentamiento en principios, teológicos o racionales, es cuestión de fe y por mucho que le pese no hay otra palabra que pueda proporcionarle una salida al embrollo. Todo cuanto se ha imaginando es, o existe: Dios o el Alma. No hay refutación posible por la razón, salvo asumir que creer en la razón de la ciencia es una cuestión de fe, lo que deja al científico que así piensa en posición delicada.

Leyendo las Disputaciones Tusculanas, pues cabe volver una vez más a Cicerón, se piensa que este hombre, de no haber vuelto a la política -un vicio contra el que no tenía a mano virtud alguna- hubiera quedado recluído en sus fincas, ligado a su amistad con Ático y hubiera seguido escribiendo impelido por la fiebre de la ausencia de la hija, de la soledad de sí mismo. Yendo en la finca, en la que pensó erigir un altar a la memoria de su Tulia, de una Academia a otra, de la grande a la pequeña, en las que guardaba su biblioteca, nunca sufieciente y en las que había acumulado obras de arte - los Hermes y el brocal de pozo que en su correspondnencia reclama a su amigo Ático para embellecer esos lugares- hubiera seguido leyendo a Platón, objeto de su admiración del que dice en un momento que si no aportara pruebas sobre la existencia del alma y la afirmara simplemente, igual le creería; a Aristóles, y a una lista de menores muy mayores. Hubiera envejecido leyendo a Ennio y a Lucilio, hubiera radicalizado, probablemente, su afiliación estoica y su inquina epicúrea, y hubiera muerto de vejez; siguendo el camino enciclopédico que al hombre del Prado le parece que se inicia en las Disputaciones. ¿Quien sabe si no hubiera vuelto a escribir todo, de nuevo?

El Hombre del Prado, en unviaje por Italia, llegó a Arpino y a Túsculo en busca del aire esencial de su amigo Marco Tulio. Y a decir verdad, lo encontró.

lunes, diciembre 10, 2007

El Post Mongol II: la boda

Conviene no olvidar que el viaje tiene un eje central: la boda de Laura. David estaba invitado como testigo, a la boda de una vieja amiga. Tan vieja que se conocieron hace unos 19 años, en el instituto; entonces se gustaron: cosas de quince añeros. Iban a casa de él después de clase ý al irse, Ana y el Hombre del Prado les veían desde un ventanal caminando entre jardines cogidos de las manos. Parecían dos pardillos, recuerda Ana; debían parecerlo. Ella era una chica modosa, educada, dulce; David un chico tímido, parecía. Los que son mayores, es decir, los padres, agradecen que los chicos sean o parezcan justamente eso, porque les tranquiliza. Durante los años David y Laura han sido amigos, con una amistad fiel y entrañable. han sido el uno para el otro parte del decorado vital que la vida va levantando en torno a las figuras protagonistas.
Escaleras arriba, escaleras abajo, la prueba del chaqué resulta jocosa. Anochece en el prado, arden leños en la chimenea y sobre la cama del cuarto de invitados, se despliega vanidoso un chaqué, un chaleco gris, una camisa blanca y un rebullo de ropa sacado de la bolsa, la ropa arrugada que David suele llevar siempre, desde que era niño, chico, adolescente. Si, le dice el Hombre del Prado, tengo maquinilla para dejarte la barba de dos días; si, tengo maquinilla para afeitarte la parte de abajo del mentón; no, no tengo una camisa blanca, ¿o sí? Ana, ¿tengo una camisa blanca? No tengo camisa blanca, lo siento. Si tengo zapatos, si calzas el 41 tengo los del smoking que no llevo hace años (más de 20); pero tengo una camisa beige muy clarita. escaleras arriba y escaleras abajo parece que la vida se ha convertido en una zarabanda de búsquedas. Pero, ¿de donde has sacado esa camisa? Es de alquiler, contesta David, que no tiene ninguna camisa, que hace años que no lleva camisa, que solo se ha puesto corbata una vez en su vida, tal y como recuerda, en su primera comunión. La camisa blanca que David ha traído con él es enorme, casi con vocación de roquete. Cuando se lleva chaqué no se puede llevar camisa beige, sentencia David. El Hombre del Prado se ofrece a ir al día siguiente a Segovia antes de las 10 am y tratar de encontrar una camisa blanca del 41, también el 41. ¿Y gemelos? ¿Tienes gemelos? Le da a escoger. El Hombre del Prado se enfrenta a su viejo vestuario de ejecutivo de agencia de publicidad que está arrumbado en un armario hace ya algunos años. Se ha producido, piensa, una evolución darwiniana en su exterior y hace algunos años que no viste prendas que no sean cómodas: camisetas, jerseys, vaqueros, pantalones de lona, bufandas... Así pues ha acabado encontrándose con su hijo en el vestir. Por algo se empieza, piensa.
La camisa beige se acepta como propuesta racional; los zapatos del smoking con entusiasmo: tienen cinco o seis puestas, como mucho, dice Ana. Los gemelos lucen en oro blanco y dorado, breves, mínimos y despiertan un suspiro de satisfacción. El Hombre del Prado tiene que hacer el nudo de la corbata tratando de hacer los movimientos a la inversa, porque nunca ha hecho el nudo a nadie que no sea a él mismo y Ana da unas puntadas al chaleco gris para ajustarle el talle. La prueba es un éxito, la mutación completa. El chico de Mongolia se ha convertido en un maniquí de escaparate de El Corte Inglés, pero se gusta. Es lo que tiene la vanidad, que salta donde menos se espera. Por la mañana, antes de que coja el coche y se vaya a la boda, se hacen una foto los dos. Este momento no se repetirá y piensa este que escribe que ningún momento se repite, ninguno, que aunque parezcan el mismo, todos los momentos del tiempo son otro momento. Pero este especialmente, se dice, y se da cuenta de que lo que lo hace especial es la insospechada aventura que ha provocado Laura, amiga de tantos años, al invitar a David y obligarle a ponerse un chaqué para su boda.

Alvin Tofler escribió algo así como "el analfabetismo del futuro no será cosa de saber leer escribir, sino de saber aprender y desaprender y volver a aprender". Piensa el Hombre del Prado en todo lo que ha visto y trata de saber que es lo que ha aprendido. No lo sabe. Tal vez el analfabeto del futuro es el que cree que sabe todo, sin saber que es todo. Tal vez todo lo que sepa sea inútil; con seguridad todo lo que sabe es inútil y ha dedicado más de sesenta años de su vida a leer cuantas cosas inútiles le han salido al paso, tratando de aprehender una palabra que lo englobara todo. No existe: el protagonista de un cuento de Camus muere de inanición en la oscuridad de un altillo y escribe una sola palabra que es indescifrable porque pueden ser dos: solitaire; solidaire. Una certeza tiene, mientras ve que el muchacho se contonea con su chaqué ante el espejo: no querría volver a vivir otra vida, ni esta siquiera que ya ha vivido, sino otra cualquiera. Con una basta aunque no sobra. Si alguien le preguntara en ese momento, ¿que quieres ser cuando seas mayor? contestaría sin dudarlo: nada. Le basta con observar el coche que se aleja en dirección a la boda y recordar las palabras que en la secuencia final de Ocho y Medio, le dirige Guido-Mastroiani-Fellini a su mujer Luisa: "la vida es una fiesta, Luisa, vivámosla juntos" Y cogidos de la mano entran en la enorme rueda que baila en un páramo vestido por un decorado que no es sino una estructura esqueleto del universo en que se mueve todo. Por suerte, se dice, queda la risa, esta enloquecida forma de expresar una felicidad sin ton ni son. En el fondo lo único que tiene sentido, hoy, esta tarde, piensa, es ayudar a mi hijo a ponerse un chaqué alquilado.
Por la tarde lee junto a la chimenea el Diario de Bitácora, así lo llama David, que le ha dejado por si quiere hojearlo. Aquello que ha explicado viendo las fotografías está allí, transcrito cada noche. Allí esta la enloquecida galopada de Uri ayudando a un muchacho a recoger su ganado. El chico en la bicicleta de Uri, este en el caballo del chico. Cuando volvió a la tienda estaba agotado y exultante de alegría. Son los momentos.

Allí está la subida agotadora a un templo en medio de la nada para encontrarse con toda una familia de acomodada posición, que viajan de picnic en furgoneta. Comparten comida, bebida y risas. Vestían, escribe David, camisetas de marca y tenían cámara de vídeo. Iban todos en una furgoneta, eran los ricos.
Allí está la vieja encargada del hotel que se entiende con sus huéspedes con una vieja libreta que traduce del mongol al inglés. La mujer, con una rapidez fulgurante hija de la práctica, busca las palabras según la traducción pasando velozmente, casi a ciegas, las páginas, y señala con efectividad una palabra en inglés y forma con ellas frases completas que son inteligibles. Permanece allí, ella y su futuro, con su libro de texto como prueba de que quien no se comunica es porque no quiere.
Allí está la muchacha con síndrome de Down, que se escondía tras unas rocas, cerca del campamento, y que cuando David se acercaba unos pasos ella se retiraba exactamente los mismos, hasta que con dulzura y paciencia el chico consiguió acercarse a ella. Le ofreció unas galletas y la muchacha las tomó, se dejó hacer una fotografía y al cabo marchó corriendo, con las galletas guardados en los bolsillos de su chandal de deporte.

Allí está el taxi con el que llegaron a un pueblo marcha atrás, porque ya no entraba ninguna marcha tras atravesar kilómetros de pedregal. Allí están los templos vaciados de contenido por las autoridades comunistas, ahora de nuevo abiertos, con imágenes que remedan las que fueron, sin el antiguo esplendor, pero siempre más espléndidos y vivos que el régimen que creyó haberlos destruido. Allí están las cabalgados por los bosques de abetos. Los rebaños de yaks.


Cuando al día siguiente hablan de las impresiones de la lectura después de David expusiera los pormenores de la boda de Laura, El Hombre del Prado le entrega el Diario de Bitácora y le dice que le ha gustado mucho. Es cierto, a sí ha sido. Vuelven a hablar de las fotos y coinciden que las miradas de los niños son entrañables. Tiene una pregunta que hacerle a su hijo: ¿Qué crees que veían ellos cuando os miraban así? Lo intenta el muchacho, pero no sabe bien que cosa responder.



De vuelta al aeropuerto hablan un rato sentados en el coche. Hablan de ellos, del futuro. Hablan del amor y del dolor. El Hombre del Prado hace una propuesta a su hijo y este ríe y promete estudiarla. Se funden en un abrazo. La puerta de la T4 está abierta al futuro, que es el momento inmediatamente siguiente a este. Mientras pone en marcha el coche y empieza a darle vueltas a estos dos posts, decidido a escribirlos, sabiendo que no son sino la narración de un viaje de inicio a algún lugar de la vida, imagina los ojos expectantes de un niño mongol clavados en el futuro, a través del espectador y recuerda lo que le propuso a David unos minutos antes. "El año próximo, cuando prepares otro viaje, ¿me llevarás contigo? "


Post Mongol: La boda

viernes, diciembre 07, 2007

El Post Mongol

El muchacho que llega al aeropuerto de Barajas un mediodía de viernes, mochila al hombro, vaqueros y camiseta, una chaqueta de abrigo que parece muy ligera, vestido de grises, delgado (siempre ha estado muy delgado), una bolsa de ropa de vestir de color blanco en la que se lee "chaqué" y un portátil enfundado en la mano que le queda libre, es el mismo que saluda al universo desde lo alto de la duna más elevada del mundo, en el desierto de Gobi. Esa silueta apenas vislumbrable en la inmensidad de un paisaje de cielo y arena saluda a nadie, que es el universo entero, y al universo entero que es a él mismo, pletórico de orgullo por haber llegado al punto en que todo y nada se confunden. He ahí, se dice el hombre del Prado, mientras escribe, como la inmensidad queda reducida a un punto en el horizonte. Miller escribió o dijo algo así como "que en el iris de los ojos de los hombres se pueden ver todas las maravillas que han visto" y esa podría ser una certeza de uso privado que ha de quedar en la vida del protagonista, como un hito hecho de recuerdos de lo que un día fue verdad.

Ese hombre que saluda desde la duna en el Gobi y que llega a Barajas y recorre la sala de la T4 para fundirse en un abrazo con el hombre del Prado, es su hijo. Un abrazo en un año es poca cosa, se dice este último, pero no sería, seguramente tan entrañable y vibrante si se repitiera día tras día. Las ausencias están hechas para los reencuentros y las vidas que divergen y se proyectan en aquellas, extraen de ellas momentos hechos de memoria. Las vidas divergen cuando se establecen en la independencia y la libertad. "No nos vemos todo lo que quisiéramos" se dice el Hombre del Prado cuando pasea por el bosque con Goyerri o cuando charla con Ana después del desayuno. Los dos saben que es cierto, nadie se ve todo lo que quisiera, si por ver se entiende estar, mirar y comprender, escuchar, beber de la fuente del relato, saborear la presencia y aceptar que después de unos pocos días, horas probablemente, volverá el silencio a poblarse de la más real de las presencias: la ausente. Ver y verse es comprender, que debiera ser la escala última de la sabiduría.

Cuando subió a la duna del Gobi no estaba todavía enterado de que tendría que asisitr como invitado a la boda de Laura, en Madrid, y que siendo testigo tendría que ponerse un chaqué de alquiler. Tampoco que en esa circunstancia, en la casa del Bosque, visionaría, Ana, su padre y él, desde su portátil, en el televisor del salón las más de 500 fotografías que tomó durante el viaje en bicicleta de más de mil kilómetros un día, y al siguiente verían las de la boda de Laura, y al otro día, volvería por la noche al aeropuerto y cruzaría la puerta de Salidas; tampoco sabía, ni siquiera cuando se despidió, que un viaje acababa de terminar, no el de atravesar Mongolia o el de asistir a la boda de una amiga, sino un viaje de treinta y cuatro años al cabo de los cuales el hombre del Prado comprendió que había dejado de ser su hijo, porque se había convertido en un hombre. Claro que también es probable que esa conversión iniciática, -nunca se acaba de ser un hombre, en el sentido noble del término- se hubiera producido tiempo atrás y el padre no hubiera reparado en ello: cuesta dejar de ver al niño que nos pedía ayuda y brindaba admiración, porque viéndole a él recupera uno su ternura, ese otro gran viaje interior en el que se repara poco porque viene fragmentada en momentos.

Todo, o casi todo en la vida, tiende a asemejarse a un paradigma y la naturaleza del ser humano en sociedad procura amoldarse a él, repetir los hechos del modelo, alcanzar el grado de cualidad necesario para satisfacerse a si mismo con la vanidad de haber representado la obra de acuerdo al papel escrito. Hay dos manera de ser padre o de ser hijo: la del paradigma o aquella que emana de la propia naturaleza, débil de cada uno. Hay un momento, piensa al escribir estas líneas, en que la representación parece terminar, el papel después de la última línea aparece en blanco y lo que empieza es otra representación, y el desconocimiento de la representación, del argumento, y de los lazos del amor, que vienen de la primera parte, abocan al vértigo de lo desconocido. ¿Cómo hablar con él, ahora que ya no es el niño que ha sido? ¿De qué hablar?

Un paisaje sólo es inmenso si contiene a una sola persona, dos a lo sumo. La inmensidad no está poblada, más aún: la inmensidad rechaza la población, la acumulación de individuos aposentados sobre el terreno porque está hecha de vacío, de aire, de agua o de tierra, de nubes, de bosques en los que un individuo, al irrumpir en ella adquiere la dimensión real del hombre en la tierra. Conviene abandonar de vez en cuando el barullo y caer en la cuenta de que el silencio, como el paisaje, suele ser inmenso. En el silencio el hombre se oye a sí mismo, se percibe con mayor intensidad, alcanza a reconocer su silueta, su sombra, el aire de su andar y el eco de cansado respirar por el esfuerzo de profundizar en el camino que no existe. ¿Para qué se va a Mongolia, si no? ¿Para qué se recluye uno en el bosque, si no? Todo ser humano esta contenido en su propio e inmenso paisaje, hecho de soledad, pero a este no se le reconoce, no hay fotografía salvo una sensación desolada. Es, en lo alto de la duna, cuando en la soledad magnificada por la naturaleza, el muchacho puede escribir en su diario "pienso en ti" a una mujer en la que piensa y entonces ha redibujado el paisaje inmenso, haciendo uno a los dos.




- Encontramos, explicará más tarde, un lago de agua salada y nos bañamos en él. Estaba helada y sin embargo, molidos por el pedalear, por el esfuerzo al que obligan las cuestas, los repechos, las franjas de arena que atraviesan la senda y clavan la rueda de la bicicleta en el lugar, exigiendo un esfuerzo mayor aún, si cabe, nos metimos en el agua sin pensar, como críos, gritando y riendo, chapoteando. Estábamos solos.- ¿Y que fue lo que más te ha quedado del viaje? Y no lo duda: la gente. Es tan dulce, tan buena, tan amable. Y los niños, los ojos de los niños.


Es verdad, es por lo menos una posible verdad, que uno sube a una duna alta e inútil, móvil, informe, para encontrarse con los ojos de los niños. Están por todas partes, se dice el Hombre del Prado. David es un hombre que ama a los niños, o mejor, al que le gustan los niños, que tiene mano para ellos, para tratarlos, para acomodarse a su infancia y a su juego, para saber convertirse en persona pequeña en vez de mostrarse como persona mayor. Los niños le hablan y él hace lo mismo. Los niños le ríen, le miran tiernos, esperan de él y les da. Le da la risa, el juego, la ternura. Tiene unas manos enormes y expresivas con las que trabaja el metal, que para eso son fuertes. Monta, en su taller de prototipos, útiles, ese algo que emerge de la cosa y que son para el hombre la muestra de su destreza y el origen de su progreso infinito. Todo el progreso de la humanidad empieza con las manos arrancando a la piedra una forma para cazar, dándole a la madera una utilidad para cubrir un techo, al barro una amorosa matriz para cocer los alimentos. Puede ser que en este tiempo de progreso tecnológico, el hombre haya olvidado que las manos están para la caricia, para el reconocimiento, para la expresión, para dar forma, para el trabajo creador. Presuntuosos hay que piensan que trabajan tan solo con la inteligencia, olvidan sus manos y las pueblan del gesto grosero e insensible, el que sea. Quien olvida el habla de las manos, mutila su lenguaje.



Todo ha empezado en la comida, una comida copiosa, fuerte, como las que a este muchacho delgado le ha gustado siempre que le haga Ana, en los casi treinta años que hace que se conocen. Cuando últimamente les visita, siempre encuentra como bienvenida un cocido abundante, o unos macarrones gratinados donde el queso ha formado una capa sabrosa y caliente que oculta la jugosidad de la salsa de tomate, especiada; o un estofado de carne, al que en la fase final de la cocción se les echa una cucharadita de chocolate y un chorrito de vinagre para aromatizar, con su evaporación, el conjunto. "No se donde lo mete" dice Ana, y es cierto, porque su extrema delgadez engaña: come con gusto, con placer; mediado el plato mira a los demás y dice: "a partir de ahora es gula" y se abandona a ella. Da gusto verle comer, decía la madre de Ana, una vasca experta en cocinas sabrosas. Come y habla, come y narra.

En el plano, extendido sobre la mesa, narra el viaje a lo ancho del país, con un desvío para subir hacia un lago que está cercano a Rusia. Allí montaron a caballo durante tres días aparcando las bicicletas. El mapa no contiene la narración, pero la dimensiona, permite intuir lo que son esos kilómetros pedaleados por caminos que parecen no ser, a través de pequeñas poblaciones de tiendas circulares de piel, entre rebaños de cabras, caballo y yaks, inmensos rebaños que pastan libremente donde parece que nadie los vigila y que permanecen en sus pastos. Y luego fueron al Gobi, tuvieron que coger un avión interior en el que cargaron las bicicletas, el carro del que tiraban, todo el equipo que llevaban, todo el hogar que habían rescatado de su vida en España para mostrar en su rudimentaria escasez cuan posible es vivir casi sin nada o por lo menos cuan justa es poca cosa.


Miraras donde miraras, explica, nunca veías a nadie, a lo sumo a lo lejos, unas tiendas, un camión pasando por una carretera de tierra, una moto, y los rebaños. Pero en cuanto parabas, hacías un alto para descansar, en pocos minutos, surgidos de la nada, aparecían: un padre y su hijo, unos chicos, un grupo de tres o cuatro que llegaban hasta nosotros y se sentaban enfrente, sonrientes, en silencio. No podíamos hablar, nadie hablaba otra cosa que mongol. Miraban el equipo, las bicicletas, las tocaban con admiración; estaban allí haciéndonos compañía y al cabo del tiempo se levantaban, saludaban y iban sin más. Si algo despertaba su curiosidad lo cogían, lo miraban, se lo pasaban de uno a otro y volvían a dejarlo donde y como lo habían encontrado. Fumábamos juntos y de vez en cuando nos reíamos juntos. Luego nos íbamos cada uno por su lado. Si venían niños jugábamos con ellos, les montábamos en las bicis y les dábamos vueltas. Todo era así. Aún en aquella inmensa soledad era imposible estar solo.

Y llegó la hora de hablar de la boda y del chaqué. Tenía que probárselo. Mientras preparaba la ropa encima de la cama y Ana lo curioseaba repasando las costuras, comprobando si estaba en condiciones, porque era naturalmente alquilado, el Hombre del Prado le imaginaba subiendo la duna con todo el esfuerzo del mundo. Él único ser vivo en el mundo, él único ser consigo mismo.

Continuará mañana mismo.