Conviene no olvidar que el viaje tiene un eje central: la boda de Laura. David estaba invitado como testigo, a la boda de una vieja amiga. Tan vieja que se conocieron hace unos 19 años, en el instituto; entonces se gustaron: cosas de quince añeros. Iban a casa de él después de clase ý al irse, Ana y el Hombre del Prado les veían desde un ventanal caminando entre jardines cogidos de las manos. Parecían dos pardillos, recuerda Ana; debían parecerlo. Ella era una chica modosa, educada, dulce; David un chico tímido, parecía. Los que son mayores, es decir, los padres, agradecen que los chicos sean o parezcan justamente eso, porque les tranquiliza. Durante los años David y Laura han sido amigos, con una amistad fiel y entrañable. han sido el uno para el otro parte del decorado vital que la vida va levantando en torno a las figuras protagonistas.
Escaleras arriba, escaleras abajo, la prueba del chaqué resulta jocosa. Anochece en el prado, arden leños en la chimenea y sobre la cama del cuarto de invitados, se despliega vanidoso un chaqué, un chaleco gris, una camisa blanca y un rebullo de ropa sacado de la bolsa, la ropa arrugada que David suele llevar siempre, desde que era niño, chico, adolescente. Si, le dice el Hombre del Prado, tengo maquinilla para dejarte la barba de dos días; si, tengo maquinilla para afeitarte la parte de abajo del mentón; no, no tengo una camisa blanca, ¿o sí? Ana, ¿tengo una camisa blanca? No tengo camisa blanca, lo siento. Si tengo zapatos, si calzas el 41 tengo los del smoking que no llevo hace años (más de 20); pero tengo una camisa beige muy clarita. escaleras arriba y escaleras abajo parece que la vida se ha convertido en una zarabanda de búsquedas. Pero, ¿de donde has sacado esa camisa? Es de alquiler, contesta David, que no tiene ninguna camisa, que hace años que no lleva camisa, que solo se ha puesto corbata una vez en su vida, tal y como recuerda, en su primera comunión. La camisa blanca que David ha traído con él es enorme, casi con vocación de roquete. Cuando se lleva chaqué no se puede llevar camisa beige, sentencia David. El Hombre del Prado se ofrece a ir al día siguiente a Segovia antes de las 10 am y tratar de encontrar una camisa blanca del 41, también el 41. ¿Y gemelos? ¿Tienes gemelos? Le da a escoger. El Hombre del Prado se enfrenta a su viejo vestuario de ejecutivo de agencia de publicidad que está arrumbado en un armario hace ya algunos años. Se ha producido, piensa, una evolución darwiniana en su exterior y hace algunos años que no viste prendas que no sean cómodas: camisetas, jerseys, vaqueros, pantalones de lona, bufandas... Así pues ha acabado encontrándose con su hijo en el vestir. Por algo se empieza, piensa.
La camisa beige se acepta como propuesta racional; los zapatos del smoking con entusiasmo: tienen cinco o seis puestas, como mucho, dice Ana. Los gemelos lucen en oro blanco y dorado, breves, mínimos y despiertan un suspiro de satisfacción. El Hombre del Prado tiene que hacer el nudo de la corbata tratando de hacer los movimientos a la inversa, porque nunca ha hecho el nudo a nadie que no sea a él mismo y Ana da unas puntadas al chaleco gris para ajustarle el talle. La prueba es un éxito, la mutación completa. El chico de Mongolia se ha convertido en un maniquí de escaparate de El Corte Inglés, pero se gusta. Es lo que tiene la vanidad, que salta donde menos se espera. Por la mañana, antes de que coja el coche y se vaya a la boda, se hacen una foto los dos. Este momento no se repetirá y piensa este que escribe que ningún momento se repite, ninguno, que aunque parezcan el mismo, todos los momentos del tiempo son otro momento. Pero este especialmente, se dice, y se da cuenta de que lo que lo hace especial es la insospechada aventura que ha provocado Laura, amiga de tantos años, al invitar a David y obligarle a ponerse un chaqué para su boda.
Alvin Tofler escribió algo así como "el analfabetismo del futuro no será cosa de saber leer escribir, sino de saber aprender y desaprender y volver a aprender". Piensa el Hombre del Prado en todo lo que ha visto y trata de saber que es lo que ha aprendido. No lo sabe. Tal vez el analfabeto del futuro es el que cree que sabe todo, sin saber que es todo. Tal vez todo lo que sepa sea inútil; con seguridad todo lo que sabe es inútil y ha dedicado más de sesenta años de su vida a leer cuantas cosas inútiles le han salido al paso, tratando de aprehender una palabra que lo englobara todo. No existe: el protagonista de un cuento de Camus muere de inanición en la oscuridad de un altillo y escribe una sola palabra que es indescifrable porque pueden ser dos: solitaire; solidaire. Una certeza tiene, mientras ve que el muchacho se contonea con su chaqué ante el espejo: no querría volver a vivir otra vida, ni esta siquiera que ya ha vivido, sino otra cualquiera. Con una basta aunque no sobra. Si alguien le preguntara en ese momento, ¿que quieres ser cuando seas mayor? contestaría sin dudarlo: nada. Le basta con observar el coche que se aleja en dirección a la boda y recordar las palabras que en la secuencia final de Ocho y Medio, le dirige Guido-Mastroiani-Fellini a su mujer Luisa: "la vida es una fiesta, Luisa, vivámosla juntos" Y cogidos de la mano entran en la enorme rueda que baila en un páramo vestido por un decorado que no es sino una estructura esqueleto del universo en que se mueve todo. Por suerte, se dice, queda la risa, esta enloquecida forma de expresar una felicidad sin ton ni son. En el fondo lo único que tiene sentido, hoy, esta tarde, piensa, es ayudar a mi hijo a ponerse un chaqué alquilado.
Por la tarde lee junto a la chimenea el Diario de Bitácora, así lo llama David, que le ha dejado por si quiere hojearlo. Aquello que ha explicado viendo las fotografías está allí, transcrito cada noche. Allí esta la enloquecida galopada de Uri ayudando a un muchacho a recoger su ganado. El chico en la bicicleta de Uri, este en el caballo del chico. Cuando volvió a la tienda estaba agotado y exultante de alegría. Son los momentos.
Allí está la subida agotadora a un templo en medio de la nada para encontrarse con toda una familia de acomodada posición, que viajan de picnic en furgoneta. Comparten comida, bebida y risas. Vestían, escribe David, camisetas de marca y tenían cámara de vídeo. Iban todos en una furgoneta, eran los ricos.
Allí está la vieja encargada del hotel que se entiende con sus huéspedes con una vieja libreta que traduce del mongol al inglés. La mujer, con una rapidez fulgurante hija de la práctica, busca las palabras según la traducción pasando velozmente, casi a ciegas, las páginas, y señala con efectividad una palabra en inglés y forma con ellas frases completas que son inteligibles. Permanece allí, ella y su futuro, con su libro de texto como prueba de que quien no se comunica es porque no quiere.
Allí está la vieja encargada del hotel que se entiende con sus huéspedes con una vieja libreta que traduce del mongol al inglés. La mujer, con una rapidez fulgurante hija de la práctica, busca las palabras según la traducción pasando velozmente, casi a ciegas, las páginas, y señala con efectividad una palabra en inglés y forma con ellas frases completas que son inteligibles. Permanece allí, ella y su futuro, con su libro de texto como prueba de que quien no se comunica es porque no quiere.
Allí está el taxi con el que llegaron a un pueblo marcha atrás, porque ya no entraba ninguna marcha tras atravesar kilómetros de pedregal. Allí están los templos vaciados de contenido por las autoridades comunistas, ahora de nuevo abiertos, con imágenes que remedan las que fueron, sin el antiguo esplendor, pero siempre más espléndidos y vivos que el régimen que creyó haberlos destruido. Allí están las cabalgados por los bosques de abetos. Los rebaños de yaks.
Cuando al día siguiente hablan de las impresiones de la lectura después de David expusiera los pormenores de la boda de Laura, El Hombre del Prado le entrega el Diario de Bitácora y le dice que le ha gustado mucho. Es cierto, a sí ha sido. Vuelven a hablar de las fotos y coinciden que las miradas de los niños son entrañables. Tiene una pregunta que hacerle a su hijo: ¿Qué crees que veían ellos cuando os miraban así? Lo intenta el muchacho, pero no sabe bien que cosa responder.
De vuelta al aeropuerto hablan un rato sentados en el coche. Hablan de ellos, del futuro. Hablan del amor y del dolor. El Hombre del Prado hace una propuesta a su hijo y este ríe y promete estudiarla. Se funden en un abrazo. La puerta de la T4 está abierta al futuro, que es el momento inmediatamente siguiente a este. Mientras pone en marcha el coche y empieza a darle vueltas a estos dos posts, decidido a escribirlos, sabiendo que no son sino la narración de un viaje de inicio a algún lugar de la vida, imagina los ojos expectantes de un niño mongol clavados en el futuro, a través del espectador y recuerda lo que le propuso a David unos minutos antes. "El año próximo, cuando prepares otro viaje, ¿me llevarás contigo? "
...yo de mayor quiero ser pequeña y mirarlo todo con el mismo asombro que los niños de las fotografías.
ResponderEliminarMuy guapo David, con y sin chaqué.
Buenas noches.
Esas miradas son la clave de todo este viaje que he escrito, Ana. No se lo que ven. Y David tampoco.
ResponderEliminarY por cierto, quisiera poder decir que es mi vivo retrato, pero no es así.
"Piensa el Hombre del Prado en todo lo que ha visto y trata de saber que es lo que ha aprendido. No lo sabe."
ResponderEliminarE imagino que, al no tenerlo claro, el Hombre del Prado decide que es necesario seguir investigando y observando, de ahi que quiera acompañar a David a la siguiente esquina del mundo.
¿Cómo puede ser inútil saber de las cosas maravillosas que hay ahí fuera?
Creo que era en 'El río de la vida', novela llevada al cine por Redford, de forma muy digna, que el narrador de su propia vida, ante una escena feliz y familiar de pesca, con fotografía incluída, escribe, más o menos 'pero no era una obra de arte y no podía durar para siempre'. Se supone -aún más lo suponen los jóvenes- que los viajes aportan conocimiento y experiencia a nuestras vidas, pero, en el fondo, seguimos sin saber nada de nada -o muy poca cosa-, ni de los lugares ni de la gente. Entrañable fotografía y hermosa narración familiar!
ResponderEliminarYo me quedo con "los padres, agradecen que los chicos sean o parezcan justamente eso, porque les tranquiliza". Y hay veces en que necesitas echar mano a cualquier cosa para que el autoengaño (perfectamente consciente) tenga una apariencia digna.
ResponderEliminarMi mujer está empeñada en que quiere ir a Mongolia. Y lo conseguirá.
Jordi: observar es la clave. Usar los ojos de la cara y los del pensamiento. La fuente de todo aprendizaje es observar y la fuente de observar es la curiosidad, lo que hace que uno se detenga y mire con la más profunda y desvergonzada "chafardería".
ResponderEliminarJulia: esa película me resultó fascinante. De todos los viajes que se puedan emprender, el de la vida es el de mayor amplitud y alcance. El de Odiseo que narra Homero: la metáfora que de él hace Kavafis. La palabra singladura, que en términos de mar es el "trayecto de un día" supone justamente la fragmentación del viaje en vida y muerte (estar despierto, estar dormido). El viaje a mongolía, que para David no es el primero de sus viajes, si bien los anteriores eran europeos, es un viaje inicático, no se si para él, pero si para mi, puesto que es punto de partida de una nueva visión de las cosas que a él conciernen.
ResponderEliminarLuri: ese es el principal autoengaño consciente que que practican la sociedad. Es la visión que se recibe, tranquilizadora, que hace imposible creer que haya un trasfondo engañador: "yo conozco muy bien a mi hijo y se que es imposible que...". Irritados, los padres, niegan la evidencia porque ellos "saben". Es, la anécdota de la "verdad evidente" de Al Fharabi, que tanto le gustaba repetir a Strauss.
ResponderEliminarQuizás todo sea muy sencillo, tu hijo hace lo que le apetece, a ti no te acaba a de gustar peró lo aceptas (los padres siempre sufrimos por los hijos) y en el fondo te mueres por hacer un viaje como este, aunque no con él, porquè de hacerlo juntos, sería un viaje al paraiso y eso está aún mas lejos que Mongolia.
ResponderEliminarTodo eso es cierto, Francesc, salvo una cosa. A mi si me acaba de gustar, de hecho no me preocupa. Mi hijo y yo llevamis viviendo separados muchos años, y sin embargo bastante cerca. Otra cosa es descubrir que tu hijo ya no es tu hijo, sino que es alguien que puede ser un padre en cualquier momento. Y tú te descuelgas de la institución, la abandonas: ley de vida. Pero llega un momento en que se reencuentra una cierta intimidad, y eso es hermoso.
ResponderEliminar"La vida es una fiesta", es una expresión de sabiduría difícilmente superable con otras palabras diferentes (una sabiduría nada filosófica, por cierto)
ResponderEliminar"Vivámosla juntos", es lo que yo le digo a mi mujer al borde de 30 añitos de matrimonio; ella me acaba de acompañar al trabajo en un paseito mañanero de casi una hora; y esta tarde me pasará a recoger para otro paseo hasta nuestra casa de esos que ya "no se estilan". Je, je, je.
Y como en toda fiesta, luces y sombras. En fin, celebrador, dos horas de paseo al día es lo que recomiendan los sabios para estar en forma.
ResponderEliminarSeparo la "vida en si misma" de "lo que me pasa" estando vivo
ResponderEliminarTécnicamente hablando no es lo mismo
Los filósofos tampoco hacen eso (claro)
Celevrador: técnixcamente hablando nada es lo mismo. Pero, también técnicamente, todo puede ser confundido.
ResponderEliminarUn abrazo.
Todo puede ser confundido, ¡sin duda!.
ResponderEliminarNo seré yo quien lo niegue, ni tampoco quien me paralice por ello