miércoles, noviembre 29, 2006

Una tontería sobre el yo

Lo que realmente resulta difícil no es ser yo, sino saber que se es yo; no siempre, desde luego, sino en las ocasiones en uno es genuinamente "yo" y sabiéndolo se reconoce.
A las adherencias que la vida va produciendo en el trazo limpio del individuo y de su ser, hasta ocultar el perfil, hay que añadir el desconcierto. Estamos habitados por innumerables parásitos que no reconocemos de la misma manera que el abeto soporta al acebo, y aún más, este embellece al primero y le aporta cierta belleza, una luminiscencia de otro verde más cálido, cierta transparencia en el fruto, cuando el otoño aplaca al bosque hasta adormecerlo. Ciertamente estamos habitados por parásitos que hemos ido acogiendo creyéndolos propios; no solamente les hemos creído propios sino que incluso hemos creído en ellos con la fe de la certidumbre. Ahora, corriendo el tiempo, los vemos como he escrito antes, como adherencias que han tomado el contorno de nuestra silueta y por esa razón al verlos no los vemos ya que creemos percibir la silueta de siempre, que es otra. De los demás tomamos ademanes que nos aportan seguridad frente a lo incierto, que es el desconocimiento del efecto de las cosas que acontecen.
Ese yo esencial con el que debiéramos mantener un trato consecuente, respetuoso si se quiere, el único que necesita de esa descarnada sinceridad, se esconde debajo de un yo multitudinario, hechos de trozos de los otros, pegados los pedazos en una masa descontrolada. Se trata de que nuestro yo acepta dejar de serlo para asumir lo que admira en los otros y se pone a la moda, o al modo de los demás cambiando el paso, tanto le asusta la soledad de su propio ser independiente. Sin percibirlo en su exacta dimensión, cada vez que se cree aprender algo puede perderse una parte esencial de uno mismo.
Conviene saber donde está el yo, reconocerlo, ya no reconocernos sino reconocer al yo que se dejó abandonado en un momento de este azaroso ir y venir, recorriendo el camino otro yo artificial, no hijo de las circunstancias sino de la fácil adaptación a lo impropio, a la fe conveniente, a la credulidad desbocada, a la autosatisfacción y también, naturalmente, a la vanidad y al miedo, a la cobardía y al irresponsable arrojo. ¿En que lugar me equivoqué en mi vida? me pregunta un amigo insatisfecho y le contesto "ahora". Ya, le digo, es tarde parta verbalizar una insatisfacción que has hecho tuya. Tal vez no te hayas equivocado nunca, sino que tu seas exactamente esa equivocación que ahora buscas. Has llegado hasta aquí mudándote desde la inocencia hasta una circunstancia que te sobrepasa.
Conviene recordar que lo que suele acontecer al yo perdido, es que se enfrenta al absurdo, cuando reconoce que el camino soñado no ha sido el caminado durante largo tiempo. Vocación, por llamarlo de alguna manera, y realidad, no coinciden y eso produce un desgarro. Dice, quien lo dice, que en algún lugar se equivocó y lo que es más probable es que no sepa discernir que la felicidad perdida, si se trata de eso, no ha sido nunca un tangible alcanzable sino el tesoro escondido en el corazón de la utopía. Uno es lo que es y los deseos son una parte esencial de la transformación que sufre, por la propia asunción del fracaso y por la pérdida de las ilusiones. Y en ese devenir, pierde su propio rastro y se pregunta donde quedó aquel yo, que tanto le ilusionaba.
Por todo ello pienso que conviene, proceder a la deconstrucción de la silueta de cada uno hasta llegar a disponer las piezas de manera más apropiada, sin miedo a tirar algunas inservibles, desde siempre inservibles.

sábado, noviembre 25, 2006

De las dalias en otoño


Durante todo el verano ha crecido entre las dalias una borde. A estas dalias, que tienen ya tres años, las planté yo semillando, las trasplanté a macetas hasta que empezaron a apuntar capullos y luego las llevé al macizo en el lugar que les había destinado. Fueron una veinte plantas de las que regalé el primer año dos. Salieron de aquí, para secarse una porque no la regaron y para vivir esplendorosa la otra en un patio en una casa amiga en la Mancha, echando unas flores naranjas que cuando las vi hace unos meses me produjeron el placer inmenso.

La dalia es una planta fuerte, espléndida, que echa unas flores maravillosas, un auténtico prodigio de geometrías superpuestas, de pétalos finos y equilibrados, de colores entonados en una amplia gama de pasteles. La prefiero a la rosa por su modestia, una especie de actitud humilde que la hace preferir el brillo silencioso de su belleza a la vanidad pretenciosa de la rosa y el rosal: además, la dalia no complica el acercamiento con espinas. Como el narciso, todo es presencia evitando el protagonismo y persiguiendo una existencia coral. A diferencia del narciso, la dalia dura en floración todo el verano y parte del otoño, o mucho otoño si es benigno y largo como lo está siendo este.

Cuando llega esta fecha saco los bulbos de las plantas y los llevó al invernadero, donde, en una cierta penumbra, deben secarse y aguardar entre serrín a la próxima primavera. Los bulbos, año tras año, crecen con desmesura, alocadamente, uniéndose los nuevos a los viejos en racimos inmensos que me recuerdan mucho, por su forma y aspecto a las imágenes medievales de la mandrágora. Tienen estos la ventaja de que no se quejan aunque no se si son venenosos y de esto, en el jardín hay mucho que precaver, porque en una ocasión y como por nada sujeté un bulbo de lilium entre los dientes y sufrí una hinchazón tremenda acompañada de picores, escozor y algunos dolores com no se si nerviosos o musculares.

Cuando la dalia de que hablo empezó a crecer hacia lo alto y hacia lo ancho, me sentí sorprendido ya que dejaba atrás a todas las demás que la rodeaban. La saqué con cuidado y la llevé a un extremo del macizo para que no estorbara a las demás con su gigantismo; mediado el verano comprendí que era borde, es decir: no iba a dar flores. Por alguna razón su crecimiento se había ido por otro lado, había tomado un camino de la naturaleza que no era el natural entre las suyas, y aquejada de gigantismo parecía ir para arbusto esplendoroso, privada de la natural función de dar flores. Chema, el jardinero que viene de vez en cuando para ayudarme y aconsejarme, fué tajante: "pa Triana" sentenció, que es la manera que tiene el de decir que hay que acabar con cualquier tipo de planta que no cumple su específica función embellecedora. Le dije que si, pero no. Chema no tiene manías y no ama especialmente los jardines; los hace, los construye y los cuida durante un mes o más, no llega a encariñarse con ellos. Cuando viene a casa, dos veces al año lo hace, una en otoño y otra en primavera, para recortar lindes, limpiar arriates y parterres, ayudarme a trasplantar algún arbusto, replantar lo necesario y dejar listo el lugar para el invierno. No es que no le guste su trabajo, que tampoco demasiado, pero por él le pagan y eso crea simpatías entre el uno y lo otro, sino que no le importan los jardines más de lo que él considera que deben importarle.

Preferí dejar la dalia borde en su rincón, entre sus compañeras de especie y el seto de madreselva que pusimos en la linde sur del jardín. Plantamos ese seto contra el consejo de cualquiera que al pasar por allí lo viera: eso no va a coger, decían, nunca se ha puesto por aquí. Dar a lo no hehcho antes carácter de dogma es cosa de mucha gente que cuando ven que la madreselva ha cogido, vienen a decir: caramba, pues, ver para creer. Es bien verdad. Cogió la madreselva y en verano se puebla de pequeñas flores amarillentas que huelen al aroma dulzón y espeso de la madreselva, las mimosas y los jazmines. Quien los ha olido sabrá de que estoy escribiendo. Tiene la contrapartida que atrae a las avispas que construyen nidos cerca: contra algunos me veo obligado a actuar si por la proximidad se acercan demasiado a la parte del jardín en la que solemos aposentarnos para leer, almorzar o pasar la tarde leyendo o simplemento mirando.

Dejé pues a la dalia que creciera y alcanzó una altura de metro y medio y un diámetro de casi un metro, centímetros menos, pero no muchos. Llena de hojas verdes, frondosa, abundante en ramas que se abrían al exterior, produciendo madera del año con grosor y dureza, la dalia borde, se aferró a su lugar y encontró su crecimiento y su ápice de belleza. Su verde más claro que el de la madreselva, pálido y algo desvaído en comparacion con el fondo, resaltaba los volúmenes de la esquina y cuando el sol del oeste la iluminaba producía una alternancia de sombras y claroscuros que parecían uno de los rincones de las pinturas que Santiago Rusiñol pintara en Aranjuez a principios del siglo XX. Un impresionismo tardío cargado de melancolía dulce. Los jardines crean sus propios rincones en complicidad con la luz y con lo ue allí crece, y es tarea gratificante encontrarlos y disfrutar de ellos deteniendo la vista.

Recogiendo estos días el jardin para que pase el invierno, esperando la nieve que igual no cae tal como van las temperaturas, empalé con la jardinera las raíces de la planta y extraje un bulbo enorme, cargado de adherencias. Iba a tirarlo reparando tan solo en que al no dar flores no servía para nada sino para robar sitio a sus compañeras que este año han de crecer más, ya que el añadido de bulbos al racimo hace a la planta tener mayor dimensión y capacidad para echar flores en abundancia. Pensaba pues dejar pudrise al bulbo a la intemperie y olvidarme de él; pero caí en la cuenta al observarla que su crecimiento y situación no habían estado vacíos de belleza, ya lo he dicho y que si una vez le salvé la vida, no había razón para no dejarla vivir en su anormalidad, carente de una función principal desde el punto de vista de su especie, que es la polinización, y de una secundario que es la de aportar flores como parte de un cupo de belleza asignado. ¿Solamente la belleza de la flor justificaba su vida? ¿No había siso bella en su rincón llenándolo de una frondosidad que luz había sabido agradecer? Retiré el bulbo y lo llevé al invernadero; lo guardé aparte para no confundirlo, imposible además por su tamaño, pero la memoria es olvidadiza de otoño a primavera y he empezado a buscarle un lugar para que viva, bien es verdad, apartada de las suyas, que son las dalias normales. Hay tantas maneras de producir belleza que es mejor empezar cuanto antes.

jueves, noviembre 23, 2006

Un hermoso lugar




Al pueblo lo atraviesa una carretera nacional, que es lo mismo que un bisturí cortando por lo sano. No solamente corta la geografía en dos, siendo la del este de menor categoría que la del oeste. La categoría se mide por calidad de las casas, origen de ellas, familias que las construyeron inicialmente aunque hayan abandonado el lugar hace ya tantos años que solamente queden los nombres desvaídos en esa extraña cosa que se llama memoria.

La parte del oeste es la que se empina a Aguas Vertientes, y en ella abundan las casas de un siglo, más o menos, viejos caserones de ladrillo y piedra, de estío, para grandes familias con jardines amplios y casa de guardeses, cochera y cobertizos para la leña. Generalmente, ha sido divididos por dentro en apartamentos en los que han encontrado refugio los restos de otras vidas que tienen su normalidad a lo largo del año en Madrid o Segovia. Desaparecidos los fundadores de la saga, los hijos han ido distribuyendo plantas que luego se han vuelto a distribuir para los nietos y han ido reproduciéndose baños y cocinas con electrodomésticos que atesoran muchos años y más usos, además de mugres familiares que se posan también en las paredes pintadas directamente sobre viejos papeles o maderas más o menos nobles.

Termina la colmena por vender la casa para repartir el patrimonio y sacan a la calle los muebles: ayer, no más lejos de ayer, en la puerta de una de esas casonas de piedra en cuyo parque se alojan dos viviendas, se amontonaban colchones sucios, somieres desvencijados, una nevera que merecía la baja por agotamiento y sillas, cajones, el cuerpo de una cómoda y barras para colgar cortinas de raíl, de las que penden como despojos los cordones. Toda esa suciedad, sacada a la calle a la espera de que pase el transporte del Ayuntamiento, no es sino la muestra de un decaer de las formas, un mostrar las miserias más absolutas en las que se esconde la inmundicia depositada en sofás de skai que tienen ya más de cuarenta años.
La carretera que corta al pueblo como un bisturí enfrenta en el centro de él a los comercios y a las viviendas del paisanaje que durante los años de la fundación de este lugar como "la Suiza de Madrid" allí por los albores del siglo XX, actuaron como los comerciantes y el servicio que cuidaban de las mansiones, entonces nuevas. Restaurantes, bares, colmados, una zapatería, dos peluquerías, un estanco, un par de inmobiliarias, la gasolinera, una asesoría contable, la telefónica, una tienda de fotografías, un almacén general, una ferretería, varias carnicerías, dos pescaderías, una tienda de flores, dos de objetos de regalo, un supermercado, un locutorio telefónico, un gimnasio, un cine cerrado, una sala de esparcimiento cerrada, un taller mecánico de coches, una veterinaria, la tenencia de alcaldía, la oficina de correos y tres bancos, a groso modo, crean un paseo comercial en el que habita la gente que se conoce hace años, se saluda, se detienen a hablar, se cuentan sus cosas y siguen su camino. Un poco más arriba, subiendo hacia el bosque por la calle perpendicular a la Nacional la piscina, con su enorme pradera, la pista de tenis y la de padel, cubierta y con paredes de cristal y más arriba las escuelas, un edificio de extraña modernidad que me recuerda mucho al Sanatorio antituberculoso de Sert en la calle Tallers de Barcelona: será por el color verde y por una cierta racionalidad de líneas que apunta a Bauhaus.
El lugar entre bosques es hermoso y cuando nieva, lo que empieza a suceder por estas fechas y debería estar al caer si no fuera porque el año viene extraño y los fríos con retraso, adquiere un aspecto de postal navideña que se ve en la foto de arriba, en la que aparece la porción de pueblo que es casi arrabal en la que yo vivo, de hecho en ese prado que arriba a la derecha dibuja la cerca de las casas en una especie de trapecio, está mi casa: la que está en el centro de la línea que forman tres. Pero sucede que al poco de vivir aquí, sin que se marchite la hermosura, acogido con sonrisas por los vecinos, empieza a tomar cuerpo la memoria silenciosa, el bisbiseo que te cuenta uno y otro: hubo quien denunció a vecinos que fueron fusilados en la guerra civil y que afirmó públicamente su alegría por la muerte de los otros; hubo quien saqueó casas y haciendas amparándose en su camisa azul y su brazo en alto; me hablaron de la existencia de una especie de agrupación juvenil con un guía o monitor de sexualidad confusa; parejas intercambiadas en amoríos secretos dejaron un rastro de escándalo, yéndose unas y quedando las otras; quien aprovechó la ignorancia de los demás para apropiarse de terrenos en testamentarías; deudas no se pagan y enemistan a gentes por más de cuarenta años; algún suicidio por amor o desesperación; ruina por el juego; se cuenta y no se para que dicen los viejos mientras la gente sonríe y las viejas casonas sacan su mugre a la calle para que el transporte del ayuntamiento se la lleve.
Todos los lugares del mundo esconden sus miserias, me digo, y también guardan su belleza hecha de sentimientos y emociones. Así es la gente, me digo y no se porqué me viene a la memoria esa espléndida película de los hermanos Cohen que es Fargo.

Un día sin nada

El día, desapacible, se ha enseñoreado del espíritu del que escribe, y entre vientos y nubes, bajando las temperaturas, le ha robado el día que ha perdido, que las dos cosas son la misma. Vino alguien a casa hace una semana a reponer un cristal del invernadero y se volvió a marchar sin hacer el trabajo: el cristal llegó roto. Hoy ha vuelto y ha sucedido lo mismo: esta vez por las medidas que no coincidían. Estaba oscureciendo, casi las 18,00 pm y apenas nos veíamos las caras, pero me ha parecido observar en el una cierta tristeza. "Volveré en unos días" me ha dicho y he pensado que tal vez lo apropiado sería no hacerlo, porque se expone a volver con un cristal que tampoco sea adecuado. Al marcharse me lo ha alargado (era un cristal pequeño, de forma trapezoidal y no más de 30 centímetros de lado más largo) y me ha dicho "no lo querrá usted para algo"; le he dicho que no, consciente de que en su voz, ya he dicho que no veía su cara, flotaba una cierta desolación. ¿Que voy a hacer yo con un cristal que no tiene medida para ninguno de los huecos que hay en mi casa?
Estamos en ese momento del otoño en que las nubes se deslizan bajas sobre nuestras cabezas y ocasionalmente algunos jirones de ellas nos envuelven. Parecen un grabado japonés, o un plano de una película de Mizouguchi. Flotan gotitas de agua en el ambiente y cuando salgo a pasear a Goyerri, o él a mi que es cosa que no tenemos nada clara, aún sin llover mi impermeable se empapa de gotitas minúsculas, redondas, sujetas a la superficie de fibra roja hasta que el calor del interior de la casa las seca o evapora, que es lo mismo.
Todo el día detrás de corregir unas páginas que se me resisten, no por su complejidad si no porque me he levantado sin estar para ello. Pasa con los días que no se está para según que cosas y es mejor dejar que el día se vaya sin molestarle más que en sus horas señaladas, que son desayuno, almuerzo y cena. En estos días no hay sonidos e incluso la música que suena en el reproductor acaba por desaparecer cuando se consigue acomodar su volumen al aconsejable, no demasiado estridente, sonando por decir algo, hay en el bajo de lo consciente. Suena el timbre y es la cartera con un certificado. Está embarazada me dijo un día no hace mucho, apenas se le nota, y está preocupada por su trabajo, porque están reagrupando las oficinas de correo en la comarca y ya se sabe lo que ello quiere decir. Salgo a preguntarle por su embarazo y veo que quien baja del coche no es ella, sino otra que bes igual que ella, también con un pluma naranja y una corona de ricitos menudos en torno a la cara, perdiéndose por su nuca. De cerca ya se ve que no es la primera y temo por ella. Le pregunto y me dice que la han despedido: "dicen que somos muchos, pero no se yo. Nos han dado más zona para repartir" Tiene una carita de manzana, ya se sabe como son, sonrosadas pienso que por el frío que ya va haciendo.
Para Chema el jardinero un momento su furgoneta nueva delante de casa y llama a la puerta; quiere ver el jardín al que tiene que venir mañana para recortar el borde del césped, retranquear lo cosa de un metro en todo el perímetro para ganar espacio para unos arriates en los que pondré bulbos y aromáticas: los bulbos ahora, las aromáticas en primavera. Toma sus medidas mentalmente, no se para qué, y se despide hasta mañana. Cuando sube a la furgoneta le recuerdo que necesito unas piedras para el jardín japonés que me he inventado. Me las promete y se va.
Durante la mañana el coche de Samuel N... ha estado aparcado delante de su casa y he estado en un tris de pararme allí y llamarle, tomar con él una cerveza y hablar un rato de cosas nimias, pero no lo he hecho. Por la tarde ya no estaba. Vive en la gran casa a la que venía Alfonso XII a pasar finales de semana y de paso tener aventuras románticas con algunas damas que por aquí veraneaban. El jardín de la casa, de tipo parque, tiene en sus inicios más de 100 años y hay cedros y pinos que levantan muchos metros hacia lo alto y que alcanzan un considerable diámetro. Es hermoso pasear por este parque porque uno se incorpora a una realidad admirable, la del tiempo pasando y enriqueciendo la belleza.
He intentado leer a media tarde, un rato, sin demasiada convicción por lo el día desapasionado que me ha caído encima y en tomado de la biblioteca uno de los libros que se amontonan para leer, y que dejo allí para ocasiones desconcertadas. En esta ocasión son tres volúmenes que aparté para hojear al tiempo: Enrique de Ofterdingen, de Novalis; Los dioses en el exilio de Heine y los poemas de Holderlin. Debí pensar en lo interesante que podía resultar un acercamiento conjunto a los tres autores que son contemporáneos, sus años de nacimiento son 1770, 1772 y 1797. Sorprendo un verso de Holderlin que me llama la atención y que reza "Más ¿donde están los predilectos de la fortuna? y pensando en que esa pregunta todavía hoy no tiene respuesta, dejo el libro a un lado y pienso en nada, en medio del silencio, que como he dicho es el ruido que nada significa.

miércoles, noviembre 22, 2006

De la realidad para acabar.

Llevo varios días dándole vueltas al tema. Me he metido a hablar de la realidad y lo que quiero decir es lo que no he escrito todavía; y no lo he escrito porque no he sabido verlo entre la cantidad de palabras que me salen de las yemas de los dedos, dictadas por mi pensamiento, alojado en el interior de mi cabeza, ligeramente inclinada sobre el teclado del pecé. Y aún ahora que lo se, me cuesta escribirlo porque tengo la impresión, o la premonición, de que siento que todo es discutible y digno de ser vapuleado, incluso por mi mismo, y que esto que pienso sobre la realidad es una nimiedad.
Escribí primero que la realidad es extensible, pero que solamente conocemos la que nos rodea en círculos concéntricos, de primera mano, claro; y a través de los medios de comunicación, como incursiones en otros territorios que aunque nos son desconocidos y además insignificantes, repentinamente asoman y nos fuerzan a estar en ellos: un niño cae desde una séptima planta en Tokio, por ejemplo. Nosotros soñamos una realidad que no nos llega y vivimos una realidad que se repite: es una estafa nos dice alguien, solamente porque su pareja se ha roto. La vida es una estafa, pero eso ¿que importa?
Después expuse la idea de que la realidad retorna siempre, o mejor, es la misma aunque no somos capaces de creerlo: si cada día procedemos a la misma actividad, gesticulación, contacto humano, o cada período de tiempo corto, el que sea para lo que sea, entonces estamos en la realidad que va y vuelve, va y vuelve, va y vuelve, como si girara una cámara de cine tomando una visión panorámica y circular. Siempre volveremos al mismo punto de la realidad, o al punto igual, repetido. Suceden los accidentes y pensamos que la realidad ha cambiado, pero por breve tiempo, porque el tejido vuelve a reconstruirse.
Ahora intento decir que además de todo eso la realidad es predecible, que sabemos como va a ser gracias a la estadística. Basta con observar la realidad ajena y enumerarla: los porcentajes nos permiten cobijarnos en los conjuntos de mayor confort, o de mejor acomodo. Estando instalados en ellos podemos predecir cuanto vamos a vivir, con que cantidad de recursos, con que pareja, leyendo que, odiando que, amando que. Ciertamente, me dicen que decía Pla, que la realidad era el frente del que uno no podía evadirse, ciertamente, pero este frente es una guerra que por conocida no deja de ser amena, incluso divertida, según cada cual se la monte.
Hablo de conjuntos y debería, puestos a ser clasicista, hablar de cavernas, ya que todas las cavernas que guardan en su interior a grupos de espectadores contemplando las sombras en la pared, forman una agrupación de cavernas convencidos en cada una de ellas, quienes allí permanecen, de que la única realidad es la que ven en forma de sus propias sobras.
La realidad pues, no es lo que es real solamente, sino lo que es, puesto que no hay más.
Hoy, en el prado, la realidad devuelve los colores desvaídos, las condensadas brumas y la lluvia menuda entre rachas de viento, del otoño. Cambia el armario de realidad y aparecen los corta vientos, los plumas, los chaquetones, las botas, las gorras y sombreros y los guantes. En el bosque recojo unas ramas secas para astillar, ya que solo tengo leña grande y para encender necesito pequeña: tengo que afilar con la piedra la hoja para cortarlas. Siempre me da miedo coger un hacha, pero lo hago. En el jardín aparecen numerosas setas que ni me atrevo a mirar y en el invernadero he metido las ocho enormes begonias, cuatro hortensias en maceta, ocho geranios y en una bandeja he puesto a secar los bulbos de las dalias que están enormes. Con las lluvias de los últimos días la carretilla se ha llenado de un agua cristalina, transparente. Por las tardes subo a la biblioteca y escribo en el libro que intento componer, como una sinfonía, desde hace cinco años: enciendo una pipa, me pongo al lado un whisky y pongo música en el reproductor. Luego me pongo con el blog, a ver si lo acabo y al hacerlo, leeré un rato.
Pero todo esto ya lo he hecho exactamente igual en otros días de otros otoños. recuerdo el poema de Cernuda: "moriré en París, un día de lluvia del que tengo recuerdo".

domingo, noviembre 19, 2006

La realidad domada

Siento el prejuicio de la realidad, la constante sensación de conocerla ya y de, además, poderla ir descubriendo a cada instante. No se trata solamente de que me llegue la noticia de la lluvia o del sol, aquí en el bosque, o en cualquier otro lugar en que me encuentre, pero es más predecible en el bosque o en la playa, por mi mismo, porque son los lugares que por habitados menos sorprenden. ¿Quiere esto decir que la realidad sorprende?
La realidad externa poco puede hacerlo, porque viene anunciada como una profecía: mañana lloverá por la mañana y se abrirán claros por la tarde. Con la lluvia, ya sabemos, podemos profetizar una mayor lentitud en el tráfico, el crecimiento de los accidentes de tráfico, los colores diluyéndose en la retina y probablemente una mayor exposición a la nostalgia. Mañana, con la lluvia, crecerá el número de melancólicos con tendencia la nostalgia y también a la irritabilidad. Mañana, ya de por sí mañana es la premonición de la realidad que será, repetiremos la vida en todas sus dimensiones íntimas: sonará el despertador a la misma hora y el agua caliente en la ducha manará el mismo tiempo sobre el cuerpo, y el desayuno será otra vez la misma realidad, solamente cambiada por el color del día, si es que cambia, más allá de los cristales.
A lo largo del día sucederán las cosas, que si ajustamos el punto de mira a una observación casi microscópica, mostrarán apenas ninguna variación, pero si los miramos así, en general, con una mirada universal, serán la repetición exacta de una realidad que se transforma por períodos de veinticuatro horas. No importa que la relación con A o con B no sea exactamente la misma, pero la realidad es que A y B están ahí, y las relaciones con ellos, pudiendo ser variables, están prefijadas por el orden de las cosas y suelen moverse siempre en los mismos parámetros de relación humana. A y B son lo que son y no es mudable ni su naturaleza ni su situación, hasta que uno de ellos, o los dos, asalta a la realidad y la cambia: se marcha, cambia de lugar, abandona el paisaje en que se había encastado y deja, por unos segundos tal vez, el hueco de su forma, el vacío de su sonido, el rastro de afecto o de su hostilidad. He aquí, que esa rotura que se produce en la realidad dura apenas un tiempo corto, cicatriza, vuelve a su estado actual como si se tratara de un tejido indestructible.
La realidad interior deviene en profecia: convertida en pesimismo solemos avanzar cualquier acontecimiento por su final previsible. Se trata de nuestro punto de vista, de nuestro adelantarnos a los hechos preveyendo que todo puede ir peor, que el margen de error es una autovía de doble dirección. Ya lo sabemos porque ya lo decíamos y la verdad es que de la realidad exterior poco puede esperarse. Hay personas a las que conozco que pronostican siempre un problema nada más comunicarse una noticia, por buena que sea.: les toca la loteria, dios mio, ¿y en que se van a gastar ese dinero? Interpretan la realidad en clave de catástrofe y, posiblemente, no les falte razón. Tampoco conviene errar por optimista.
La pantalla de cine continuo en que habitamos proyecta un guión con pocas variaciones; hoy, en los lugares en que se mueve este mundo satisfecho de si mismo, el decorado de la realidad se monta cada día para producir el espectáculo personal de cada uno, que viene a ser el mismo siguiendo un calendario. La realidad del miércoles es CSI y la del Jueves Gran Hermano y la de los sábados y domingos es otra, siempre acomodada a un divertimento confortable. Un día, no hace mucho tiempo, comentaba esto con Mario F..., y me decía que lo que a él le resultaba fascinante en que la realidad siempre era cambiable, puesto que a él, seguidor fiel de una serie televisiba, le asombra siempre la variedad de los guiones y de las situaciones. Es cierto, pensé, todo depende de lo mucho que te acercas a mirar el detalle, y de tu fascinación por las cosas.
Pero yo encuentro que a lo largo de la vida vamos adaptando el guión de la serie televisiba de nuestro vida. Mario F... no es un pobre hombre, todo lo contrario, es joven y se preocupa por los temas de la sociedad y de la política más allá de lo que suelen hacerlo otras generalidades. Mario F... cree, no ha traspasado el tejido de la pantalla, sino que todavía de este lado cree en lo que dice el líder de su partido político y se incorpora al guión con el convencimiento de haber comprendido la verdad. Joven como es porque no llega a los treinta, trata de comprender al mundo integrándose en él y me dice "intento entender las cosas y saber de lo que hablo" y es bien cierto. Lentamente, porque la realidad, para mudarse necesita tiempo, va dejando las series televisibas por los documentales de la 2. Su realidad pasa justamente por eso, por aceptar las cosas que se encadenan cada día de manera similar, creyendo con fe casi religiosa en que abarca y comprende la realidad social y en que el mismo transforma su escenario. Y es verdad, relaticamente tal vez, pero es verdad.
La realidad de cada día es la de ayer y la de anteayer y solo varía, realmente varía solamente, cuando no comprendemos un horror que el noticiario nos pone ante los ojos, una gran horror, naturalmente: un tren que vuela, dos rascacielos que caen. La interrupción de la realidad profetizada por aquella que no podemos asumir, que nos detiene el paso y nos dice ¿ahora qué?, tiene la fuerza de lo inesperado y del descubrimiento de nuestra persona a la que habíamos olvidada en la serie de horas y minutos que vamos habitando con lúcido despiste. Ante el horror nos comprendemos de nuevo y miramos a la realidad de cada día para acomodarla a nuestro paso, hasta domesticarla.
Pero hay pequeños indicios de que se producen cambios sutiles, por ejemplo en las noticias: ayer, sin ir más lejos, una locutora en televisión decía que se iba a remover un parque público, (tal vez por "remove") y hace unos días se hablaba también en televisión de "colapsar" un hotel construido ilegalmente (collapse: derruir, derribar). Si, si estamos atentos veremos como la realidad va transformándose.

viernes, noviembre 17, 2006

Realidad y verdad

La realidad y la verdad son cosas bien diferentes aunque haya quien, con éxito, trate de convencerse y de convencer a los demás que es lo mismo. ¿Cómo podría no ser verdad la realidad que percibimos? Bajo esta lluvia que cae torrencial del cielo y forma un charco de dimensiones lacustres donde césped y gravilla rosa se encuentran en mi jardín, los colores de ayer no son los de hoy y la realidad de ayer no era la misma que hoy veo. Ha cambiado, mudado de color y de forma, adaptada al ambiente y al clima, y a mi mirada, detrás de los cristales del ventanal.
Me doy cuenta de que la realidad nos acompaña siempre, como un escenario en el que actuamos nuestra propia vida, que es también la realidad del instante o del lapso del tiempo en que percibimos su discurrir. La realidad soy yo ahora mismo, y se extiende por el amplio universo en que puedo ir abriendo espacios con la imaginación, tomando de la memoria retazos de la imagen que vivida una vez hoy imagino igual, permanente y probablemente inmutable, cuando se bien que la realidad transcurre, se transforma, muda de color y de aspecto. Aunque no veo al mismo tiempo, la totalidad del mundo que habito, el mío, el de mis paisajes y mis figuras, percibo su realidad en torno a mi y se extiende por los lugares en que he estado y con las personas que me han acogido. Descubro que esa realidad es imaginaria en la medida en que no puedo afirmarla en este momento: ignoro quien vive y quien ha muerto ya, o que paisaje se ha convertido en otro. Me impresiona la imagen de recrear una realidad pasada uniéndola a la percepción de una realidad concreta: mi biblioteca por ejemplo, en la que escribo. Como si se tratara de un plano cinematográfico, salgo del más cercano y voy adentrándome en círculos concéntricos que ya no percibo, ni los miro ni podría verlos, llegando a confines lejanos. He abierto una brecha en el universo cerrado, irreal por cuanto antes de pensar en él desde este mi lugar, ni siquiera existían. Así pues, la realidad exacta que yo protagonizo es que escribo estas líneas frente a mi PC, en mi mesa de trabajo, rodeado por mis libros, algunos cuadros, algunas fotos enmarcadas, unas lámparas de sobremesa encendidas, la noche tras la ventana y el sonido de una voz que sale de una televisión en un cuarto vecino.
Hoy, el agua de la lluvia ha sido presencia absoluta y las horas han discurrido teniéndola a ella por protagonista. Sobre las 10,00 am han llamado a la puerta y era J..., un vecino de noventa años, parkinson y cáncer de próstata, habitante de este prado desde el principio de los tiempos, pienso yo. Ha venido a preguntar por Ana porque durante diez días no han visto el coche aparcado. Un día me dijo que "todo está aquí" y señalaba con tembloroso dedo su frente. En la imaginación, al vez. O en la memoria. No me lo aclaró y no le pregunté. Creo que los silencios interpretables son más fructíferos que las respuestas exactas, porqué modelan realidades diversas que penden de las interpretaciones. Cuando era más joven, no hace mucho, preguntaba siempre. Ahora no, prefiero tener que esforzarme por interpretar lo dicho. Cuando J... se ha ido ha encarado la calle cuesta arriba bajo la lluvia, con su paraguas abierto, su chaquetón de paño y una gorra descolorida del negro al gris, en la cabeza, sobre su cabeza pequeña. "Voy, me ha dicho, a echar un vistazo a casa de los chicos" e interpretaba su realidad bajo el aguacero.
Hoy pienso que la realidad que discurre en nosotros, y este nosotros es el espacio amplio que habitamos de paisajes y emociones, no es sino la distorsión de la realidad que hubiera debido ser. Doy por seguro que nada sucede a derechas y que siempre las cosas, deberían haber sido mejores, obedeciendo al impulso o al deseo, o a la necesidad que no siempre procede de los dos anteriores y que muy a menudo va por libre. Posiblemente sería este mundo inhabitable si la realidad de cada día, la suma de realidades de todos y cada uno de los habitantes, fuera la realidad objetivada por el deseo, construida por el anhelo. Inhabitable de dicha y por ello, por pura prevención , distorsionada. Al fin, concluyo para mi, la ´ñunica realidad habitable es la que está formada a partir del deseo y de una medida y controlada porción de desgracia: esa es la que nos humaniza.
En esta realidad que resumimos en el instante en que la percibimos, la primera distorsión somos nosotros. Nos coge el acontecer poco preparados para sobrellevar el peso de la percepción de las cosas. He oído afirmar a personas, en momentos trágicos de sus vidas, que "la vida es una estafa". ¿Porqué? Porque nada sucede como debe, porque creí ser feliz y mira que nivel de desventura. Nosotros distorisionamos la realidad porque somos los primeros en equivocar el paso y por lo tanto deformarla; perdemos el sentido de la orientación y acabamos dando tumbos en la pobre realidad que resulta de todo. Cómo decía J... con su tembloroso dedo apoyado en la frente "todo está aquí", pero no modifica nada.
Pero he escrito al principio que realidad y verdad no son la misma cosa y es así ciertamente. La realidad discurre, se transforma, es el presente que envuelve cada gesto, la proyección del yo, esa distorsión si gustamos de verla así, la emoción del momento o su alegría. La verdad, al contrario permanece, es inmutable. Y eso me hace feliz, porque al recuperar mediante la memoria la realidad pasada, puedo percibir con toda claridad, que agacha la cabeza y disimula cuando coincide con la verdad. Y aunque yo no esté seguro de discernir entre la una y la otra, o más que discernir, de saber diferenciarlas al fin para no confundir a quien me escucha o lee, si soy capaz con poco esfuerzo, en el caso de desear hacerlo, de poder afirmar que muchas realidades vividas, eran pura mentira.

martes, noviembre 14, 2006

´La luz, mi luz

Estoy escribiendo y escucho una música cuyo título y autor desconozco: es tan hermosa que no siento ningún interés por averiguar más; escucho y escribo. Por la ventana ha caído la noche y el mar es una cueva de oscuridad en las que el cabo lejano se distingue por un fogonazo lento que sin llegar a deslumbrar se hace bien patente. Arriba hay ruido de muebles, deben estar haciendo cambios, pero no alcanzan a molestar. La paz es un estado de animo, comprendo que eso es lo que sucede.
Mañana cogeré el coche y volveré al bosque por unos días, pero estos cielos radiantes del otoño, esta luz del mar tan blanca sobre los fondos azules que destellan, estos vastos espacios que abre la bahía y el horizonte en un abrazo gigantesco protagonizado por la luminosa nada en que todo permanece quieto, todo esto que narro con palabras incapaces de expresar lo que los ojos ven, me pide que vuelva.
La luz es un lugar para habitar y el Mediterráneo mi privilegio. Me lo dijo una amiga francesa hace muchos años" vivir en el Mediterráneo es un privilegio"; ella se había asentado en Barcelona, que no tiene esta luz brillante de Alicante, sino que mucho más envuelta en calimas parece acariciadora y dulce, sobre todo en los otoños. Su matrimonio se rompió y la despidieron de la compañía en que trabajaba, que dirigía él. No hay canallada que por bien no venga, se podría escribir, porque decidió quedarse en el hogar de la luz en lugar de volver a su París; con el tiempo conoció a un barcelonés y ya nunca más supe de ella.
Esta luz de Levante se ha quedado viviendo en los lienzos de Sorolla, en la arena de la Malvarrosa, en los niños que juegan donde rompen las olas, en las señoritas que pasean, en los bueyes que tiran de las barcas mar adentro, en los lienzos de tela, en las velas. A mi, cuando miro esos lienzos me viene a la cabeza el sonido del Tango de Albéniz, las notas que van rodando entre silencios. De mis abuelos cartageneros me ha quedado una nostalgia por algo que nunca me explicaron pero que vi de nuevo y me quedé como de siempre mío cuando me asomé al mar de Cartagena.
En el ADN de cada uno debe de haber un trozo de paisaje, un cachito minúsculo que crecerá hasta ser inconmensurable si se da con la clave genética, si se repite el milagro de llegar a la luz inicial, al estallido primigenio en que los ojos se abren y ven. Aunque me gustan las luces silenciosas y azulonas de Galicia, que también allí tengo abuelo, como abuela en Aragón, ya todos muertos, muertos desde siempre de mi vida, pues aunque me gustan los azules mórbidos y disimuladores del Cantábrico, prefiero la luz que estalla desvergonzada y recorta el aire como si fuera nada, un espacio de transparencias entre tú y yo, entre todos y todo.
Esta bien, en el Génesis, escribir aquello de "hágase la luz" y se hizo, como si de un pintor se tratara en un lienzo de negrura insondable. ¡Que momento imposible! Sobre una oscuridad negadora se derraman de repente los millones de kilovatios de la creación y el hombre alcanza a conocer y a reconocerse. Zurbarán derrama luz desde su paleta en los pliegues de los hábitos de estameña o lino, como si fuera dios haciendo la luz en esa penumbra en que se mueven las figuras piadosas. Los ventanucos de la pintura española del barroco tienen una única función: dejar entrar la luz que ha de dejarnos ver y el pintor hace el milagro y los abre para nuestros ojos.
Cada mañana, al levantarme, me asomo al mar que se extiende a unos cientos de metros y veo la luz y el agua, y la silueta de la isla de Tabarca que se levanta un poco en el horizonte para que se repare en ella, y el cabo de Santa Pola. Habitamos geograías y es bueno conocer los nombres de las mismas, saber por donde nos ha de herir el norte o aniquilar el sur. Millones de desventurados miran la luz y no ven la maravilla, absortos en su desesperación. Un dios de modernidad ha dividido a los ángeles en buenos y malos y los luciferinos están al sur. Como no escribo de sociología ni de política, me vale decir que así lo veo y siento. Nosotros tenemos la luz y ellos la desesperanza, y mientras desayuno en mi terraza, pienso, que conviene no olvidar un cúmulo de cosas que probablemente vamos mineralizando en conceptos. Cabe defender nuestra belleza, pero no olvidar que como escribió Camus, "en el fondo de la belleza late algo inhumano"
En Nápoles, al otro lado de este espacio inmenso que s eme ofrece a la vista, asomado como estoy a la terraza, bien es verdad que girando un poco la cabeza hacia el este, vi la luz del ocaso que se derrama en la ciudad, recibiéndola como una amante las caricias ya algo ahitas, ya algo satisfechas. No es la misma luz, que aquí es la de la mañana la que llega del este y acaricia un despertar lascivo e ingenuo. La diferencia en el mensaje de la luz es clara: aquí en el levante que recibe el sol cuando amanece se nos anuncia el esplendor del día por llegar, y en la otra vertiente, el sol que acaricia cuando atardece nos resume la hermosa noche hacia lo que nos encaminamos.
Olor de jazmín y buganvilla cuando se van los soles que nos iluminan. Me pongo dos dedos whisky en cuatro cubitos de hielo y me asomo a la terraza y pienso en lo hermoso que sería este mar, cuando en vez de maquinas flotantes, las velas lo habitaban, silenciosas y restallando los cabos se movían por el horizonte o se acercaban a la playa y al fin la voz del patrón se hace reconocible.

sábado, noviembre 11, 2006

Este aburrimiento...

Tiene un una mano un montón de tarjetas de plástico y en la otra el billetero abierto; las mira una a una, por una cara, parece que leyendo atentamente y luego la otra cara. Cada vez que ha repasado la tarjeta la pasa a la parte posterior del montón. Está ensimismada, sentada en el banco de diseño de aluminio, entre paredes de cristal, de la parada de autobús. Goyerri ramonea alrededor y eso me permite contemplarla, con disimulo mínimo: la muchacha es joven, rubia, lleva el body encogido sobre el ombligo, que es la moda y unos vaqueros deshilachados: podría ser mi hija menor o mi nieta mayor, cosas ambas que no tengo. espera el autobús, pienso; está aburrida, pienso. Me alejo de allí pensando en el aburrimiento. Se me ocurre por un instante que podría ser una ladrona echando un vistazo a su botín, pero lo descarto de inmediato: ni mi hija ni mi nieta se dedicarían a semejante oficio; pienso.
Está aburrida, me digo, está aburrida. Me sorprende que no lleve el móvil conectado a la oreja, pero tal vez no tenga a nadie con quien confidencializar y eso, aún mucho más, la hunde en el aburrimiento. O es simplemente una chica solitaria, las hay, tímida, retraída: y está aburrida.
Quien está aburrido, imagino caminando, está dentro de si pero no ensimismado, nadea que es palabra que me han enseñado hace unas entradas en este blog. Nadear es hacer nada, pensar nada, y ser consciente de ello; nada exterior les ocupa, nada exterior les reclama, pero despiertos como están miran sin ver, escuchan sin oir, piensan sin saber y sienten el agobio de nada alrededor y nada en si mismos. Cuando alguien se aburre dice, suele decirlo, que nada tiene que hacer; es consciente piensa de la sensación de inutilidad absoluta, no de si mismo, sino del tiempo que se el escapa sin hacer nada, que no es lo mismo que nada que hacer. Porque se puede huir de esa circunstancia mirando las tarjetas de plástico que llevamos en la cartera o las puntas de los zapatos propios. Hay mil huidas a ningún sitio cuya única misión es acelerar el correr del tiempo en momentos de inutilidad.
Tiene pues el aburrimiento un componente fundamental de tiempo vacío, deshabitado aunque sea nuestro, pues nada hacemos para darle otro valor que el de la biología que se nos pierde. En ese tiempo despojado de todo salvo del respirar aceleramos el paso y corrernos a morir sin percibirlo. El tiempo del aburrimiento nos suicida con lentitud, no diré que nos mata, que la duración va a ser la misma, pero nos suicida porque abandonamos el habitarlo, estemos en el borde de una playa o en una parada de autobús o caminemos por el bosque. El aburrimiento anula una parte vital y nos disuelve; nada de cuanto sucede a nuestro alrededor forma parte de nuestro estar y nada podrá ser nuestro ser. Una persona aburrida es una persona que renuncia a si misma y a llenarse, y por poca importancia que le de, lo que busca es el sucedáneo del ser, otra manera de ser que es no ser.
Probablemente, porque me cuesta recordar, yo me aburría; en otro tiempo de esta misma vida que tengo, que no hay otra, me aburría perdiendo el tiempo, que es frase importante a la que no se le da categoría de tal: perder el tiempo; ¿qué haces? Estoy aquí, decimos, perdiendo el tiempo. Conscientes de estar en un sitio que se determina, pro el acto de estar, un lugar físico, pero perdiendo lo único que tenemos y que llega con la vida y con ella se va: el tiempo. Ah, nuestra duración, tan plena si queremos, tan vacía para muchos que no llegan a percibir como se agota... Aquí, `perdiendo el tiempo, nos dice o nos decimos, o le decimos a otro que nos sorprende en estado de nada. No tengo nada que hacer y por eso me aburro. Cómo si perder el tiempo, dejarlo ir, abandonar al tiempo como abandonar al río que nos lleva, fuera algo que hacer cuando lo que sucede es que estamos en su corriente y cada recodo del trayecto debiera despertar la atención para extremar cautelas o disfrutar del bello paraje. No tengo nada que hacer, le dirá el patrón de la nave al viajero (y somos los dos en esta vida nuestra: patrón y viajero, la misma cosa) mientras absurdamente la nave va sola, llevada por los demás, que tan ajenos son...
Aburrirse, pienso, es dispararse un tiro en la sien y renacer más tarde, dolidos, disminuidos por el encontronazo. Si uno abre los ojos ve los cambios que produce la luz al avanzar el día, descubre en cada persona que se cruza con él un universo, recorre con la imaginación caminos que ya hizo y asiste a espectáculos que ya vio, saborea maravillas o se duele de horrores que ambas cosas contiene su imaginación, y al fin vuelve a la realidad y vive sin haber perdido el aliento vital que contiene su tiempo.
Mientras me voy por la acera, camino del acantilado del Cabo para caminar un rato, deseo que llegue el autobús y la chiquita que podría ser mi hija o mi nieta, salga de su aburrimiento y descubra que las tarjetas de plástico son una fruslería. Seguro, que ni siquiera se ha dado cuenta de que yo la he estado contemplando un rato, tan bonita como parecía. A Goyerri le hubiera gustado una caricia suya.

miércoles, noviembre 08, 2006

Felices sueños

El silencio que envuelve es la memoria: no tiene sonidos, solo imagina imágenes. Es cine mudo en el que frases y palabras vienen dadas, informadas sin oirlas, comprendidas sin escucharlas. Soñar y recordar es imposible y queda el sabor o el desencanto. Los sueños significan un estado de ánimo. Segismundo de Calderón sueña que toda la vida es sueño, o acaba sabiéndolo que la vida es vida y no hay puerta de escape hacia lo irreal. Ha pasado lo bueno como un sueño, dice lo popular, porque lo bueno no se detiene y acaba borrándose de la memoria, quedando como un retazo. No es voluntario soñar, pero si imaginar hasta que el apagón de los sentidos vence al ánimo lúcido. Como tanta gente he soñado que me caía y me he despertado cayendo, asustado. El miedo, cuando se sueña es real, es lo único real que permanece, la sensación de angustia por el miedo pasado, no sé lo que fué pero me perseguía, dice quien habla contigo hasta que me desperté; después me quedó esa sensación todo el día y me lo acabó amargando.
Cicerón soñó a un Escipión que soñaba en una Roma regida con justicia y nunca sabremos si era él el sueño o el soñador. En lugar de un sabio varón de concordia, aparecíeron legiones de generales y el sueño se convirtió en pesadilla. De esos sueños la sangre es la respuesta y es peligroso tenerlos porque alejan la realidad que nunca ha sido y que nunca será. Insensatez es soñar en un mundo mejor y explicarlo a los demás, doble insensatez: te han de tener por tonto. No son solamente los sueños de la razón, aunque esos casi todos, sino los sueños impropios amparados en el disimulo, los que generan monstruos incorregibles que repiten hasta el infinito los dos estados de ánimo sobre los que el hombre construye sus imaginarios: amor y odio. Se sueña sin saber lo que se sueña y se ama sin saber a quien se ama, porque todo es al fin un disimulo. Cosméticas hay que venden preparadas para que una máscara ocupe el lugar del rostro y mude la entonación. El primer amor del hombre cuando es niño es fruto de la inseguridad que si estuviera seguro de si mismo y capaz fuera de alimentarse, probablemente no amaría. Se ama a la mano que alimenta, como se ama al otro porque se le quiere, de querer es tener, de querer es poseer, porque amar es un acto de voluntad posesiva y darse bien podría ser la añagaza de la busca de compasión. El odio, sin embargo, es un hecho concreto que se reconoce con solo sentir su aleteo. Odiar es tan concreto que no puede alimentarse de sueños.
Me pregunto por los sueños reales de los hombres que sufren, los sueños hijos de la tragedia real que es el acoso a la vida, el secuestro, la realidad banal en que lo horrible se convierte en ordinariez de cada día. ¿Que sueña el secuestrado por el terrorista? ¿Y que sueña el terrorista? ¿Podrían compartir sus sueños? O el hombre marcado por el destino atroz de la voluntad del otro, ¿ya ni sueña? Cierra los ojos y descansa, se recompone, recupera sus celulas, limpia sus neuronas, para acabar despertando horas después, de nuevo en la desesperanza. A veces siento que el destino trágico no es la muerte sino su imposibilidad, el hombre encadenado a vivir en la voluntad del poderoso, aquel que no tiene ni la posibilidad de la rebeldía. El destino trágico de la víctima termina con la muerte, no puedo escribir que felizmente, pero si liberadoramente. ¿Sueña dormida la víctima? ¿O sueña despierta? Es más probable lo último porque si quiere recuperar la esperanza tendrá que volver atrás, a la memoria, y soñar con los pedazos de ella: afortunado si puede elegir. Si no, terrible es la condena. Un hombre secuestrado en la voluntad del verdugo, sin memoria, no posee ni siquiera el refugio del pasado y su vivir es el constante presente que es tortura: el tiempo no corre. se dilata y uno flota en él como una nave espacial a la deriva en el inmenso vacio oscuro, alejándose de nada y de nadie, viajando hacia ningún sitio.
No es cierto que el hombre verdadero esté en los sueños; allí, si algo hay es la entrega inerme a los vaivenes del capricho inconsciente. No se de nadie que después de soñar haya corrido a acabar con sus días desesperado por haberse asomado a los inalcanzables lugares en los que mora el terror o el placer supremo: huye de uno y no alcanza el otro. Tampoco se cuales son porque me lo han explicado mal o lo he aprendido de mala manera: mi lectura de Freud es muy lejana, y por un, posiblemente insensato, desprendimiento, no he sentido nunca la necesidad de volver a él. Cuando era más joven leía por oleadas, de From a Freud; de Lenín a Mc Luhan; de Aron y Camus; de Adorno a Sartre; si soñaba no me consta; ahora recuerdo que sueño sueños que no recuerdo. Me despierto a veces contento y a veces menos. Hay cosas que no sé haber soñado: la lluvia, por ejemplo; la tormenta horrorosa; una galerna en el mar; la guerra: nunca he soñado, creo, la guerra. Tampoco he soñado con amar o con ser amado, así que a fin de cuentas no se que es lo que he soñado.
Me he despertado desvalido, en una época aciaga de mi vida sin trabajo, sin dinero: recuerdo que el teléfono dejó de sonar porque lo cortaron y la luz se apagó. No se abre la puerta porque son facturas y apenas se respira para no quemar el tiempo, única propiedad: y no recuerdo los sueños de esos días. "Yo sueño que estoy aquí / de estas prisiones cargado/ y que alguna vez me ví / en más lisonjero estado..." El sueño de Calderón recuerda otro tiempo y otro estado mejor, al que se querría volver no en el sueño sino en la realidad. Tampoco recuerdo los sueños de aquellos días, pero si la angustia de la luz de la mañana al entrar por la ventana. Había un lugar hermoso, por la noche, en el que nada te perseguía.
Apagar la luz y escaparse al sueño dejando el equipaje del día, como irse.

lunes, noviembre 06, 2006

Encuentros




Cuando llegamos ayer a la casa del Cabo la tarde estaba gris. húmeda pero no fría. Viajábamos hacia el este de manera que al llegar a destino la hora de oscurecer de nuestro reloj en el prado todavía no había llegado y aquí ya nos acercábamos a ese momento del día en que el Corán llama a iniciar el Ramadán, que es cuando no se puede distinguir un hilo blanco de un hilo negro. La imagen de la falta de imagen siempre me ha parecido sugerente.
Temíamos lluvia, pero no ha sido así; no hay parte meterológico que coincida, ni siquiera en eso que llaman probabilidades de lluvia: fuera la que fuera seguimos sin ella. Desde la terraza veíamos un barco enfilando el puerto a las últimas luces del atardecer y el sonido del domingo era, exactamente el silencio, la ausencia de sonidos significantes. También durante las cuatro horas y cuarto de viaje la carretera permanecía prácticamente vacía en el sentido hacia el mar, que es lo bueno que tiene viajar en domingo a contra corriente. Todo sucedió de tal manera que nos fuimos sumergiendo en un mundo sin gente, o sin apenas gente. Bajamos al acantilado y en el paseo que lo bordea, un estrecho paseo que han hecho aprovechando el camino tradicional de uso de los carabineros, Goyerri volvió al mar; cuando eso sucede su nariz aletea, se pone rígido y tenso de manera que parece a punto de romperse, le tiemblan las patitas y sus orejas, caídas a ambos lados de la cara porque nos negamos a recortárselas como se hace con los perros de su raza, pugnan por levantarse como antenas aunque el peso es seguramente demasiado y quedan como están, pero temblorosas.
En los bancos algunas personas sentadas de cara al mar, al sur, a África, que es la dirección de esta parte de la bahía en su curva muy abierta. Corretean perros de ellos olisqueándose, despreciándose al cabo de un corto husmear, deambulando sin ton ni son, o por lo menos con el ton y son suyo. Una pareja que llevan a su alrededor un perrillo, un medio caniche medio otra cosa, que se para a reconocer su género en Goyerri se detienen junto al banco. El más joven nos explica que no es caniche Curro, pero que lo parece, y el mayor, con aspecto de marinero rudo, cabello cortado al cero, fornidos bíceps y tatuaje en el antebrazo nos pregunta si ha pasado algo: ¿donde? le preguntamos y él señala hacia el Paseo más arriba; por allí nos dice vagamente, es que he visto gente o algo así. Pues no, so sabemos. Bueno, dice, seguramente no ha pasado nada.
Nos quedamos solos viendo como anochece.




Por la mañana, hacia las doce y media hemos bajado a la playa y por primera vez en mi vida, estoy seguro de ello, nos hemos encontrado de nuevo con el mundo semi desierto que habitamos desde ayer: en todo el vasto espacio de varios kilómetros, puntos diminutos significan personas que vienen hacia nosotros o se alejan hasta no ser nada. Algún perro alrededor de ellos. En compañía, solamente Ana y yo, y Goyerri en el culmen de la excitación, corre hasta donde rompen las olas y empieza la apasionante aventurar de entrar y salir unos pasos del líquido, a mirarme para que corra con él, a hacerme correr hasta agotarme separándonos de Ana y volviendo a ella. Nos comunicamos muy bien, él me mira y yo se que quiere algo y entonces arranca a correr, sin velocidad primero para que yo arranque a mi vez, luego va acelerando, mantiene siempre una cadencia controlada para no dejarme atrás porque eso podría hacer que yo desistiera de la carrera. Soy un velocista estupendo, siempre lo he sido, y a traición pongo la directa y le sobrepaso, lo dejo atrás; entonces él acelera el tranco y me alcanza, pero ahora se le ve en la boca abierta la señal del esfuerzo, como en la mía. Cuando paro me inclino, toso, pierdo los pulmones, necesito aire, y él, junto a mi me mira y respira agitado. Ana llega desde lejos con su paso cansino de los días de cada día.
Volvemos y nos encontramos al General. Era camarero en un chiringuito de arroces en la playa que dio en llamarme coronel cada vez que íbamos a comer al mediodía, sobre todo en invierno. Nos dejaban llevar a Goyerri y comíamos fuera, en diciembre a diecinueve o veinte grados de temperatura, bajo un sol agradable, degustábamos un arroz con un vino rosado frío en jarra de barro. Este camarero se alegraba de vernos cuando llegábamos, jugueteaba con Goyerri y se empeñó en llamarme coronel, no se porqué ni se lo pregunté, pero yo pasé a considerarle mi superior en las lides del arroz marinero y de la paella y le gradué general. Así nos llevábamos bien cada vez que nos veíamos: éramos el coronel, la señora y el pequeño este. Derribaron el chiringuito para remodelar el paseo de manera espectacular y hoy, al volver hacia casa después de los baños de mar y las carreras, lo hemos encontrados ocupando uno de los nuevos bancos de madera, sentado junto a una figura de bronce que representa con realismo acertado a una muchacha leyendo un libro, sentada en el mismo banco. "Hombre, mi coronel, cuanto tiempo sin vernos". A esas alturas Goyerri ya estaba encima del banco aullando de placer (es así, no es exageración: aullando de placer). "Hola, mi general, le digo. Ya no hay chiringuito". "Ni trabajo" y abre los brazos señalando el espacio vacío de playa que ocupaba el establecimiento. "Me han pasado a la reserva, ya ve". "¿Y que va a hacer?" preguntamos. Se ríe y me doy cuenta de que es más joven de lo que creía. lo que pasa es que un enorme mostacho sobre el labio superior le presta un aspecto de madurez que no alcanza los cincuenta años. "Estar sentado, leer el periódico, esperar. ¿No tendrá un trabajo para mi?" No, le digo, ya sabe que no vivo aquí y además no -me da un poco de vergüenza decir que estoy jubilado, no se porqué- no tengo ocupación. "Pues nada, me dice, a no apurarse. Chapuzas salen, pero a veces vale la pena y apenas es mejor no enrolarse. En primevera volveremos a las mesas" Nos despedimos: adiós mi coronel, adiós mi general y oímos marchando su voz que ría: en la reserva, de momento en la reserva y sin paga.
En el jardín del edificio donde vivimos Gabriel está trabajando ajustando una terminaciones eléctricas en una de las, luces que rodean la piscina. Un vecino al que no conocemos personalmente, pero si hemos visto alguna vez le mira a cuatro o cinco pasos de distancia. Hombre Gabriel, le decimos, ¿que tal? Es joven y agradable y le consideramos trabajador por lo que le vemos hacer. Baja de la escalera y viene a darnos la mano, se muestra alegre. "Me he casado, volví ayer del viaje" ¿Nos alegramos? La verdad es que da igual que Gabriel se case o no, como da igual que el general tenga o no trabajo, pero le damos la enhorabuena cordialmente. Le dejamos en lo suyo y al retirarnos el vecino nos acompaña un par de pasos detrás. Dentro del portal se decide: "Han perdido el entusiasmo" nos dice. ¿Quien? le pregunto volviéndome a él. ¿Qué ha perdido? "El entusiasmo, se ha perdido el entusiasmo". Pero ¿quien, ¿Gabriel? "Si, Gabriel, todos, todo el mundo, la gente ha perdido el entusiasmo." Ya estamos en el ascensor. Goyerri no simpatiza con él, no mueve el muñón de rabo que tiene y se acurruca entre las piernas de Ana y la pared del fondo. ¿Porqué lo dice? El ascensor se para antes de llegar a nuestra planta y el hombre se apresta a salir. ¿Porque lo dice? le pregunto. "Solo con leer el periódico se ve, ya no hay entusiasmo para nada. Y ese chico, debe decirlo por Gabriel, también. No hace nada a derechas" Sale del ascensor, ni hola ni adiós.
Pienso que en este mundo de la playa, semi deshabitado queda muy poca gente e imagino que tal vez sea así porque debemos estar despoblando el planeta, o por lo menos este litoral, y solamente quedan, inservibles, dos homosexuales que pasean a Curro, el General pasado a la reserva, el conserje recién casado que nada hace a derechas y el notario del des entusiasmo. Ah, y nosotros tres. Bueno, resistiremos.


sábado, noviembre 04, 2006

Paisaje sin figura: Pepe A. C.

Cruza el prado un viejo Citroén C8 de color gris al que reconozco porque lo acabo de sacar de la memoria y lo he traído aquí, emergiendo de la niebla que cubre las cumbres. Camina lento, sorteando los baches de la mal asfaltada calle con cuidado de que ni una mínima fracción de sus ruedas pueda entrar en un desnivel. Conozco al conductor y a lo cuidadoso de sus manera: cuando los domingos por la mañana lava el coche, frota las ruedas con detergente, no la llanta de material plástico, sino la goma y pasa un destornillador con paciencia por los surcos trazados en la misma. El coche reluce como el primer día. En la repisa tras el asiento trasero cabecea un perro eternamente, de arriba a abajo, tendido a lo largo de aquella y en los asientos luce un cobertor de ganchillo de lanas multicolores y pequeños rombos hechos con minuciosidad. Conozco al conductor: es Pepe.

Llega desde más de treinta años atrás, varias vueltas de la rueda del tiempo, y lo veo fresco como una rosa, bajar del coche y saludarme alegre como siempre, "¿que pasa, señor Rivera?" dándome un abrazo, con su cabello entrecano y corto, apuntando rizos, sueltos y crecidos por la parte del cogote; su cara anchurosa y sonrosada, afeitadas las mejillas hasta la extenuación y con el olor de la loción rodeándole como un escudo protector. Provocando, decía él, esto las provoca a acercarse y oler y yo les digo, deja un besillo aquí, (ponía las yemas de dos dedos de la mano derecha con suavidad en la cara, y ellas lo dejan oliendo a gloria pura. No sé si era verdad, pero rezumaba limpieza como un bebé recién bañado y su arreglo era de tal esmero que ni una arruga en su camisa siempre blanca, ni una mancha en su corbata discreta ni un desajuste en la confortable posición de la chaqueta, suelta ligeramente sobre el cuerpo para disimular un principio de obesidad que paliaba la deseada esbeltez de junco andaluz que nunca tuvo. Cinturón y zapatos marrones brillan con el sutil resplandor del cuero usado pero bien cuidado.

Lo he traído al prado en el viaje imposible que facilita la memoria aliada a la imaginación y que solamente se construye desde la inspiración, sentado ante el teclado del pecé. No se, no puedo imaginar donde estará Pepe A.C., aunque es posible, por los años pasados y su edad entonces, que ya no esté. Son las cosas de lo que llamo Paisaje sin Figuras y a lo que dediqué con este nombre un post hace meses. Las gentes que hemos conocido se nos quedan eternizadas en un momento de nuestro acontecer con ellas y ya esa eternidad nos brinda una compañía de la que hablamos siempre en presente. "Conozco yo..." decimos de alguien a quien no vemos desde antes de la muerte de Franco, por ejemplo, que van ya para 32 años, y en verdad a Pepe le conocí por esos antes.

Yo trabajaba entonces en la central de una multinacional, era joven, muy joven y tenía un puesto en marketing al que la suerte me había catapultado. El era el Jefe de Ventas del área de Andalucia Occidental, la 6 en términos del Departamento Comercial. No existía por entonces Nielssen con sus divisiones en áreas y sub áreas y cada cual estructuraba las cosas como quería. Tenía a su cargo a dos vendedores, de mayor edad que él, a los que llamaba para su desesperación "mis niños". Eran viejos vendedores, representantes reciclados que vivían de un fijo más una comisión más gastos de desplazamiento y estancia, gastos extensos por cuanto visitaban a la totalidad de confiterías, dulcerías, panaderías, tiendas, supermercados y mayoristas distribuidores de caramelos y goma de mascar.

Odiaba subir a un avión con tal esfuerzo que nunca lo hizo y a todas partes se desplazaba con su impecable C8 y su perro cabeceante en la repisa trasera. Naturalmente que ir a una convención le representaba tomarse dos días para el viaje de ida y otro tanto de vuelta y eso provocaba la desesperación de la Dirección que cuantificaba el coste de la reunión en falta de días de venta. Pero Pepe era Pepe desde mucho antes de que la Dirección de entonces estuviera al mando: Pepe venía de ese mundo anterior en que uno se quedaba en una empresa y conocía al Director, que era el dueño, a su mujer, a los niños, a la familia y veía a todos crecer como ellos le veían a él. Yo llegué con el primer cambio de mentalidad, menos sensibles si se quiere, más efectivos tal vez, pero todavía anclados en afectos y respetos personales.

Cuando Pepe, uno de los antiguos, - tendría entonces cincuenta años y llevaba casi treinta trabajando allí- quería imponer un respeto a los nuevos, los jóvenes cachorros que pretendíamos saber todo sin saber que nunca existe el todo en estos asuntos, levantaba la voz y la mano adornada por una breva de Alvaro y decía: "a mi me dijo Don Juan, un día en Sevilla, que lo que no va para bien va para mal, y eso se sabe con solo mirarlo". Esa frase sentenciosa, dificilmente sería de Don Juan, el fundador, a quien yo no conocí porque, catalán como era, no es el tipo de reflexión cargada de pensamiento abstracto el que le correspondía, y más me sonaba a mi a la cosecha de Pepe, andaluz y jerezano, que son como las capas de la cebolla, cosas que al complementarse engrandecen.

Pepe dominaba el arte andaluz de la ambigüedad y sus respuestas eran siempre opinables y matizables y en cualquiera de los dos casos abrían múltiples caminos que uno podía explorar si trataba de profundizar, por que al fin y al cabo lo que era perceptible a poco que se pensara era que Pepe, sentencioso, cariñoso, carismático y entrañable, nadaba siempre en superficie y su simpatia era el mejor acomodo para un disimulo de su realidad personal más íntima. Siempre explicaba anécdotas de su niña, de su niño, de su mujer, de los compadres íntimos, de los amigos, de los vecinos: era un surtido anecdótico extensísimo que se salpicaba de manera continuada con los chistes, todos buenos, enormementes buenos, que lo eran por su habilidad para contarlos, seria y chispeante, mímica y gestual. Pero la verdad es que de esa enorme nube de alegría de color rosa, se sabía bien poco. Si alguno de nosotros, por poner un ejemplo, le preguntaba: "Pepe, ¿tu quieres a tu mujer?" el te contestaba abriendo los brazos y subiendo los hombros para subrayar la sonrisa "pero muchacho, ¿como no voy a querer a mi María" y empezaba a contarte que se conocían desde los trece años, que ni ella ni él habían tenido otra pareja, ni de novios ni nada de nada... Almibar, pensábamos, almibar.

Hasta que un día le percibí cansado. Una noche en un hotel de Pamplona nos hizo reir a todos mientras antes de subir a descansar, reunidos los vendedores de la compañía para preparar la campaña de Navidad, le pregunté yo por lo que haría en el caso hipotético de que le tocara la lotería. No es que se pusiera serio, eso era imposible, pero si es verdad que la pregunta, por la razón que fuera, le afectó por dentro y se aprestó a comentarla en un diálogo que fué más menos como sigue, aunque lo que no puedo transcribir es su incomparable acento jerezano.

- Pero, ¿mucho dinero?
- Pepe, te toca la lotería y todo el dinero del mundo. Millones y millones de pesetas.
- O sea... ¿para toda la vida?
- Para toda la vida, Pepe.
- ¿Para comprar un piso para cada uno de mis hijos y un cortijillo para mi?
- Y una casa en la playa, Pepe. Y cambiar de coche.
- No, si yo con este coche voy bien.

Se quedópensando unos segundos.

- ¿Y para dar a mis hijos además del piso un puñado de millones?
- Y quedarte tu con más, si quieres. Y dejarías de trabajar a tu gusto. Y montar un negocio.

Los demás escuchaban con atención y Pepe se convirtió, con ese movimiento de las personas que forman un corro en torno al orador, en el centro de nuestra atención y de algún otro cliente del bar del hotel.

- Pues mira, me dijo a mi hablando para todos - lo primero dejaría a la casa en la que llevo más ya de treinta años, con mucho cariño, pero si no hace falta trabajar no se trabaja. Después me tomamría unas vacaciones de unos meses, en casa, nada de viajar, que me he hecho todos los kilómetros que me tocan y muchos más. Y cuando estuviera descansado y aburrido, al cabo de unos meses, me iría a Bernado Mula -era uno de los más importantes distribuidores de caramelos, baratijas, frutos secos y demás que había en Sevilla- mi compadre y le pediría una cajita de chicle de los nuestros, Bazoka, de 150 unidades al precio que tuviera marcado, y unas bolsas de caramelo blando, el Mix y el nuestro, y unas bolsas de granel para vender a la pieza. Me lo metería en una carterita de cuero que tengo en casa que era de mi padre y que no he usado nunca, negra, limpia, con un cinturón alrededor para que no se abra. Me iría después al Corte Inglés y compraría una de esas mesitas de playa que se pliegan, que no pesan nada ,y una banquetita para sentarme, a juego con la mesa. Bajaría a la sección de manteles y compraría uno bonito, blanco, de tergal que no se arruga. Con todo eso me iría a la calle de Sierpes, allí donde está el Círculo de Agricultores, que tiene un kiosco de prensa diaria delante, donde compraría mi ABC. Serían las once y media de la mañana más o menos. Un poco retirado del kiosco abriría la mesa y la pondría, luego la banquetita, chica, al lado y encima el mantel. Entonces abriría la cartera negra de mi padre y sacaría la mercadería. La cajita de chicle abierta, donde se viera bien la cartela que usted ha diseñado- eso iba por mi- y al lado los caramelos, los frutitos secos, pipitas, altramuces, garbanzos, en fin, todo muy ordenado a la vista del público. A las doce menos cinco, me sentaría en la banquetita, abriría mi ABC y empezaría a leer hasta que, como a las doce es la salida del colegio, llegara la primera mamá con su niño y me pidiera: "dele usted al niño un chicle" y entonces...

Hizo el silencio que llegaba al final de la lenta narración con que nos había regalado. Todos, expectantes.: concluyó:

- Y yo le diría, "no señora, esto que está aquí en la mesa, no se vende".

Se hizo un silencio y explotó la risa incontenible, exterior al corro, reían también otros clientes del bar y Pepe reía también, porque es arte del contador de historias reirse el primero para animar a los demás. Reímos, le palmeamos la espalda, y nos fuímos a la cama.

La anécdota se hizo histórica y la he repetido en innumerables ocasiones; siempre he hecho reir con ella. Al cabo de un tiempo dejé a la compañía y seguí el camino que conduce al fracaso total dentro del éxito; y un día caí en la cuenta, contando la historia, que Pepe había contado su realidad, harta de vender caramelos durante treinta años.

Otro menos sutil hubiera dicho "os enviaría a todos a tomar..."

jueves, noviembre 02, 2006

De la música y su conocimiento

A veces pongo música para escribir, o para leer, o para estar. Durante una época de mi vida, hace años, cuando los domingos eran días reconocibles porque al día suiguiente me esperaba el trabajo alimenticio, ponía óperas los domingos por la mañana; reconozco mi enorme gusto por ella, más que gusto, adoración. No puedo dejar de emocionarme cuando escucho la Casta Diva, sobre todo si es por la voz de la Callas; también Wagner, la obertura del Parsifal donde parece que las ondas sonoras puedan llevarte lejos, a un río de humedades románticas en los remansos del Rin; y de Verdi, es mi gusto personal en el que coinciden pocos, Simón Bocanegra, con ese arranque donde la música viene de lejos, en golpes sordos, y te envuelve. Ahora sigo poniéndola pero menos y junto la audición de la ópera y de la música mal llamada clásica, escucho jazz, al que conocí en mi infancia, en mi casa de entonces, cuando mi padre me explicaba las diferencias en Duke Ellington y Louis Armstrong, o la banda de Glen Miller.: fuí al estreno de Sonrisas y Lágrimas y aprendí lo que era una banda donde el solista podía ser un trombón, en lugar de una trompeta. En el mundo del jazz, conocí de joven primerizo a Tete Montoliu tocando su piano en un lugar mágico que era Jámbore, al que luego convirtieron en Los Tarantos, un corral flamenco aunque creo que ahora vuelve a ser lo que era. Llevar a ligues intocables a aquel lugar acababa propiciando acercamientos discretos frente dos rafs (ya se sabe, ginebra con coca cola, hielo y una rodaja de limón) y un par de besos con lengua)

Meterte en el jazz y descubrirlo es cosa de paciencia y de oir como si no fuera contigo, lo mismo que la ópera. Como soy incapaz de identificar una nota, y mucho menos cantarla en su lugar natural, la música ha sido mi banda sonora durante casi toda mi vida, ajena a mi personaje, envolviéndolo. Saltar de Mozart sin abandonarlo a Charlie Parker, era cosa de sentir la música en torno y en ocasiones dar al cuerpo el movimiento del sonido, si no había nadie alrededor o si quien estuviera era persona de confianza. A David, mi hijo, le daba verguenza que yo dirigiera una orquesta clásica frente al ventanal del chalet acosado en que viví unos años: Mahler es relativamente fácil de dirigir, basta conocer la pieza habiéndola oido un par de veces. Pero dirigir un LP con la versión de Solti del Adagieto de la 5ª es sublime y lo recomiendo a los desencantados de la vida, para empezar de nuevo.

Otro salto: el flamenco. Siempre estuvo junto a mi, y con él la copla. Esta última en la radio, desde niño, oyéndola y entendiendo esa poesia trascendente que es la poesía coplera que cantaban unas señoras con cara de polvos de arroz y ricitos en la frente. Cuando he madurado lo que he podido, y he visto mucho cine y oido mucha copla, no puedo por menos de emocionarme doblemente cuando escucho "Tatuaje" e imagino una película de Fassbinder, que fué un director de cine asombroso que cometió el acto irreversible del suicidio. En esa canción hay un aire de puerto de Cádiz con reflejos del de Hamburgo que convierten esa copla en mórbida sudoración de taberna y prostíbulo, lo que de inmediato me lleva a La bien pagá: bien pagá, le dice él, te llaman la bien pagá. Sobra decir más y no se puede decir menos.

Jazz y Flamenco son para mi músicas primordiales, exposición de un sentimiento nacional de la nación del hombre desposeido, de un llanto que no se resuelve con planes de expansión, con obras públicas o con políticas de progreso. El Jazz y el Flamenco son lugares más que culturas, como la ópera puede serlo, pero de otro cariz, melodramático y lejano en el tiempo. Jazz y Flamenco están aquí y no hay manera de alejarlos, progresan, se mueven. Había en mi niñez mucho flamenco en Barcelona, en la ladera del Somorrostro, nombre prestado, en los muelles del carbón, en el barrio chino, en Sants, mucho cante gitano y mucho cante payo y mucho baile. Y había mucho flamenco en la radio y la voz de Manolo Caracol, o la Mairena, o la del Príncipe Gitano, o la de Juanito Valderrama, se adueñaba de un canto esencial del hombre de su tiempo. Poesia en estado puro, música del alma del mismo calado que la que entonaba Billie Holiday o la Jackson, por ejemplo.

Ahora en el bosque pongo flamenco. Tuve la suerte de ver a Camarón en vivo, en un concierto producido por mi que ya he contado en este blog hace unos meses; y de oirle en vivo, que eran dos experiencias diferentes que se podían unir como en estereofonía: ver y oir, sentir y sentir. Aquí en el bosque pongo jazz, ópera, sinfonías y flamenco: flamenco de siempre, flamenco fusión, todo lo que suena a flamenco y recoje el aire, el sol y el olor del Mediterráneo de punta a punta, que eso es el flamenco. Aquí en el bosque, lo oigo escribiendo o sin hacerlo, oigo oyendo y de repente percibo que las yemas de mis dedos buscan encontrar el compás del palo. inencontrable a veces, porque no soy experto, pero me pide el cuerpo que algo de mi se incorpore al canto de la tierra y la gente, y eso me hace feliz.

¿A que viene esto? se va a preguntar alguno de los escasos lectores que tiene este blog, y por ello merecedores de más cantidad de mi cariño, por cuanto son menos. Se lo diré desde el profundo asombro que me inspira un artículo de un estatuto de un Autonomía de este país, España y de esa realidad nacional que es Andalucia: el 68. No pretendo hacer en este blog y los que lo siguen lo saben, actualidad política y procuro no hablar de mi absoluto descreimiento de raiz epicurea en otros blogs, desconsideradamente si se quiere, pero esta lectura me lleva a un territorio que no puedo calificar. Dice así un fragmento del artículo: Corresponde asimismo a la Comunidad Autónoma la competencia exclusiva en materia de conocimiento, conservación, investigación, formación, promoción y difusión del flamenco como elemento singular del patrimonio cultural andaluz.

No soy filósofo en el sentido del conocimiento del sentido de las palabras, tan ajustado como deben tenerlo ellos, lo confieso, pero me pregunto que es lo que quiere decir "competencia exclusiva en materia de conocimiento", y reconozco que no comprendo lo que quiere decir; no se si puedo !"conocer" sin comunicarlo a la Comunidad Autónoma, o si puedo promover o formar sin hacer lo mismo; ¿que quiere decir conocer? Camarón, Linares, Lebrijano, Valderrama, Farina, Mairena, Caracol, ¿cómo conocieron? Pienso si no son conscientes estos políticos exquisitos que salen de nuestra entraña mediante nuestro voto, de que no pueden apropiarse, literalmente, de lo que no es suyo ni de nadie sino de los que lo hacen y de los que lo oyen.

Me siento desencantado ante tanta, tanta, tanta, tanta....

miércoles, noviembre 01, 2006

Amaneceres en el Día de Todos los Santos

1. La luz:
No es el sol brillante de ayer sino enmudecido por unas nubes extensas, en capas, de color blanquecido teñido por el azul de la atmósfera, con pequeños claros entre ellas. ¿Donde la explorión de luz de los últimos tres días? Uno parece acomodar su alegría a la luz que tiene y no tiene y si cae en ello puede comprender que eso es nada y enderezar el ánimo, pero si no lo percibe y se deja llevar por la natural pereza en el pensamiento, entraría posiblemente en melancolías que no desea y acabará diciendo "no se que me pasa hoy, estoy como hundido".
No hay pozo del que no se pueda salir, basta encontrar el agujero superior sobre el que debe brillar una luz salvadora. Pero si la luz es toda, si el día se anuncia luminoso, el despertar también lo es.

2. El rencor
Hay cierta maldad en el propio pensamiento de cada uno cuando amanece rencoroso, aún sin tener razón para ello, aunque esa es opinión del sinpensar, que siempre hay una razón aunque se ignore. Cuando se amanece rencoroso una mira a su alrededor hosco, calla, quiere parecer enfurruñado y lo parece y contesta a las preguntas con monosílabos. Espera pacientemente a que una palabra pueda despertar del rencor que lleva dentro una salida al exterior, amparada por ciertas razones en lo que acaba de oir; siendo el rencor propio, para expandirse, necesita de una víctima que pasaba por allí: "que tontería más grande has dicho" espeta sin otra razón que la malevolencia acumulada. Será el momento de empezar a desgranar las causas del rencor, el recuerdo de cosas mínimas quer solamente el estado de ánimo engrandecen.

3. La melancolía
No se llega a ella sino que viene puesta y aconseja deambular con cara de pocos amigos por la casa. No apetece salir al exterior donde hay diversión asegurada o cuando menos ponderada distracción, si uno es contenido. No importa el paisaje exterior y el interior ni se mira, ni se para en cuenta de su existencia. Solo está la sensación de malhumor (humor negro) que responde de mala manera, que pregunta de peor y que hunde el pensamiento en la sensación desazonadora de la falta de algo: perdido. Tiene la melancolía un punto de nostalgia si se quiere, e incluso hay quien las confunde, pero en la primera, de la que me ocupo ahora, el objeto perdido puede ser anónimo, tal vez siemplemente el recuerdo de que algún día se fué feliz.

4. La lluvía
Los que gustan de ella simplemente la reciben con placer. Son estos personas que generalmente componen con la lluvia un paisaje, procedente las más de las veces de su literatura interior, la que nunca escriben, la que recuerdan de tardes de lectura a veces simplemente imaginadas. La lluvia, para alegrar con su venida, se ha de llevar dentro. Hay personas de lluvia que reviven como las plantas después de la sequia y se visten de sus mejores galas. Esta lluvia es de interiores, se ve desde el cristal de la ventana, por la parte de dentro, del calor del otoño y uno se imagina llendo a un recado, saltando los charcos, salpicándose, empapado el impermeable o la gabardina o el cortavientos, que tanto da, sujetando el paraguas como la cabeza de una seta en equilibrio, y le resulta divertido.

Los que no gustan de ella la ven al amanecer como una maldición y generalmente, desde detrás de los cristales, simplemente al verla sueltan una interjección barriobajera. No la quieren la lluvia, les melancoliza empezando a pensar en el día agobiante que les espera: coger el paraguas, ponerse el impermeable, encontrar el transporte atestado, no encontrar un taxi, llegar tarde a todas partes, mojarse como un pollo... No importa que por la tarde encuentren a alguien querido y tomen un café con leche con él en una cafeteria desde la que se ve el otoño lleno de colores y reflejos. No podrán evitar sentirse incómodas y al llegar demostrarán su enojo augurando un encuentro dificil.

5. El buen humor.
Levantarse de buen humor es estupendo, es una liberación no se sabe de que; quien lo hace siempre se considera afortunado. Encarará el día como si todo fuera a comenzar de cero y la suerte le acechara en cada paso. Quien se levanta de buen humot no se odial al cepillarse los dientes viéndose en el espejo, no se le sale la leche en el microondas y si es así la mezcla con un poco más de cantidad y vuelta a empezar, encuentra el café delicioso y la tostada está bien, y si no lo está tampoco es importante. Sucede a veces que quien se levanta de buen humor, es, sin saberlo, un castigo para quien tiene al lado que no lo está tanto y no soporta ese acto explosivo de inundarlo todo con la voz y el gesto: la verborrea matutina debiera ser una razón legal para la ruptura de parejas que no sospechan que esa es la razón de su contrariedad.

6. La soledad
Quien amanece solo se pertenece a si mismo sin dependencia alguna, pero nunca es lo mismo. La soledad no es un genérico aplicable a cualquiera. Quien está solo y no quisiera, quien ha perdido la compañía largo tiempo a su lado, quien ha perdido un amor, quien anhela abrazar el cuerpo del aire abandonado, quien duerme en soledad y vive en ella ya sin remisión y quien vive feliz la soledad del lecho, imaginando amores hasta que le vence el sueño.

7. La pereza
Quien amanece en pereza es de la familia de los lagartos espirituales, que siempre encuentran un sol al que acogerse y bajo su luz dormitan eternamente. Son felices así, ¿porque dudar de su sinceridad? Y lo que sería más grave, ¿porque criticarlos? Contra el que amanece en pereza se arrojan los arquetipos de la normalidad de los demás, que nunca hacen las cosas tan despacio, tan sin ganas, tan a destiempo como aquel. ¿Y qué? El que amanece perezoso, encontrará la vida con mayor lentitud, lo que a final de cuentas, no tiene la menor importancia. "Yo soy así" dice y nada es más verdad. Todos somos así aunque no sabemos como, y los demás tampoco, ni comprenden ni comprenden las razones.

8. El amante
Quien amanece amante y amanece amado, tiene prisa por volver a reencontrar el encuentro que quedó a medias en la madrugada. De hecho, ha dormido mal por la extrema pegajosidad con la que suelen tratar de descansar los amantes, abrazados con incómodos tentáculos de los que hay que desprenderse en un momento del sueño profundo del otro. El amante amado, al despertar mira el día y le parece hermoso aunque sea de sol mediano o de lluvia torrencial o aunque amanezca de noche y crea que es la mañana, aquejado por una falta de rigor en su cronología. Contento y feliz vuelve a la cama y se arrebuja de nuevo en los entrantes que el cuerpo del otro (enténdase también la otra, que escribo a la antigua connvirtiendo en neutro el masculino) ofrece. apretándoise contra él, despertándole al fin: "¿Que pasa?" ndice una voz en sueños retenida. "Nada, tu duerme, duerme". Pero despiertos al fin los amantes se aman, nunca llegan a odiarse por pequeñas cosas como son el despertar a deshoras, el aliento horroroso o las greñas húmedas desde el último encuentro.

9. La nieve
Nieva. Desde la ventana ve el que acaba de despertar la nieve cayendo, por vez primera este año, blandamente, en copos de tamaño o en minúsculas partículas blancas a las que arrastra una ventisca inhóspita. ¡Nieva! ¡nieva! se grita para comunicar a todos la buena noticia de la caida de un maná de ilusión y se aceleran los gestos de lo cotidiano, ya se sabe, el baño, el desayuno, la ropa de abrigo, las bufandas, el calzado adecuado (esos no, esos no que son muy nuevos) y al abrir la puerta de la calle entra el aire frío cargado de copos blancos que se meten entre los pliegues de la ropa y se posan molestos en los cristales de las gafas de los miopes. Año de nieves, año de bienes, se dice de manera popular y uno acaba creyéndolo, sino, ¿a santo de que tanta alegría?

10. La mala vida
A quien amanece la mala vida nada le importa sino su desgracia. Llamo mala vida a la dificultad para seguir adelante, al enojo consigo mismo, al absurdo de no poder ser feliz. No importa cual es la causa, si del espíritu o de la realidad material. Si es del espíritu, este que está en la mala vida tiene poco arreglo, si es que arreglarse es entrar en otra dimensión más liviana. Pero si es por causa material, carencia de trabajo, salud quebrada, la muerte que acecha al lado, las facturas sin pagar, la miseria propia y la falta de fe en uno mismo, este tiene mal despertar y hay que perdonárselo.