viernes, septiembre 19, 2008

Carnet de Viaje. Camus y Pilea

A las 8,30 de la mañana un aire de pesimismo invade la casa, aunque en el prado luce un sol radiante que extrae destellos a la hierba húmeda del rocío. El pesimismo es un estado de ánimo, claro, pero es "todo" el estado de ánimo que se percibe. Hay que buscar razones a él para conseguir defenderse de esta especie de atonalidad que aporta su presencia.

Desde hace muchos años el Hombre del Prado duerme entre 5 ó 6 horas diarias, en ocasiones menos; escrito esto cabe añadir que esas horas que duerme lo son con un nivel de profundidad, sosiego y evasión que lo que hacen es separar de una manera total un día de otro. Tarda en dormirse menos de un minuto y se despierta en el mismo tiempo. Se va a la cama cuando el cuerpo se lo pide o se le cierran los ojos y se levanta en cuanto los abre y mira por la ventana, que es cuando toma conciencia de estar despierto. Esa división que el sueño produce, de tan manera tan absoluta, entre el día de ayer y el día de hoy, que no es el presente todavía, sino que tiene que ser, se le antoja la causa del pesimismo que muchas mañanas le invade y después, con el día adelante, se va disipando.

Se pregunta porqué sucede eso y piensa que se trata de empezar cada día como una absoluta novedad, un espacio vacío que llenar. Las ocupaciones de aquellos que no las tienen por causas laborales, son siempre más laxas y fungibles que la de aquellos a los que su rutina está determinada por contrato, y pueden dejarse para mañana como se pudieron hacer ayer si la pereza no hubiera sido la causante del parón. Hay que llenar el día, porque hay cosas que hacer, y conoce el Hombre del Prado a quien prepara su agenda con mimo y rigor para que el día siguiente no le coja desprevenido y vacío, pero no es este su caso, que él nunca se ha llevado bien con las planificaciones por escrito, así que lo que tiene por delante suele ser un variopinto paisaje de tareas por hacer de las que ninguna parece ser de urgencia absoluta. Volviendo al pesimismo matinal, supone que la causa de él es justamente esa apertura cotidiana del día como un espacio desconectado del anterior por el sueño profundo y con un espectacular vacío por delante.

Empezó, hace unos días una re lectura de Camus. Sucedió de una manera fortuita. Antes de emprender un viaje corto de vacaciones buscó tres o cuatro libros que llevar y nada le satisfacía demasiado para la ocasión, hasta que topó con los cinco tomos de Alianza 3 y sacó el cuarto, elección al azar. Se dijo al ver que contenía los Carnets que era una buena oportunidad para volver a entrar en ellos, veinte o treinta años después de haberlos leído, con otra mente, con otros ojos. Pero ¿cuales serían estos, aquella?

Leer al escritor francés es siempre una aventura nueva, porque quien aparece en las líneas escritas no es el pensamiento en abstracto sino la persona pensando, el hombre, esa palabra que tanto le gusta usar y que parece que está quedando en desuso cuando se trata de hablar de la humanidad: el Hombre. Ya ha escrito en varias ocasiones este Hombre del Prado, que lo que más le satisface de las relecturas es el encuentro con las personas, los hombres que fueron, su pulsión pensante, apasionada, ese imposible escribir ocultándolo todo, todo el dolor, el pesimismo, la alegría, la pasión, hasta el extremo que esas emociones asoman línea tras línea. ¿Es que se puede escribir sin pasión? ¿O se debe?

Los Carnets son para ser leídos de manera cronológica, pues los temas se van engarzando a lo largo de los años y se adivinan diversas maneras de encontrarse con el enfoque. Sucede que durante un largo tiempo, las anotaciones sobre La Peste van mostrando como la novela se va gestando, personaje tras personaje, a lo largo de la existencia cotidiana, de tal manera que una pincelada sobre un personaje, surge aislada en un café, o en un paseo. El Oficio de Vivir, escrito con mayúsculas, no es sino esta manera de enfrentarse a la vida de cada día con Pasion-Dolor y con Pasión-Alegría, y sacar de ello consecuencias. A veces, cuando se lee a Ortega, se adivina esa pulsión que en Camus es rasgo principal, canal de acceso a la literatura. Será ese el motivo de la profunda amistad que siente por el pensador español.

Una anotación, como al paso, escrita entre los años 1942-1945, le resulta curiosa le salta a la vista:

Chuang Tse, tercero de los grandes taoistas, segunda mitad del siglo IV a.J.C., tiene el punto de vista de Lucrecio: "El gran pájaro se eleva con el viento hasta una altura de 90.ooo estadios. Lo que de allá arriba ve son tropillas de potros salvajes lanzados al galope".


Desayunado, habiendo escrito este post y mediada la mañana, constata que como cada día el pesimismo se ha diluido y ahora tiene un sentimiento expectante hacia lo que haya de venir. Sigue sin embargo sin decidir el que hacer.

- Nota: ayer por la noche mató, o dejó que muriera Pilea, la mujer de Ático. El personaje existió en la realidad si bien de él se sabe bien poco, a lo sumo que se carteó con Plinio el Joven, lo que muestra un nivel de relación culta. Ha tenido que recrear un personaje a la medida de su protagonista, un contrapeso a la frialdad y conservadurismo epícureo de este. Treinta y cinco años más joven que él no podía sino aportar una dosis de juventud al matrimonio, que por las referencias constantes de Cicerón, se mantuvo unido y afectuoso, cuesta escribir amante. La ha dejado morir sin entrar en detalles de la muerte, sin entrar en otras agonías que las justas que exige el empeño narrativo; escribe tratando de obviar las anécdotas que no sean sustancia de lo que ha de quedar. Al terminar esta parte se ha sentido cómodo, tranquilo y relajado y ha constatado el enorme afecto que ha tomado a ese personajillo que pulula por lo escrito como una pincelada de luz sobre los tonos sombríos.

Ahora se promete seguir con estos, a modo de Carnets de Ruta.

jueves, septiembre 04, 2008

Sombras y tristezas.

¿Qué tal el verano? Ni bien ni mal. ¿Entonces? Bien. Fue un diálogo ligero. Mediaba entre el Hombre del Prado y su visitante un par de vasos con hielo troceado, menta machacada, un poco de endulzante y bourbon. Las hojas de la mente emitían un aroma penetrante que parecía que podía ascender desde el fondo del prado, desde el mismo suelo de grava rosa del jardín, hacia lo alto y que de dejarlo ir alcanzaría las cumbres. Declinaba la tarde, se acercaba ese momento del Corán, así lo describe magistralmente, en que no se pueden distinguir un hilo blanco de un hilo negro y entonces convendría encender las luces o, lo más conveniente, entrar de el jardín a la casa. Se quedaría a cenar y volvería a Madrid bien entrada la noche siempre que la conversación diera de si la capacidad de ocupar el tiempo.
El desencanto del viaje a Ibiza, corto de tiempo pero demasiado largo para lo que él de se pudiera esperar, pesaba. En el bosque todo quedaba igual que antes de la marcha o antes de esta visita. No se transforman los paisajes sino el alma que los contempla.
La hora del crepúsculo tiene para quien esto escribe un aire de profunda, viva trascendencia. Al día siguiente, pensaba, recogería cuatro papeles y volvería a viajar para pasar unos días en Alicante, ahora que el mes de setiembre ha expulsado a la masa de veraneantes estivales. No le gusta ir a la playa cuando, en plena temporada turística, está vedada la entrada en ella a los perros y no puede acompañar a Goyerri en sus cortas y ligeras carreras por donde rompen las olas y él trata de sortear su llegada con excitación. Si no puede ir allí con su amigo prefiere ir al acantilado del Cabo y sentarse en una roca arcillosa de esas que el viento va peinando y crea en su superficie estrías hondas, cortes como heridas. Allí, en la mañana, con un libro en las manos, lee y mira a las pocas `personas que cruzan las calas por la zona de arena y algas, estas como una alfombra olorosa de verde oscuro, casi pardo según le de la luz. Mirando al frente, hacia el horizonte, se sabe que está el continente oscuro, de la oscuridad de la miseria, de la pobreza, de la explotación, de las enfermedades y de la muerte atroz. Mira hacia el horizonte y piensa en las pateras, cree adivinarlas en pequeños puntos oscuros que se revelan enseguida como espacios de oleaje y vaharadas de bruma.
¿No has hecho nada, entonces? pregunta el amigo. Nada no sé, le contesta. Sigo escribiendo. He terminado la primera parte. Me he tomado unos días para descansar. tengo dos carpetas: en la primera están los trescientos cincuenta folios que están, en principio, listos para una revisión final, o más, siempre se puede añadir, cortar, cambiar palabras, pulir frases e incluso cambiar situaciones. Un libro, mientras se escribe es como el mar, que cambia de forma, donde en cualquier parte sale una ola que todo lo arrebata. En la otra carpeta están otros tantos folios ya escritos, de un tirón, o de varios tirones, al buen tun tun, escrito como salía. Son la segunda parte. Hay que meterse en ellos como en el campo, con ánimo de segar, remover, deshacer terrones, arrancar malas hierbas y trazar las sendas de los surcos. -¿Me lo dejarás leer? No lo sabe, ahora no, desde luego, cuando termine, entonces si, si quiere, si sigue ofreciéndose. El Hombre del Prado está fatigado, piensa que nada de lo que ha hecho vale, mínimamente. Tiene el sentido destructivo de lo descorazonador. En Ibiza una buena amiga le preguntó también por el libro. ¿De que va? Trató de resumirlo en pocas palabras. Pero ¿cómo termina? Ático muere, se deja morir para no alimentar su enfermedad. La cara de ella reflejó un cierto asombro, o un reproche airado. Pues ya no le gustaba, le dijo. ¡Que no muera tu personaje! No me gusta que las novelas acaben con alguien que muere. Aunque ella sonreía con encanto él pensó para sí que acababa de decir una estupidez, pero también sonrió. Pues es así, le dijo. De hecho, todo el libro no es sino el camino a esa muerte, una larga senda de reflexión sobre sí, antes de morir. Pues no me va a gustar, dijo ella. Pues no lo leas, le contestó. Aquella noche en Ibiza, era ya muy tarde y habían bebido un poco y algunos de los asistentes en la terraza, en torno a la mesa, mostraban su cansancio por la larga velada , el hombre del Prado quería no estar allí. Es tarde, le dijo Ana, vámonos a dormir. Lo hicieron.

¿Qué hace la gente cuando se sienta en torno a una mesa para charlar? Piensa que les da por hablar de su vida. Todo es hablar acerca de la vida de cada cual, es inevitable, cada palabra es un reflejo de un momento de la propia vida. Conviene saberlo, se dice, conviene tener en cuenta que no se puede hablar de otra cosa que de la fatiga que el tiempo echa sobre los hombros, la desesperanza que los acontecimientos, como un tornando tropical, arrebata el plácido estar. Hubo un tiempo, se dice, hubo un tiempo, en que aspiraba a que el mundo cambiara, una vana estupidez, una frase vacía. ¿Cambiar hacia donde? ¿Cambiar para qué? Pero ahora nos sentamos a hablar de nuestras vidas como si fueran nada más que una ligereza tras otra, un triunfo tras otro, un dolor permanente, la perplejidad... hacía un rato, poco tiempo, cuando hablando de las cosas que pasan, las terribles cosas que pasan, el hombre del Prado dijo que él pensaba que las cosas iban por su propia dinámica y que nada de lo que uno quisiera hacer podía cambiarlas. ellas cambian cuando y como les corresponde. Lo que más rabia le daba era haber tenido tanta fe en nada, aunque a menudo piensa que quien así piensa es, probablemente, porque no ha estado a la altura de las circunstancias.

Escribiendo el libro su tiempo se puebla de fantasmas, le habitan personajes que han existido, o no, en otros tiempos y de otras maneras que desconoce y que nadie puede conocer ya. De un nombre saca una historia y de una historia enhebra unas emociones, a veces con pasión, aunque al día siguiente rechace esa debilidad del apasionamiento detrás de las palabras que escribe. A veces mira a su alrededor y ve a Ático, su personaje, de pie cerca de él, esperando sus órdenes. ¿Y ahora? ¿Qué voy a hacer ahora? Como un director de escena le da dos o tres indicaciones. Saldrás al enorme jardín que tienes en el Quirinal y te sentirás solo, profundamente solo. Te has encerrado en la Villa Tanfilia, los acontecimientos de hace diez años te han empujado a guardar silencio, porque esos hechos te han sobrepasado. Saldrás al jardín y verás, como sombras o fantasmas, a la gente a la que has querido y ya no está. Tú, como todos, eres un cementerio, tantos están sepultados en ti. Mira a tu alrededor, tu madre no está, ni Marco Tulio, ni Quinto, ni Tulia, ni Pilia, no queda nadie más que un viejo liberto que ha venido a verte. Así que sales al jardín, abrumado y te sientas en un banco de piedra en el ninfeo y miras a las carpas de colores brillantes que nadan en el estanque. Vas a pensar en algo. ¿En qué? quiere saber el anciano. No lo sé todavía, en el tiempo que te queda por vivir y en lo vacío que va a estar.

Con cuanta lentitud se pone el sol, este sol de los primeros días de septiembre. Su amigo guarda silencio, acabado ya el bourbon. ¿Quiere otro? Niega con la cabeza, tiene la mirada perdida en la ladera de Cabeza Líjar, donde las luces van convirtiéndose en una masa oscura, de uniformes sombras. ¿Y tú, le pregunta. Y tú verano? Ya sabes, le contesta y hace un gesto con la mano,vago, acariciando el aire ante él. Empiezas lleno de ánimo, con un montón de proyectos y cuando acaba agosto te das cuenta de que ha sido lo mismo que cada año, desde hace un montón de años. Cuando llega la Navidad pienso que me revienta la navidad, y cuando acaba agosto que me revienta el verano... ¿Sabes, le dice el hombre del Prado, que esto parece una escena de Chejov? Se van los visitantes y dejan a Tío Vania solo, o se empiezan a talar los cerezos, o la gaviota desaparece en un corto y agónico vuelo. Sombras y tristezas, diría que es un buen título, sombras y tristezas. Desde dentro de la casa llegan las voces de las dos mujeres, Ana y la mujer del visitante pidiéndoles que entren a tomar algo que han preparado para cenar. El amigo dice que no, que se van ya, pero Ana insiste: ¿cómo os vais a ir sin cenar? Chejov no lo hubiera pensado mejor.

miércoles, septiembre 03, 2008

Escribir por escribir, como hablar por hablar o callar por callar, son ligerezas que se producen en el ambito de la vanidad. Quien las produce suele creer que acierta: se lee, se escucha o se regodea en su silencio con la satisfacción de quien ante el espejo, se jalea. El bosque suele ser un buen lugar para practicar el encuentro de uno con su voz, con su silencio o con su escritura ya que en su soledad. el diálogo con uno mismo conlleva un apología crítica sobre de fuera adentro. En verano, el aire pesado y el zumbido de los insectos agudizan la crítica e incluso la propia hostilidad que se ejerce contra uno. Puede ser que no se soporte la propia voz o el párrafo escrito trabajosamente escrito la noche anterior o, incluso, aquel silencio que ha provocado el aburrimiento.

Alrededor de si, el Hombre del Prado va reconociendo a aquellos, numerosos, legión, que están al cabo de la calle. No se trata de que lo crean, que podría ser un estado de ánimo, sino que lo afirman, lo que es presunción.