¿Qué tal el verano? Ni bien ni mal. ¿Entonces? Bien. Fue un diálogo ligero. Mediaba entre el Hombre del Prado y su visitante un par de vasos con hielo troceado, menta machacada, un poco de endulzante y bourbon. Las hojas de la mente emitían un aroma penetrante que parecía que podía ascender desde el fondo del prado, desde el mismo suelo de grava rosa del jardín, hacia lo alto y que de dejarlo ir alcanzaría las cumbres. Declinaba la tarde, se acercaba ese momento del Corán, así lo describe magistralmente, en que no se pueden distinguir un hilo blanco de un hilo negro y entonces convendría encender las luces o, lo más conveniente, entrar de el jardín a la casa. Se quedaría a cenar y volvería a Madrid bien entrada la noche siempre que la conversación diera de si la capacidad de ocupar el tiempo.
El desencanto del viaje a Ibiza, corto de tiempo pero demasiado largo para lo que él de se pudiera esperar, pesaba. En el bosque todo quedaba igual que antes de la marcha o antes de esta visita. No se transforman los paisajes sino el alma que los contempla.
La hora del crepúsculo tiene para quien esto escribe un aire de profunda, viva trascendencia. Al día siguiente, pensaba, recogería cuatro papeles y volvería a viajar para pasar unos días en Alicante, ahora que el mes de setiembre ha expulsado a la masa de veraneantes estivales. No le gusta ir a la playa cuando, en plena temporada turística, está vedada la entrada en ella a los perros y no puede acompañar a Goyerri en sus cortas y ligeras carreras por donde rompen las olas y él trata de sortear su llegada con excitación. Si no puede ir allí con su amigo prefiere ir al acantilado del Cabo y sentarse en una roca arcillosa de esas que el viento va peinando y crea en su superficie estrías hondas, cortes como heridas. Allí, en la mañana, con un libro en las manos, lee y mira a las pocas `personas que cruzan las calas por la zona de arena y algas, estas como una alfombra olorosa de verde oscuro, casi pardo según le de la luz. Mirando al frente, hacia el horizonte, se sabe que está el continente oscuro, de la oscuridad de la miseria, de la pobreza, de la explotación, de las enfermedades y de la muerte atroz. Mira hacia el horizonte y piensa en las pateras, cree adivinarlas en pequeños puntos oscuros que se revelan enseguida como espacios de oleaje y vaharadas de bruma.
¿No has hecho nada, entonces? pregunta el amigo. Nada no sé, le contesta. Sigo escribiendo. He terminado la primera parte. Me he tomado unos días para descansar. tengo dos carpetas: en la primera están los trescientos cincuenta folios que están, en principio, listos para una revisión final, o más, siempre se puede añadir, cortar, cambiar palabras, pulir frases e incluso cambiar situaciones. Un libro, mientras se escribe es como el mar, que cambia de forma, donde en cualquier parte sale una ola que todo lo arrebata. En la otra carpeta están otros tantos folios ya escritos, de un tirón, o de varios tirones, al buen tun tun, escrito como salía. Son la segunda parte. Hay que meterse en ellos como en el campo, con ánimo de segar, remover, deshacer terrones, arrancar malas hierbas y trazar las sendas de los surcos. -¿Me lo dejarás leer? No lo sabe, ahora no, desde luego, cuando termine, entonces si, si quiere, si sigue ofreciéndose. El Hombre del Prado está fatigado, piensa que nada de lo que ha hecho vale, mínimamente. Tiene el sentido destructivo de lo descorazonador. En Ibiza una buena amiga le preguntó también por el libro. ¿De que va? Trató de resumirlo en pocas palabras. Pero ¿cómo termina? Ático muere, se deja morir para no alimentar su enfermedad. La cara de ella reflejó un cierto asombro, o un reproche airado. Pues ya no le gustaba, le dijo. ¡Que no muera tu personaje! No me gusta que las novelas acaben con alguien que muere. Aunque ella sonreía con encanto él pensó para sí que acababa de decir una estupidez, pero también sonrió. Pues es así, le dijo. De hecho, todo el libro no es sino el camino a esa muerte, una larga senda de reflexión sobre sí, antes de morir. Pues no me va a gustar, dijo ella. Pues no lo leas, le contestó. Aquella noche en Ibiza, era ya muy tarde y habían bebido un poco y algunos de los asistentes en la terraza, en torno a la mesa, mostraban su cansancio por la larga velada , el hombre del Prado quería no estar allí. Es tarde, le dijo Ana, vámonos a dormir. Lo hicieron.
¿Qué hace la gente cuando se sienta en torno a una mesa para charlar? Piensa que les da por hablar de su vida. Todo es hablar acerca de la vida de cada cual, es inevitable, cada palabra es un reflejo de un momento de la propia vida. Conviene saberlo, se dice, conviene tener en cuenta que no se puede hablar de otra cosa que de la fatiga que el tiempo echa sobre los hombros, la desesperanza que los acontecimientos, como un tornando tropical, arrebata el plácido estar. Hubo un tiempo, se dice, hubo un tiempo, en que aspiraba a que el mundo cambiara, una vana estupidez, una frase vacía. ¿Cambiar hacia donde? ¿Cambiar para qué? Pero ahora nos sentamos a hablar de nuestras vidas como si fueran nada más que una ligereza tras otra, un triunfo tras otro, un dolor permanente, la perplejidad... hacía un rato, poco tiempo, cuando hablando de las cosas que pasan, las terribles cosas que pasan, el hombre del Prado dijo que él pensaba que las cosas iban por su propia dinámica y que nada de lo que uno quisiera hacer podía cambiarlas. ellas cambian cuando y como les corresponde. Lo que más rabia le daba era haber tenido tanta fe en nada, aunque a menudo piensa que quien así piensa es, probablemente, porque no ha estado a la altura de las circunstancias.
Escribiendo el libro su tiempo se puebla de fantasmas, le habitan personajes que han existido, o no, en otros tiempos y de otras maneras que desconoce y que nadie puede conocer ya. De un nombre saca una historia y de una historia enhebra unas emociones, a veces con pasión, aunque al día siguiente rechace esa debilidad del apasionamiento detrás de las palabras que escribe. A veces mira a su alrededor y ve a Ático, su personaje, de pie cerca de él, esperando sus órdenes. ¿Y ahora? ¿Qué voy a hacer ahora? Como un director de escena le da dos o tres indicaciones. Saldrás al enorme jardín que tienes en el Quirinal y te sentirás solo, profundamente solo. Te has encerrado en la Villa Tanfilia, los acontecimientos de hace diez años te han empujado a guardar silencio, porque esos hechos te han sobrepasado. Saldrás al jardín y verás, como sombras o fantasmas, a la gente a la que has querido y ya no está. Tú, como todos, eres un cementerio, tantos están sepultados en ti. Mira a tu alrededor, tu madre no está, ni Marco Tulio, ni Quinto, ni Tulia, ni Pilia, no queda nadie más que un viejo liberto que ha venido a verte. Así que sales al jardín, abrumado y te sientas en un banco de piedra en el ninfeo y miras a las carpas de colores brillantes que nadan en el estanque. Vas a pensar en algo. ¿En qué? quiere saber el anciano. No lo sé todavía, en el tiempo que te queda por vivir y en lo vacío que va a estar.
Con cuanta lentitud se pone el sol, este sol de los primeros días de septiembre. Su amigo guarda silencio, acabado ya el bourbon. ¿Quiere otro? Niega con la cabeza, tiene la mirada perdida en la ladera de Cabeza Líjar, donde las luces van convirtiéndose en una masa oscura, de uniformes sombras. ¿Y tú, le pregunta. Y tú verano? Ya sabes, le contesta y hace un gesto con la mano,vago, acariciando el aire ante él. Empiezas lleno de ánimo, con un montón de proyectos y cuando acaba agosto te das cuenta de que ha sido lo mismo que cada año, desde hace un montón de años. Cuando llega la Navidad pienso que me revienta la navidad, y cuando acaba agosto que me revienta el verano... ¿Sabes, le dice el hombre del Prado, que esto parece una escena de Chejov? Se van los visitantes y dejan a Tío Vania solo, o se empiezan a talar los cerezos, o la gaviota desaparece en un corto y agónico vuelo. Sombras y tristezas, diría que es un buen título, sombras y tristezas. Desde dentro de la casa llegan las voces de las dos mujeres, Ana y la mujer del visitante pidiéndoles que entren a tomar algo que han preparado para cenar. El amigo dice que no, que se van ya, pero Ana insiste: ¿cómo os vais a ir sin cenar? Chejov no lo hubiera pensado mejor.
Las sombras aparecen cuando hay luz para que se asomen en ella; en cuanto a las tristezas...se dan en cualquier época del año, pero el final del verano es más proclive;ya lo cantaba el dúo dinámico :-) Pero quien parte en verano vuelve por navidad,según la publicidad de cierto turrón, así que espero que hasta esas vacaciones podamos seguir leyéndote.
ResponderEliminarBesos mil para ti y Ana, guaus varios para Goyerri
P.D. debería estar estudiando porque mañana tengo el último exámen -por fín seré educadora social- y mira en qué menesteres me entretengo ;-)
Deberías estar estudiando. Seguro que te va a ir bien, Ana, y cruzo los dedos por amistad, que se que no hace falta.
ResponderEliminarBesos a Andrea y a ti.
Agosto acaba por agostar.
ResponderEliminarBuenos días, Luis.
Si, señora.
ResponderEliminarDices "no se transforman los paisajes sino el alma que los contempla", a veces también nos transforman el paisaje y el paisanaje, esto también influye en nuestro paisa interior.
ResponderEliminarQue disfrutéis por estas tierras.
Saludos cordiales.
Gracis, petrusdom. Ciertamente las transformaciones vienen de muchos sitios y por muchas causas. Y desde luego yo siempre disfruto por estas tierras, es la luz, tan diferente a la del prado. Esta emborracha, aquella apela a la razón.
ResponderEliminarEl ático me recuerda por igual a la Rive Gauche y a la 13 Rue del Percebe; aunque con esta última me saltaban lágrimas de risa, mientras que la primera suena a ópera de gentes con vidas truculentas, meláncolicas, y un poco "arrastradas" en el sentido bienpensante de esa expresión
ResponderEliminarAunque es totalmente imposible arrastrar una vida como tal, pero en todo caso sí que resulta arrastrable lo que hacemos a todo lo largo de ella así que...
Claro que si nos ponemos otoñales, hay una cuestión clave que recogió perfectamente El Señor de los Anillos: ¿Cual fue el "teeesssssooooroooo" de cada uno?