sábado, junio 09, 2007

Tres historias de armas: La primera. Arquiloco

Resplandece el prado bajo un sol inclemente y el bosque le ofrece acogedora sombra: rumoroso Arroyo Mayor es torrente vivo entre saltos y peñas hacia la Nacional. Cruzando el vado se asciende un camino entre árboles dispersos por el que pasan los camiones de la tala y ello hace que además de pedregoso esté lleno de piedras sueltas, pedazos de roca partida por el arrastre de los troncos. Un kilómetro más o menos de camino en ascenso lleva a una cancela de hierro, unida a una cerca de alambre entre postes que se extiende como un cinturón por toda la ladera del monte, que es como decir del bosque. Se trata de evitar que el ganado se salga, lo que sucede a veces cuando alguien se deja abierto el portón; entonces las vacas y sus terneros bajan por el camino, cruzan las aguas y subiendo una pequeña cuesta de castaños se encuentra en la pista forestal; cruzándola ent5ra en el prado y allí se distribuyen por las parcelas abiertas todavía, pendientes de construir o de venderse, y se comen la hierba fresca. Una vez entraron en su casa por el portón del jardín y dieron cuenta de un parte de la pradera, gozosamente dieron cuenta mientras él las contemplaba divertido.

Pasada la puerta, al fin del camino, y vuelta a cerrar aquella, se inicia ahora un sendero que finaliza en dos formando una Y griega. Coge el de la izquierda, que es anchuroso y tiene algo más de pendiente a lo alto. Volverá a cruzar el arroyo, aquí menos fragoso que en el vado, que está metros abajo y la caída le da fuerzas para hacerse oír, y seguirá por la senda cuando se inicia una cerca de piedra que cierra una pradera amplia, en cuyos bordes norte y sur, crecen dos robledales pequeños, de árboles que parecen enfermos, agostados se diría, pero que han tapizado la parte exterior de la cerca de la típica hoja del roble, larga, alveolada, seca en su color castaño. Rodeando la cerca se llega a una prado ancho, largo, amplio, que parece que se ha abierto el espacio entre los árboles hasta formarse un lugar rodeado por la muralla de troncos del pinar. La hierba del prado, con la luz del sol, tiene un color vivo, de vida y de intensidad que viene a ser lo mismo, y está tapizada de pequeñas rocas berroqueñas moteadas de musgo que en invierno revive y se pone rebosante de aliento y ansia por hacerse notar.

Cuando llega al prado se sienta en una piedra, nunca en la misma, tratando de encontrar una que se apoye en un tronco, y allí, saca un libro y entra en el trance de la ensoñación, en el dilema de leer o mirar, mirar y abstraerse o leer y abstraerse, quedarse en el mundo en que está o entrar en el mundo de otro que acabará siendo suyo en cuanto deletree la primera palabra. No le acompaña Goyerri porque estas salidas, por cortas que sean, no siendo las que la naturaleza le obliga a hacer, no le interesan, diríase que le aburran y cuando menos le cansan tanto que acaba fingiendo extrañas cojeras que confunden las patas, ora una de delante ora una de atrás, pero comediando una cojera que no es lesión sino cuento. En ella se basa para detenerse, levantar la patita dejándola colgando y mirar con cara de pena inmensa. Se deja tocar la extremidad, buscar entre las uñas una posible herida, una uña rota, palpar presionando ligeramente por si algún dolor hubiera y por aquella provocara un gemido: nada. Cuando le deja la patita en el suelo y le dice que camine vuelve a cojear. Si vuelven a casa, la cojera se cura en los escalones de subida a la puerta de la vivienda, que salva de dos en dos alegremente: se ha salido con la suya.

El prado en que está y que llaman Prado Largo aunque a él le parece ancho más bien, en el sentido en que se ve llegando a él desde el camino, está envuelto en el silencio sonoro del bosque y en la quietud dinámica del lugar. Todo paisaje muda de continuo y nunca es el mismo salvo que la mirada se abstraiga tanto que consiga convertirlo en una fotografía. Un paisaje al natural no puede ser nunca una instantánea, sino más bien un filme con la cámara fija, una ventana a lo que sucede cuando no sucede nada más que la vida por fiera de uno. Pues allí, en ese silencio y quietud, le da por leer a Horacio, tomito de Odas que lleva en el bolsillo, junto a una libretita negra que cierra sus tapas mediante una goma elástica, un artilugio para escribir que ni es pluma, ni bolígrafo, ni rotulador ni lápiz, y lápiz, este sí, de mina amarilla, muy brillante, que lleva en su composición una materia fosforecente: con él marca las líneas que le interesan. Si ha de tomar notas o reescribir frases que quiera utilizar, usa las hojas de respeto que encabezan y terminan el volumen, porque los márgenes se le hacen pequeños e incómodos.

Lleva escritos en la libreta, unos poemas de Arquiloco. La noche anterior, buscando datos, removiendo páginas, mirando al azar, dio con ellos sin recordar haberlos leído. Son bastantes los libros que le esperan en sus estantes a que les haga caso, como si de un harén extenso se tratara. No recuerda el libro, ni la compra, ni el asunto, poemas griegos de la antigüedad más lejana, de poetas, de los que en general quedan fragmentos, líneas, estrofas. Empezó por leer unos versos y llevó el libro a la mesa, se sentó, enderezó la luz y empezó a seguir, línea por línea, un paisaje apasionante de un desconocido. Lo que era sorpresa, deslumbramiento, rayó en cierto momento en asombro al leer cuatro simples versos, de desenfadad desfachatez pero expresiva historia:


Un sayo se jacta hoy con mi escudo perfecto

que abandoné junto a un arbusto, apenado

Pero salvé la vida. ¿Qué me interesa ese escudo?

Peor para él. Uno mejor me consigo.

Sabe donde ha leído lo mismo, o parecido, y le invade el asombro. Copia, pensando en el paseo de la mañana siguiente, en la libreta de tapas negras algunos fragmentos de los fragmentos que restan del poeta y lee sucintamente algo sobre él para saber lo justo. He ahí a un muchacho hijo de un noble de Paros y de una esclava. Fue educado en algo de saber y un cierto conocimiento de la vida, se puede suponer, pero la pobreza de una isla miserable le empuja a convertirse en soldado de fortuna y se alista mercenario en ejércitos diversos, recorriendo el Egeo, de isla en isla. No es un soldado simple, un truhán que busca en la guerra un trozo de pan y la posibilidad de un botín que le permita vivir y holgar de vez en cuando, sino que en campaña, o en tiempos de reposo, escribe sus versos. No los versos heroicos del gran modelo Homero, sino unos versos yámbicos de vulgar ordinariez, donde el hombre se descuelga del héroe y abandonándole vaga por los caminos. Camarada de armas de hombres vulgares que se defienden los unos a los otros de las tropas de Esparta, que luchan codo con codo, espalda contra espalda, que relativizan el heroismo y la vida, el hoy y el mañana, hombres que saben lo que son (ya es mucho saber en estos y en aquellos tiempos) y de lo que dependen:


De mi lanza depende el pan que como, de mi lanza

el vino de Ismaro. Apoyado en mi lanza bebo.

Este soldado que guarda en su mochila un poco de cultura, el oficio de escribir bien aprendido y un poco de poesía, música y ritmo, en su cabeza, descubre frente al héroe de Homero al hombre sujeto a su destino, al simple individuo, al dueño de una biografía que no está llamada a ser la del héroe que viajó a Troya o que volvió a Ítaca, el que murió joven lleno de gloria o el que alcanzó la madurez y la sabiduría. Una vida de errar de isla en isla jugando la vida frente a desconocidos, ni amigos ni enemigos sino parte de la desprovista despensa y de la escasa paga, tiene no obstante acceso al conocimiento de una doble visión de uno mismo:

Soy a la vez siervo del poderoso dios de la guerra

y practico sabiamente el dulce regalo de las Musas.

Algo de cervantino tiene esta definición de la función vital del soldado que se pone en manos del poderoso dios de la guerra pero acepta la dulzura de la creación que le llega de las Musas. Hay en la desdicha del hombre envuelto en su destino trágico, más trágico aún cuando no es sino vagar esquivando a la muerte y engañando al hambre, un hacerse que trasciende. El poeta soldado labrará su gloria por el simple hecho de la palabra y no por el de la espada, y aún cuando no llegue a saber que un día será reconocido, y aún admirado, entendido como habitante del Parnaso, cuando en los momentos de paz, la auténtica paz que es simplemente la ausencia de guerra, disfrutará escribiendo palabra tras palabras su visión de si mismo, de sus amores y de sus rencores, de sus odios y amistades, apetencias y recuerdos. Descubrirá a los dioses porque no osará ir más allá de si mismo, y porque sin los dioses su vagar y el simple hecho de sobrevivir sería inexplicable. Pues

Todo depende de los dioses: muchas veces

levantan al hombre caído en la negra tierra

muchas veces lo voltean y hasta al mejor parado

lo tumban boca arriba: y sobrevienen entonces

las desgracias y el errar sin medios y extraviado.

Pero fue cuando leyó el hombre del bosque, la noche anterior a la visita a Prado largo, cuando leyó el último de los poemas, el que había guardado para el final porque fue el que reconoció sin reconocer y el que le condujo 700 años después a otro lugar y a otro escritor, cuando, debe reconocerlo, sonrió para si como se sonríe al mundo entero, orgulloso no del descubrimiento, que nadie ya descubre nada por sí mismo, sino de la celeridad con que la casualidad cruza historias y compone pasiones, y sin la ayuda de los dioses los hechos suceden porque los dioses quieren.


Un sayo se jacta hoy con mi escudo perfecto

que abandoné junto a un arbusto, apenado,

pero salvé la vida. ¿Qué me interesa ese escudo?

Peor para él. Uno mejor me consigo.

Así pues, este hombre nos narra como en pleno combate abandonó el escudo junto a un arbusto, apenado pues era un buen escudo, pero no se puede correr con él a cuestas ya que es pesado y voluminoso, y corrió la derrota en busca de mejor acomodo salvando primero la vida, y luego el ánimo para contarlo. No hay vergüenza en él, hombre de cultura que debe conocer los versos de Tirteo que exortan a los hombres de Esparta a tener un comportamiento ejemplar y desinteresado en el campo de batalla.

Con la izquierda embrazad vuestro escudo

y la lanza con audacia blandid, sin preocuparos

de salvar vuestras vidas;

que esa no es costumbre de Esparta

Ningún orgullo guerrero, ningún amor por su patria hay en el mercenario que lucha en otra isla preocupado solamente por hacerse con un botín abundante, conformándose con una entrega escasa, tal vez una pieza de tela, un poco de oro, tal vez aceite o vino, tal vez nada. Este Arquiloco huyó en el campo de batalla y nada le importó explicarlo después entre amigotes, y escribirlo más tarde, carácter tras carácter, riéndose para sí por haber dejado un buen escudo a un enemigo que ahora se aprovechara de él. ¿Que importa? La guerra es correr hacia delante o retroceder corriendo y la pérdida del escudo un simple avatar.

Dos hechos vienen a la memoria del hombre que ha leído en la libreta los fragmentos de poesía y las pocas notas que con letra menuda, casio microscópica, mal trazada, desordenada, tomó del libro encontrado. Uno sucedió en el año 42, en la última batalla de la República frente a los generales de Roma que tomaban el poder personal como derecho constitucional. El otro en 1939, en la esquina de la calle Rosellón con la Diagonal de Barcelona. Los dos hechos, se dijo, se unen con él escudo abandonado de Arquiloco en una línea de miseria humana, de gloria apenas acariciada, del roce de un sueño nunca hecho realidad. Los sueños no están para convertirse en reales, sabe el hombre del prado, pero si para llenar las noches de vida cuando los días se llenan de penuria.

Abre el libro que lleva en el bolsillo y busca un poema pequeño, una Oda de Horacio, y lee:

... Filipos

contigo conocí y la veloz fuga

y el mal dejado escudo cuando roto

quedó el valor y la barbilla

tocó del bravo la indigna tierra.

A mí, asustado en densa nube el ágil

Mercurio me salvó entre el enemigo: ...

Horacio, el amado Horacio al que la vista de Prado Largo le revela de nuevo como pensamiento, abandonó en Filipos el escudo y se arrojó al suelo asustado, fingiendo tal vez estar muerto, para enseguida, alzarse de nuevo y joven como era, y asustado, correr saliendo de la lucha, abandonando el heroísmo, salvando la vida al fin. "Roto quedó el valor y la barbilla tocó del bravo la indigna tierra..." Que cerca Horacio de Artiloco en el gesto y en el reconocimiento del mismo. Sólo los que se saben portadores de un valor diferente, superior si eso cabe, tocados por los dioses si se quiere, pueden reírse de si mismos y rememorar públicamente su cobardía. Los tiempos de los héroes habían pasado, para el uno en la islas egeas y para el otro en la llanura de Filipos donde Casio y Bruto perdieron la República a manos de Octavio y Antonio.

Con el librito de Horacio entre las manos, este hombre que se sumerge en la poesía y en la luz del Prado, piensa que seguirá contando estas tres historias mínimas de las armas abandonadas por encontrarse con la vida. Cierra el libro y mirando en derredor la vasta y verde extensión del prado da en pensar que bien podría ser este lugar el emplazamiento del predio sabino del poeta romano, que le regalara Mecenas. Pero de este predio escribirá mañana.

10 comentarios:

  1. Salvado el pellejo, contar delante de los amigotes aquella huida. Un escudo abandonado en la batalla...
    Qué de imágenes y alegrías cuando la memoria conduce al hallazgo de coincidencias y lecturas. Supongo, mi estimado Luis, que ese lector caminante del prado, al encontrarse con las líneas, fue como sentirte parte y heredero de la historia del hombre.
    Aguardaré a la segunda y tercera.

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  2. Exactamente, Omar. Me pregunto si las historias que los hombres uentan son enteramente ciertas o "películas" como decimos aquí.

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  3. Creo más fiable las historias que los hombres, protagonistas de ellas, cuentan, a las historias sobre héroes que otros, no protagonistas, escriben. Siempre he pecado de credulidad, qué le voy a hacer.

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  4. Estoy de acuerdo contiogo, Ana, pero en cualquier caso toda historia emerge con sus dudas a cuestas. Habría que pensar es cual es el interés real de quien cuenta la historia, sobre todo cuando la escribe en un poema.

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  5. Hermoso texto y hermosas reflexiones.Personalmente no creo que nadie sea veraz al contar 'sus batallas'. No decían que las memorias de Neruda debían haberse titulado 'confieso que he mentido'?

    Però, a la literatura no vamos a pedirle veracidad real, sólo aparente y que sea de nuestro gusto.

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  6. De la memoria, ese oscuro pozo, emergen historias siempre nuevas que al relatar, al traladarla a esos signos gráficos que es la escritura, casi siempre se reencarna en otra historia en la mente del lector. Esas es la grandeza de la literatura.
    Saludos

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  7. Julia: claro, las batallas de cada cual son de cada cual. Nunca de todos. Pero además, aquí son como un punto de partida.

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  8. Petrusdom: la literatura en Arquiloco es una ruptura total con el mundo de los héroes. En Horacio es su vida.

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  9. Homero nos enseñó que nadie es héroe todos los días de su vida, que hasta el más grande tiene momentos de cobardía. Arquiloco nos enseña, creo yo, lo contrario, porque, había que tener valor para escribir como Arquíloco.

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  10. Exacto, Luri. Recuerdo a Sócrates con aquello de "¿No resulta ridículo que un hombre sea valiente por miedo?". ¿Y sincero?

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