domingo, septiembre 17, 2006

Soy el rey que sobresale entre los reyes


Más allá de la cima no hay nada sino aire: los límites son accesibles; más allá un espacio vacío en el que vuelan los pájaros y se deslizan las nubes; fuente de todo bien cuando luce el sol en la temperatura apropiada y de los desastres cuando se abate lo torrencial sobre los llanos. Los limites son líneas dibujadas como en una pintura expuesta en un museo. Desde mis ventanas los veo y en su inmovilidad pétrea cubierta por una mata de pinar que permanece inmóvil, engañando a la vista con la uniformidad de la distancia, parecen ser siempre las mismas líneas, la misma inaccesibilidad. El prado en que vivo adopta la forma de un circo entre montañas, menos por el norte en que abre a la llanura: kilómetros más allá el cereal castellano; desde el prado la vista es un reclamo para que las cumbres nos miren y muestren su tranquilo estar, indiferentes a las cosas de los hombres: al igual que los dioses no se ocupan de nosotros según Epicuro.
Estas cimas están a dos o tres horas de distancia de mi jardín, encaramadas en rampas de dura y sostenida pendiente suavizadas a ratos por senderos que ascienden o bajan con suavidad, cruzando arroyos. No es mucha distancia ni es demasiado dura la subida: puede hacerse con esfuerzo dosificado, prescindiendo a ratos de disfrutar de los pinares e incluso de pensar en otra cosa que no sea el la voluntad para respirar más aliviado. En invierno se agradece el sol y en verano se arranca uno a subir con las horas tempranas para aprovechar la sombra y que el calor de la mañana nos coja arriba. A veces te cruzas con alguien al que conoces y haces una parada para cambiar dos palabras. Unos van y otros vuelven, pero nunca sabrás desde donde hacia donde. Se desoyen las razones para quedarse en casa y en el zurrón al costado, un bocadillo, un poco de agua, unos prismáticos y el teléfono móvil, aguardan la orden de marcha. En la mano el bastón con punta de hierro y buen calzado para evitar las llagas. Hay quien te recuerda que ya has estado allí, el año anterior sin ir más lejos, aunque sabes que también el anterior y el otro. Vas a subir, como poseído por la determinación de encontrar un silencio que pueda amoldarse a la necesidad del mismo que llevas dentro, subir porque dejarte llevar por la pereza una vez más es la agonía. En estas subidas hay algo de religioso emanado de uno mismo para propio alimento.
Cualquier excusa es mala, pero convertida en buena con poco que te empeñes, justifica abandonar el camino y dar media vuelta; todas las trochas conducen hacia el prado, todas; caminos para volver atrás nunca faltan en el hacer de cada día, y con ellos la tentación. Una sola nube anuncia una tempestad y a fin de cuentas, cuando llegues arriba, ¿qué? ¿Qué habrá cambiado que justifique el mínimo –escribo el mínimo con toda la intención- esfuerzo? El saber que lo que vas a encontrar no vale la pena, o por lo menos, no vale lo bastante para tanto esfuerzo.
Cuando llegues arriba descubrirás el límite, se acabará el camino y la aventura y comprenderás que estás limitado a tu metro con setenta centímetros por encima de cualquier suelo que alcances. Siempre serás un metro con setenta centímetros más alto que el suelo y eso, bien dosificado, presentado con suficiente parafernalia, conceptualizado como “oportunidad” y “certeza” te ha de servir para ocupar tu espacio soberano. Un hombre es el aire que ocupa y la superficie de sus pies sobre la tierra, por ejemplo. Allí arriba, solo entre los pinos, no te importa asumir que los árboles solamente son más altos que tú: sin cerebro ni sistema motor están condenados a la inmovilidad. Tu no. Tampoco yo, que es lo mismo. No los miremos con desprecio, pero no conviene sacar de quicio las realidades que vamos asumiendo. Mis ojos y mis pensamientos están en la altura mayor que alcanzar puedan. Tal vez, atinas a comprender, tal vez era ese el objetivo.
En el Código de Hammurabi se lee en Epílogo 80 “Soy el rey que sobresale entre los reyes, mis palabras son de lo más escogido, mi inteligencia no tiene igual”. Y aislado de todos y de todo, en tu altura humana de un metro con setenta centímetros, sobre los límites de toda la tierra alrededor, tienes la tentación de alzar la voz y coronarte. Pues has llegado eres el héroe; pues eres el héroe eres el rey. Cabe añadir que todo el poder depende de la inmensa soledad que te rodea, hombre al fin conoces también tus límites y esta ensoñación no has de contarla a nadie, pero sabes que pasó. Tiempos corrieron, o vidas acotadas en tiempos de historia, en que al descender de la cima, has clamado a los tuyos “He tenido una visión: yo soy el rey que sobresale entre los reyes...” ¿A que subir a la cima si no es para tener una visión y proclamarla, para afirmar haber sido, uncido por el dedo del único más poderoso que tú? Sentido el vértigo de la aclamación, encerrado en la soledad de la tienda de piel de cabra u oveja, llega el insomnio: difícil es creer que el ungido por el señor no conozca su impostura. Pero al día siguiente, al salir a la luz del alba, encuentra una guardia de hombres que le han creído. El poder son los otros cuando ponen sus garrotes a tu disposición, y eso es embriagador; así pues no lo soñaste ni te lo inventaste. Era cierto y eres el ungido de Dios.
Tal vez sea tiempo todavía para reflexionar porque has tomado el sendero equivocado, el del éxtasis, el del acceso al héroe y todavía te reconoces, te quedan restos del de ayer cuando subía sufriendo; pero en pocos minutos ya no. Las oportunidades son de doble sentido y hay que tomarlas, de lo contrario se disuelven en el pasado. En muchos seres, en muchos individuos, hay un momento en que el cruce de caminos te ofrece tomar el de la ensoñación para alcanzar la cima. Se sale de la nada y como por lo mismo y un cúmulo de circunstancias casuales pone en tus manos el poder de elegir y ves, muy cerca, entre los árboles y sus ramas, la silueta gloriosa de ti mismo. Hay quien sueña con ello, y quien lo dice en la confianza y sinceridad de una buena cena: “pues chico, yo estoy seguro que si en aquel momento, llego a tomar el camino que se me ofrecía...” Esos caminos no vuelven a presentarse nunca, existen solo una vez, se transforman en bosque cerrado o en miserable desierto en que no puedes ni apagar la sed de la vulgaridad que retorna a ti. Uno mismo es su causa victoriosa, y si tuviera dos dedos de frente, la mínima modestia para usar su inteligencia, sabría que no existe el dios dentro de su encarnadura, ni el héroe de Homero detrás de su mirada. Y sin embargo, nostalgia de no ser, sabedor de la historia, te das cuenta de que innumerables ejemplos están entre las líneas de los libros: es que los tiempos han cambiado. Toda la heroicidad que necesitas ahora es no perder el camino de vuelta al prado y llegar a tiempo de comer. No es mucha, pero es la suficiente si le añades un poco de pensamiento y la certeza de que has estado pensando en tonterías. Este héroe de ahora es consciente de que al llegar al prado y proclamar el dedo de los dioses sobre su frente, va a empezar como por nada un aventura de muerte y vesanía.
La pugna que enfrenta a Aquiles y Agamenón es el enfado del primero porque el segundo le ha arrebatado una esclava, un ente vivo sin libertad ni voluntad, forzada y violada por ambos. ¿Tu podrías? Porque para ser un héroe, tendrías que estar dispuesto a ello, sin aprensión. Uno puede enamorarse de una esclava, pero para hacer ese hermoso acto de desapego y desdén por los convencionalismos, debe estar dispuesto a esclavizar primero. Bajando por el sendero, la figura del héroe se te antoja patética, cubierta de la sangre de los otros: Homero describe con absoluta sonoridad como las lanzas rompen huesos y músculos, cuando clavadas en el enemigo agonizante, se las gira para desgarrar arrastrando hacia dentro las correas de las corazas y sacando al exterior pingajos de víscera y carne.
George Schehadé, un autor de teatro libanés, escribió en una soberbia obra de teatro, “Historia de Vasco” un mínimo diálogo que transcribo en su brevedad.
-“¿Qué hace un general cuando llueve?
-Se moja, ¿no?
-No, el ridículo.”
Me viene el diálogo a la memoria, porque justo en el momento en que estoy acabando de escribir estas líneas, una enorme tormenta de agua, truenos y relámpagos, cae sobre el prado y las montañas que lo rodean, y pienso que el pobre caminante que subió a la cima debe correr empapándose sin misericordia, para llegar a casa a tiempo de comer. ¿En que estaría pensando para subir con este tiempo, en que nunca se sabe...?

5 comentarios:

  1. Muy interesante y sugerente tu reflexión sobre el héroe, su impostura y sus miserias. Quizá sea eso lo que diferencia al héroe mítico (por llamarlo de alguna manera) del héroe momentáneo y pasajero: que este último hace una heroicidad salida desde lo más profundo de su "ser un sujeto humano", actúa por solidaridad quizá instintiva, no busca proclamarse nada, sino responder a una llamada que viene desde no se sabe dónde. El héroe que has dibujado, cuyo poder reside en el que le reconocen los demás, es, sin duda, de otra clase. Este héroe es muy interesante para la literatura, porque dá mucho de sí. El otro es necesario para la vida. Puede, incluso, que la vida no existiera sin él. Besos.

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  2. Hace años me pasé varios meses escribiendo como un poseso un poemario que llavaba el título de "Fábulas de héroes triviales". Es resultado fue mucho menos heróico que trivial. En fin. Hay momentos en que uno se siente inspirado y cree que lo vienen a visitar las musas en tromba y resulta que lo que le anda merodeando es una prima tercera bastante cursi de Euterpe. Lo único que guardo de aquel intento es el título.

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  3. A mi estos héroes me dan bastante miedo, Isabel, porque se sienten llamados a solucionarlo todo. Son los de generación espontánea. En la vida moderna, en el mundo empresarial, abundan. Quiero escribir sobre ellos.

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  4. Cuando tengo una idea, Gregorio, y trato de escribirla, lo que peor me siente es que mi imaginación corre más aprisa que mi pluma y antes de la segunda página ya la he excrito y deja de interesarme. Es frustante. La mía, es a veces una inspiración "interruptus".

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