martes, septiembre 12, 2006

La pequeña Venus

Esta cabecita que no levanta en su marmol blanco, no más de 10 centímetros de altura, tiene casi 2.000 años; es de la época de Augusto, que fué larga y aunque esté mal decirlo, desgraciada para la Roma eterna, por muchas razones: a Cesar se le quiere, a Augusto se le aprecia, a Tiberio ni si ni no, y a partir de él, con el paréntesis de Claudio que tanto le debe a Robert Graves, todo lo demás es nefasto hasta Nerva y Trajano. Sin Augusto todo lo demás jubiera sido diferente, hubieran habido dos cónsules cada año, se hubieran tirado los trastos a la cabeza pero se hubiera contenido el despotismo oriental de los siguientes emperadores y se hubiera dado una muestra de mal vivir republicano, que siempre es mejor que buen vivir bajo la tiranía. Y sin Augusto Ciceron hubiera vivido unos diez años más y nos hubiera regalado más escritos y testimonios.
Pero volviendo a la cabecita. ella sobrevivió a todos y apareció un día entre guijarros y cascotes, separada del cuerpo, seguramente separada por accidente y separada después por la incapacidad de quien la encontró de relacionar la una con el otro. Yo la compré en El Mercado de las Pulgas de París (lo escribo en castellano para evitar culturalismos) a un anticuario que me aseguró con la correspondiente ficha con sello ministerial y fotografía tamponada, su autenticidad. A mi, lo de la autenticidad me resulta una cuestión de fe, íntima y personal, y creo en la edad de esta cabecita porque sí, y no por tener un documento de facilísima faclsificación. Un amigo tenía hace años, cuyo tío certificaba la autenticidad de cuadros de la escuela paisajista catalana de principios del siglo XX por discreto encargo, fuera quien fuera el pintor.
La cabecita vino a convivir con otras piezas con las que he establecido una relación afectuosa y todas ellas han convivido conmigo durante bastantes años. Al llegar al bosque, han encontrado su sitio en una esquina en que la luz les entra con cuidado envolviéndolas a lo largo del día, lo que produce ese placer que describe Tanizaki y al que me he convertido, de ver una pieza muchas veces y siempre diferente. Pienso que con las cosas, hasta con las más insignificantes se suele establecer una relación vital por ambas partes; mientras estén conmigo y mi mirada se pose en ellas, amoldándose al paisaje casero, a la atmósfera de cada día hasta conseguir convivir sin sorprendernos de su presencia, ellas estarán vivas en nosotros y nosotros con ellas. Es difícil aprender nuevos paisajes, llegar desnudo a un sitio y hacerlo propio; para ello conviene crear un mínimo espacio vital formado por un equipaje que lo virtualice: unos libros, un poco de ropa, un objeto para colocar sobre una mesa y con él apropiarnos del espacio. Sin los objetos seríamos poca cosa, un permenente empezar. Nosotros, la pirámide, la llenamos en vida.
A unos kilómetros de donde vivo hay varios puentes romano. Están en la ladera sur de la sierra, a la altura de Cercedilla, que es lugar de inicio de excursiones a pié. Por aquí pasó varias veces el Marqués (el de Santillana, está claro, aunque decir el marqués confiere propiedad y confianza a quien lo dice) en su incesante cruzar los puertos en misiones diplomáticas y lleno y viviendo a su casa. Este Marqués, a la manera galana, tenía por lo que se ve la suerte de cara y al cruzar los puertos solía encontrar mozas vaqueras, "tan fermosas como la vaquera de la Finojosa" que le acogían en sus cabañas y en sus cuerpos en las noches heladas de las serranías. El éxito que el Marqués tenía con las serranas nos hace pensar en esa raza de vaqueras lozanas y hermosas que habitaban en las cumbres y eran así de generosas. Tal vez los cánones de la belleza, amén de la higiene (esto seguro) eran muy otros y probablemente el marqués tenía buena imaginación para aliviar las largas caminatas diurnas cruzando robledales y pinares y subiendo a cumbres. Aquí, en el Puerto de la Fuenfría, sin ir más lejos, tuvo romance largo y ha quedado rastro de él en sus Serranillas.
Transcribo de la carta a su hijo sobre la conveniencia de estudiar bien latín, de la cual es el castellano venido, el párrafo de despedida en el que se jacta de haber hehcho por la divulgación de obras clásicas de literatura no poco, y que sea por ello nuestro agradecimiento: A ruego e instancia mía, primero que de otro alguno, se han vulgarizado en este reino algunos poetas, así como la Eneida de Virgilio, el Libro mayor de las transformaciones de Ovidio, las Tragedias de Lucio Anio Séneca y muchas otras cosas en que yo me he deleitado hasta este tiempo y me deleito y son así como un singular reposo a las vejaciones y trabajos que el mundo continuamente trae, mayormente en estos nuestros reinos. Así que aceptado por vos el tal cargo, principalmente por la excelencia de la materia y clara forma del poeta, y después por el traductor, no dudéis esta obra que todas las otras será a mí muy más grata. Todos días sea bien de vos. De la mi villa de Buitrago.
Modesto no era, aunque tal vez decía verdad: en estas cosas hay un poco de todo; hago expresa mención de ese cierre soberbio y justo que tan pocos podían escribir con propiedad: "De la mi villa de Buitrago"
Giner de los Ríos, Ramón y Cajal y gente de la Institución Libre de Enseñanza abrieron pistas aquí mostrando a los madrileños (Segovia queda lejos y apartada de esto) que en cultivo del aire libre y de la salida a la naturaleza, se encuentra un fundamento importante del progreso. Fuentes y pistas llevan sus nombres y todavía se dice de un edificio habitado que fué el chalet de tal o cual.
Pero vuelvo a los puentes que en los últimos tiempos han mantenido una guerra dura con las administraciones locales para no ser convertidos en calzadas de asfalto y en puentes de hierro. Estuvo a punto de pasar con uno que hizo Juan de Herrera a la altura de Torredolones para que pasara su señor Don Felipe II sin tener que soportar que el agua le llegara a entrar en la silla (como venía sucediendo) y que es puente de preciosa traza, línea equilibrada y arco majestuoso. Por poco no fué derruído para que en su lugar se hiciera un mejor y más amplio paso para el río; optaron al final para hacer otro un poco más arriba de la corriente.
La calzada romana que va de Segovia a Titulcia es la que sube y baja esta sierra con pendientes de dificl resistir. Imagino a aquellos legionarios con su petate a cuestas (cerca de 40 kilos de carga cada uno) marchando por estas pistas de losas asentadas según técnicas de construcción sólidas y modernas. Hasta Augusto no fué enteramente la península lugar tranquilo y aquellos caminos debían hacerse con cuidado y seguridad: los viajeros con escolta; los soldados apercibidos. En Cercedilla parecía haber posada, lugar para descansar antes de subir a los riscos. Lo hice una vez yo con amigos y llegamos a la Fuenfría con el ánimo roto y los pulmones sin resuello alguno; claro que ver las laderas segovianas entre la umbría remontaba el ánimo y devolvía el aire. No lo he vuelto a hacer, con una vez basta. Hay allí una hermosa cumbre que se llama Montón de Trigo y que tiene su nombre de la forma de cono que adopta el trigo cuando se anontona en la era.
He de volver sin embargo a mi cabecita romana de una Venus hermosa; lo escribo en el sentido real de la palabra, hermosa en apostura y en rasgos aunque el tiempo y sus avatares han dejado estropicio en la nariz; pero el óvalo regular, los ojos grandes. el peinado cuidado de matrona, la boca sensual y carnosa y una mirada serena y penetrante de persona segura de sí misma, le da al conjunto una belleza serena, una cautivadora hermosura. Ante una mirada como esta, un hombre se siente indefenso o incómodo.
Un día me dije que sería bueno llevar a mi cabecita romana a uno de los puentes romanos de la zona y facilitar el reencuentro de algo que se truncó hace siglos. No se trataba de un experiemnto, ni de una ceremonía que persiguiera romper un viejo hechizo; no dispongo del dominio de los efectos especiales ni de cábala o magia alguna que pueda hacer que algo suceda cuando no tiene porqué. Ya he escrito más arriba que creo que las cosas están vivas por estar en nuestras vidas, pero han vivido otras mucho antes, unas tras otras, y esta pequeña Venus merecía encontrarse con las viejas piedras de su tiempo.: se hacen muchas tonterias cuando no se tiene otra cosa que hacer más importante. Me fuí para allá y llegué al puente tras caminar un rato monte arriba. El puente entre los árboles estaba desierto porque no era ni sábado ni domingo, y en tal circunstancia el paisaje permanece esencialmente inmutable. En la mitad del puente, de la bolsa al costado, saqué envuelta en algodones la cabecita y la descubrí a los rayos del sol y con cuidado, que las piedras y losas son irregulares, la coloqué en uno de los brazos que protejen el paso. Era primavera y el río rebullía abajo lo justo para devolver al puente su función propia: dejé a la pequeña Venus allí y me senté a su lado e irreverentemente saqué un bocadillo que llevaba y una lata de cerveza (con alcohol) que aún conservaba el frescor de la nevera. Estuvimos juntos y en silencio mientras desayunaba yo, en silencio los dos, escuchando el torrente ladera abajo; el sol perfilaba su cabecita y ella mantenía esa serenidad que se ve en la fotografía, ese saber estar, esa dignidad romana que finalmente se ha convertido en literatura. Por su silenciosa y digna presencia sobre el puente romano de sus antepasados, yo le quedé sumamente agradecido.

14 comentarios:

  1. Jajaja... Luís, iba pensando, conforme te leía, que ibas a tirar la cabeza al río, o que nos ibas a dar pistas para que la descubriésemos enterrada en el camino...

    ResponderEliminar
  2. Durante muchos años, en mi casa tuvimos una especie de “cenicero-pisapapeles-cuenco-no se que…” que trajo mi padre de una obra en la que trabajaba en el casco viejo, aquí, en Zaragoza. Recuerdo verlo siempre encima de la lavadora, era de origen romano (nadie lo discutía) y en esos tiempos las obras desenterraban muchos restos sin que a nadie le importara su destino.
    Un día, hace 30 años, fuimos a dar una vuelta con mis padres a los pinares de Zuera y encontré un pez de piedra, no se si era un fósil o una figura labrada, no recuerdo bien, no le dimos importancia y volvió al suelo de piedras donde había reposado tantos años.
    Cuando tenia 14 años mi hermano Jesús, mi primo Tomasin y yo fuimos andando desde Cella hasta Gea de Albarracin siguiendo el curso de un río seco, fueron 20 kilómetros de fósiles y de aventura en estado puro, el suelo rebosaba de amonites y conchas de hace millones de años. Durante muchos años tuvimos en casa una vieja caja de zapatos con los fósiles fruto de aquel viaje, en cierto modo un poco iniciático en muchos aspectos.
    Una vez le pregunte a mi madre por aquella caja y no supo decirme su paradero, cuando todos los hijos nos fuimos de casa ella hizo su propia selección de cosas útiles e inútiles…
    Me gustaría volver a ver lo que trajo mi padre de la obra, a veces pienso en volver a los pinares de Zuera con la vana esperanza de reencontrar mi pez de piedra, daría lo que fuera por volver a recorrer el cauce de aquel río… ( aquella inocencia).
    Me gusta tu blog, un saludo, con tu permiso te agrego a mis paseos virtuales.

    ResponderEliminar
  3. No, Joaquín, tirarla al río nunca y daros pistas para que la encontreis, pues de momento no. La quiero demasiado. Pero tomo nota, tal vez organice una búsqueda arqueológica en combinaciónj con Tusitala, que en su comentario nos cuenta sus experiencias arqueológicas.

    ResponderEliminar
  4. Por cierto, Joaquín, que yo conocí a un dibujante en ABC de Sevilla, hace muchos años, que se llamaba Juan carlos Alonso y tenúa una teoría que situaba a Tartesos en Llegó escribir un libro que me regaló. El vivía en Triana, donde yo le visité por cuestiones de trabajo. La verdad es qye su historia cuadraba con las fuentes clásicas. Pero nunca la he visto ni siquiera comentada, lo que me hace pensar que era humo...

    ResponderEliminar
  5. Tusitala: la encanto de esas piedras perdidas que desaparecen o se dicuelven en la vida, perdura siempre. En mi casa y en poder de mi padre, había hace años, un trozo de marmol que formaba un arco con estrías y que él decía siempre que era romano, de Ampuries. No se donde está, pero lo miraba con reverencia. Creo que es parecido a lo que tu explixas.
    Por supuesto que me encanta tu visita. esta es tu casa.

    ResponderEliminar
  6. Comparto ese fetichismo (reconozco que en mi caso, un poco cursi) por los objetos, pero es que en ellos puede tocar uno su propia memoria o, como en tu caso, sacarla de paseo a orearla un poco. He comprado pequeños objetos perfectamente falsos a sabiendas porque merecía la pena ligar su tacto a una experiencia. El último es una estatuilla (una falsificación muy pobre de alguna figura andina) que un albañil peruano me juró que había encontrado al hacer unos cimientos en una casa de Badalona. Me la quería hacer pasar por una diosa ibérica. Se la compré por diez euros asegurçandole que me creía lo que me contaba. Y la tengo aquí mismo, junto al ordenador, vigía de mis palabras.

    ResponderEliminar
  7. Y hablando de Sevilla, los hallazgos tartésicos son novelescos, como aquéllos que se relatan en "Dioses, tumbas y sabios", lectura inolvidable de la adolescencia. Los abalorios de oro se descubrieron en las obras del club de tiro de pichón, en el Aljarafe. En cuanto al "bronce Carriazo" (bautizado así por el apellido de su descubridor, el profesor sevillano Juan de Mata Carriazo), se lo encontró en el mercado de "El Jueves" (nuestro 'rastro', aunque de seis siglos de antigüedad). Carriazo no logró sonsacar al gitano que se lo vendió su procedencia. Después de la guerra, algún bibliófilo sevillano, ya fallecido, contaba que se podía encontrar en el jueves una "Biblia políglota" por cuatro duros. Son las resacas de las guerras.

    ResponderEliminar
  8. Me ha gustado tu Venus y he comprendido muy bien tu pequeña extravagancia de sacarla a pasear y dejarla un ratito en contacto con las piedras de su tiempo. Si los seres humanos no tuviéramos apego a los objetos, no sé qué quedaría de nosotros... Haces bien en conservarla y contemplarla. Quizá ella te contempla también a tí.

    ResponderEliminar
  9. Quizás Isabel, pero sabiendo que te ha gustado ella estará más a gusto.

    ResponderEliminar
  10. Me ha aterrorizado usted. Como Joaquín, temía que arrojase a la dulce venus al torrente. Ufff, no vea que alivio saber que está sana y salva.

    ResponderEliminar
  11. Señora Liddell: Y puesta en su lugar junto a otras cabecitas. Esa fué una huida puntual a ninguna parte.

    ResponderEliminar
  12. Leyéndote hoy me he acordado de un poema, breve y precioso, de José Jiménez Lozano, pertenece a un libro que recomiendo con mucho cariño: Elegías menores. Dice así:

    Aquí, ya sólo las cenizas
    de la siervecilla Clodia, de diez años.
    Pero, en la fiebre y en los vómitos,
    consolaban sus manos.

    ResponderEliminar
  13. LAS MENINAS

    Le dijiste al crítico de arte:
    Está bien su explicación, pero
    yo sólo vengo a ver a María Bárbola,
    a Nicolasillo Pertusato, al perro,
    y a ver abrir la puerta al Intendente Nieto.

    Te callaste
    que en aquella habitación no se respira;
    la Princesita bebe agua ¡Pobre!
    ¿Y si me preguntase?
    Yo he visto su sepulcro en Viena.


    ---

    Es del mismo libro de Jiménez Lozano y no he podido evitar la tentación de ponerlo (era el que buscaba después de leer tu texto).

    ResponderEliminar
  14. Jesús: no concozco al poeta y estos dos pemitas me han encandilado. El primero porque da de lleno en un proyecto en el que llevo trabajando más de 7 años, la realidad es que una parte muy importante del proyecto tiene como eje una situación que es la del poema. El segundo porque me toca de lleno por el flechazo que siento por esa pintura. Gracias por los dos regalos.

    ResponderEliminar