Al otro lado de Cabeza Líjar, a mi sur, cruzado el puerto, en pas puertos que se decía en la Edad Media, colocado sobre una terraza artificial en la caida final de la ladera de la sierra, abrazado por una cuerda de la misma que va desde la Machota Chica, proa de la formación hacia el sur oeste y que sigue con la Machota Grande o Pico del Fraile, San Lorenzo, San Benito, el puerto de Malagón (donde pintara Rubens tantas veces) y el farallón de Abantos, para torcer la línea hacia dentro para entrar por Cuelgamuros que es valle abierto que guarda El Valle de los Caídos y luego la recupere con Cabeza Líjar que viene a caer en quinientos metros para formar la abertura por el puerto del Alto del León, pues abrzado por toda esta cuerda de altura discreta pero bellas proporciones y espectacular alzada, está el Monasterio del Escorial.
En otra casa anterior, un piso, situado en la parte sur de la sierra, yo lo veía desde las ventanas de la sala y de los dormitorios, reposando en la ladera, con su piedra granito clareando sobre el fondo de pinos de la sierra, y con su fábrica inmensa pero proporcionada extendida y dando cobijo a las casas del pueblo que vienen a medio rodearlo sin llegar a cubrirlo de la mirada lejana. Los viernes por la noche lo iluminaban y entonces resplandecía en la quietud de la oscuridad, en la que la sombra oscura de la sierra parecía un acantilado batido por la tormenta, que era el aire que corría desde el sureste al noreste desde tiempo inmemorial: ya se refieren a él las historias de la construcción del Monasterio, obra del diablo se llegó apensar, que no quería que se construyera allí el Monasterio.
Ahora lo siento cerca, al otro lado de la cumbre, y con sentirlo tengo ya mucho, porque este lugar me fué cautivando de lejos a cerca, primero en la lejanía luminosa de su emplazamiento, y finalmente en los paseos por sus piedras y cámaras, siempre procurando comprenderlo en lo que tiene de síntesis de pensamiento y acción, de modernidad y tradición.
Les pasa a estas obras, que vienen a caer en el desconocimiento de la mayoría de los que las visitan, que haciendo turismo cambían el conocer por ver y el mirar por admirar, que no se puede admirar sin ver detenidamente, sin mirar por largo tiempo, y eso hoy, entre llegada a las once treinta y comida a las dos de la tarde, se pasa el tiempo que es una pena no tener más, pero lo visto es muy bonito y muy grande, y preferimos ver esto sin salir al extranjero porque en España tenemos cosas muy bonitas.
No quiero caer en la trampa del elitismo provocador, sino en la pena por los que pudiendo ver no miran. Yo si miré, primero de lejos, vacío de conocimiento e incluso prevenido por la simbología y el imaginario que representa el edificio,de la España negra, de obra de un rey tenebroso, de cúmulo de trscendencias espantosas que nos hen llevado a estar donde estamos. Reconozco que a medida que me familiaricé con su silueta me fuí preguntando si no era en sí bella y proporcionada además de que no me recordaba a nada conocido. Quiero decir que cualquier monumento en mis viajes me ha llevado a otro pero este no ha sido el caso de El Escorial. Una traza de líneas rectas, de torres sobre muros proporcionados, una inmensa hilera doble de ventanas que al descargar los muros los hacían ligeros. Me acerqué a él. primero a comprar el pan los sábados; cogía el coche y hacía unos 10 kilómetros para llegar al pueblo; aparcaba y visitaba la panadería y el kiosco de prensa. Con la barra de pan (dos porque pellizcar pan caliente y dejar la barra mediada es vicio de enorme placer) y El País bajo el brazo, caminaba unos cien o doscientos metros para entrar en los jardines del Monasterio por el jardín de los Fraíles. Ahí si, una galería renacentista en ángulo con el muro de ventanas de mediodía, abrazaba un jardín de setos de boj de media altura y profundas escaleras que atravesando arcos de medio punto bajaban a la zona del estanque y el huerto. Ese lugar era y es hermoso: la vista desde él se abre extensamente hacia Madrid, en una llanura salpicada de pueblos y pueblitos, ahora también urbanizaciones y embalses. Los árboles que salpican ordenadamente el jardín y el boj, expanden una deliciosa fragancia; en la veranda del sur, donde el Monasterio se sostiene sobre la terraza y el muro cae en vertical, se alzan unos bellísimos magnolios que no acaban de robar la vista al espectador, ya que entre uno y otro se abren ventanas de espacio abierto a la contemplación.
De estas visitas pasé a entrar, entonces la visita era mucho más libre, seguida, sin barreras para intercambiar tiquets ni carteles de visita guiada y uno podía deambular por salas repletas de cuadro (salvo el llamado propiamente museo) cruzando los patios bíblicos y acabar entrando en la iglesia donde una vez más la perplejidad arrebata. ¿Porque, tan desnuda si cabe, es tan bella?
Empecé a documentarme, no solamente sobre el mal llamado Monasterio, habría que llarlo Palacio-Monasterio, que es lo que fué y sigue siendo, sino sobre el proceso de construcción, sobre los constructores y durante cuatro años, como una lanzadera de telar, acumulé cuanta información pude de la construcción y de la historia de su tiempo. Si no se conoce la historia y a los personajes, no se puede comprender el hecho del edificio y sintetizarlo en pocas palabras es imposible.
El edificio es la obra escultórica de una sensibilidad; es un hecho sincrético que concilia la personalidad del monarca, renacentista hasta la médula, vital, poderoso, absoluto como correponde a un señor de su tiempo: moderno e ideológicamente convencido creyente y fervoroso protector de la Iglesia de Roma, con la personalidad moderna, técnica, progresista, y sobre todo renacentista de un Juan de Herrera que además de arquitecto es ingeniero, inventor, constructor, diseñador, aritmético, luliano (escribe un singular Tratado sobre la Fígura Cúbica en la que juntan los elementos básicos: aire, agua, tierra y fuego), dibuhante, trazista, militar; se compenetra con el Rey de tal manera que ambos, de consuno, imponiendo y cediendo, respetando, levantan una fábrica enorme llena de simbolismo y significado.
Verla de lejos es ver la Ciudad de Dios de San Agustín. Fortaleza parta defensa de la fe, muestra cuatro muros enormes a maneras de murallas defensivas que se asientan sólidamente sobre una superficie plana (terraza artificial que hubo que hacer con aportaciones de tierra apelmazada y de roca para dar solidez al suelo) y se muestran abiertas a los vientos de la herejía y del turco, poder ideológico el primero y enemigo secular el segundo, ambos amenazantes con voluntad de triunfo. No eran tiempos plácidos para la política, para la real politik y para la geo estrategía. En sus cuatro esquinas torres defensivas más altas, sólidas, armoniosas y en el centro la del Homenaje, que es la cúpula de la iglesia, la torre de Dios, el corazón de la fortaleza. Todo el techado es de pizarra puesto a la manera de Flandes, donde lo ve en su primer viaje allí el prícipe Felipe y de donde no solo trae la idea, sino también a dos artesanos que enseñarán aquí a aplicarlo en las construcciones castellanos, hasta le fecha recubiertas de teja. El primer experimento será en el lugar real de Balsaín, donde hasta hace poco las piedras del palacio estaban amontonadas en una inmensa explanada frente a,los pocos muros que quedaban del sitio.
Esta ciudad de Dios tendrá no obstante, apelaciones a la modernidad en la técnica y en el concepto básico de la simbología del trazado. En el primero Juan de Herrera revolucionará la técnica diseñando herramientas que habían de simplificar el trabajo moviendo tierras, organizando una ciudad de constructores, llevando a los cimientos y a los muros la mayor cantidad de tareas posibles para evitar traslados repetidos. Gruas, tenazas para alzar los bloques de piedra, andamiajes nuevos, técnicos experimentados de la orden de los Jerónimos (los priores Juan de Huete, Antonio de Villacastín) que eran los grandes construtores de su tiempo dada su experiencia en fundar monasterior y templos.
En lo concneptual la obra establece una simbología concreta desde la misma entrada. Rey culto, lector, hombre de su tiempo, la puerta de acceso al complejo por la facha de la Iglesia, se abre desde el exterior a través del muro al patio de los Reyes de Israel, todos ellos reyes sabios que en lo alto del frontispicio dan la bienvenida. Y el paso al patio es bajo la nave elevada de la bilioteca, donde se guardan y almacenan todos los libros. A Benito Arias Montano, humanista e intelectual donde los haya, se le envía por la Europa de entonces a buscar libros que no se tengan en la corte del rey, que por otra parte practica la censura de lectura en sus reynos hispanos. Así, la sabiduría de ayer y de hoy, conduce al lugar de Dios, al templo interior.
Hay dos palacios, hoy, bien diferenciados. El de los Austrias, sobrio y hermoso, lineal, austero y soberbio de mobiliario, al que llegaron maravillas de todo el mundo: un elefante traído subiendo por la sierra, una ballena muerta y varada en una playa del Atlántico, dos sillas regalo del Kan de la China; un salón del trono de traza horizontal impide una visión del monarca desde lejos y obliga a una cercanía humana, que no intimidad inposible para un hombre distante; una hermosa línea de latón dorado al fuego, en el suelo, marca las horas en conjunción con un rayo de sol que entra por un óculo en la pared. El de los borbones tiene toda la carga de cursilería que desatará el barroco, y esta es una opinión personal, que entra aquí desde Francia.
Palacios, del rey y de la reina, corte, iglesia, vivienda de los fraíles, botica, huertos, una ladera de monte repoblada de pino por un fraile de Tarragona para disponer de leña abundante, cocinas, caballerizas, en un lugar donde la mayor riqueza es la luz clara, delineadora, transparente de la sierra de Madrid, la única luz que dibuja el vacío con el enfoque primoroso de un Vermer, que yo conozca.
Salta a la vista algo que no se identifica hasta encontrarlo en algún texto, pero que llama la atención con solo ver cuidadosamente. Los muros lisos, las paredes encaladas en las que se cuelgan los cuadros que producen los mejores pintores del tiempo, los juegos del azulejo y el granito, los arcos y bóvedas en los que la piedra es protagonista único, ¿cómo no va a sorpeender la ausencia de adornos? Ya no se trata del barroco sino del mismo renacimiento que por esa época termina la cúpula de San Pedro de Roma, (hay que remarcar que el primer arquitecto que traza El Escorial, Juan Bautista Toledo, fué ayudante de Miguel Angel en la obra del Vaticano, y que el mismo Miguel Angel, anciano, se postuló con un proyecto que no fué aprobado para el sagrario de la Iglesia), ya no se trata pues sino de que el mismo renacimiento va buscando el adorno del marmol, el dibujo en la piedra. Basta ver y comparar esta fábrica con el Pallacio del Emperador en Granada, en la misma Alhambra, de tan bella factura circular con uno de los patios renacentistas más bellos que existe en este península que habitamos, para comprender una diferencia enorme, capital: la renuncia al adorno. Todo en El Escorial es el triunfo de lo liso, la huída de cualquier amaneramiento, el reino de la línea trazada sobre el paisaje limpio. Habrá quien llamará a este estilo, con muy poca representación, solamente muestras en Portugal y Castilla, "desadornado", y es así, por voluntad del autor: la simplificación por voluntad estética para dejar que reine la armonía en el enorme paisaje vacío u luminoso que era entonces el centro del mundo.
Compré, con el tiempo, primeras ediciones de las decripciones del Monasterio, cambiando visitas a El Corte Inglés, principal centro de esparcimiewnto del español medio, por asistencia a subastas y librerías de viejo. Rotondo, Ximenez, Sigüenza, Los Santos, San Jerónimo, fueron habitando mi biblioteca llegando hasta mí desde sus primeras apariciones en los siglos XVII y XVIII, cargados de láminas y desplegables en los que puedo ver el paisaje original de la construcción. De ellos hablaré más adeñante, no se cuando.
Mi enhorabuena por cuanto dices. A veces creo percibir en tus escritos - en este de una manera especial- un tono orteguiano que no sé si se corresponde o no con tus intenciones.
ResponderEliminarY ahora, con intención de incordiar, una pegunta: ¿Qué quieres decir con eso de "no quiero caer en la trampa del elitismo consnciente"? ¿Prefieres caer en el elitismo inconsciente? ¿Y por qué avergonzarse de aquello que uno estima como excelente? ¿Por qué no aspirar, sn complejos, a un elitismo de la sensibilidad? Más aún: ¿Por qué no aspirar a que nos gobiernen -democráticamente, por supuesto- los mejores?
Amigo Luri: digamos que en líneas muy generales si soy un poco orteguiano: ética y estéticamente.
ResponderEliminarCon tus preguntas inocentes, la referente al elitismo lo parece, se da el problema de que aparece de inmediato una cascada de consideraciones que convierten lo sencillo en complejo.
Quiero decir que no puedo escribir "yo miro y los demás son unos zafios" aunque ese es el sentido de lo que he escrito. El elitismo es para mi una vestimenta que se nota con solo mirar, no cabe decir que la llevas puesta. Ni tú ni yo somos dos tipos vulgares, pero consciente de no serlo, procuro no herir diciéndolo.
Y si aspiro a que nos gobiernen (prefiero administren) los mejores, pero sinceramente no se quienes son. Me acuerdo de aquella famosa frase de Cicerón: sé de quien de quien huir pero no se quien ir. (Era el dilema Cesar o Pompeyo: república o dicatdura, atraso o modernidad)
De todas maneras, amigo Luri, el término consciente estaba mal aplicado y lo he cambiado por provocador. Responde mejor a las razones del disimulo estético.
ResponderEliminarCreo entenderte.
ResponderEliminar¿Qué es el humanismo sino una voluntad de conquistar la excelencia? Por eso, una educación digna de ese nombre debería inculcar un cierto sentido de la vergüenza hacia la medianía.
Claro que la medianía paga y, por lo tanto, hoy, manda. El poder del ciudadano medio propietario de un mando a distancia es tal que es él quien elabora, de facto, los programas de televisión. Yo no creo que la televisión atonte a la gente. Estoy firmemente convencido de que la gente ha atontado a la televisión.
Tú último párrafo es brillantemente cierto, y tu comentario sintetiza el sentido de lo que escribo. Hoy, el orgullo de la medianía es ser democráticamente mediano y considerar que su nivel de ignorancia es el máximo nivel de sabiduría existente. Esos son los visitantes de El Escorial o del Museo del Prado. Es la diferencia entre ver y mirar; es el "conocer" absoluto: visitamos "todo" el Museo del Prado. Creo que escribí un post ahece algún tiempo.
ResponderEliminarUn compañero, profesor de filosofía, se dirige ya al aula, diciendo, entre melancólico y cabreado:"no vamos a humanizar; todo lo contrario. Sólo vamos a barnizar, lo cual deshumaniza porque impermeabiliza".
ResponderEliminarY sí, lo malo del "todos iguales", en educación, es que implica la pérdida del sentido común de saberse ignorante y de respetar por tanto el saber. En fin, Sócrates versus la democracia. La cuestión es cómo hacer brillar la excelencia en un sistema democrático. Yo, persevero. Persevero en la democracia.
Lola
Entonces perseveremos, democratícamente, aspirando a una cierta excelencia: la del saber o la de la aspiración al mismo.
ResponderEliminarHay que perseverar en la democracia porque es el único sistema en que la virtud republicana es posible.
ResponderEliminarEstuve en la biblioteca de El Escorial hace poco, en abril, buscando unos manuscritos (lo cuento en mi blog). Tanto el monasterio como el emplazamiento son realmente impresionantes, precisamente por su desnudez se imponen.
ResponderEliminarEn cuanto a la biblioteca, podría haber llegado a ser una de las más importantes de Europa en fondos manuscritos si no fuera porque el incendio producido por un rayo destruyo una parte importante de sus fondos creo que en el xviii (en este país incluso los elementos son desfavorables a la cultura). También la incuria y la dejadez en los que ha estado muchos años han tenido que ver en su decadencia. De hecho, es bastante vergonzoso que los primeros catálogos de la biblioteca los hicieran estudiosos franceses e ingleses; especialmente importante el de Charles Graux sobre los fondos griegos de la biblioteca, reeditado en 1982, y que muestra el amor por este lugar del escritor y erudito francés. El libro tiene un gran prólogo y notas de Gregorio de Andrés --que, en una faena titánica, es quien ha realizado los catálogos completos (incluso de los manuscritos perdidos), acabados recientemente.