domingo, agosto 06, 2006

El instante del clic.

El día en que vió por vez primera Las Meninas en su antigüo lugar del Museo del Prado, empezó a amar la pintura; hasta entonces había sido un diletante, entendiendo como tal a una persona enterada, que ocasionalmente visitaba una exposición y que tenía una idea relativamente amplia de la historia del arte. No recuerda ni cuando ni como fué, pero si tiene claro que ese fué el gran impulso, el impacto inicial, el relámpago que le cegó para convertirlo como a Pablo le sucedió en el camino. Esta similitud con Pablo en cuanto a lo que fué en realidad, un deslumbramiento, le vino de nuevo a la cabeza el día en que leyendo detalles de la entrevista de Carlos II con Lucas Giordano, frente al cuadro, en el gabinete de trabajo de verano en que estaba depositado desde que el padre del monarca, aquel Felipe IV que tanto había estimado al autor, lo dejó allí; Lucas Giordano al ser preguntado por su opinión sobre el cuadro, guardó un silencio contemplativo y exclamó al punto: "Esto es la teología de la Pintura".
Hasta aquel día en que vió el cuadro en el museo del Prado, y hay que dejar constancia de que no estaba entonces restaurado y que los colores dormían bajo capas de esmalte amarillento y de transparencias parduzcas que como una catarata ocular se habían ido depositando sobre la superficie del lienzo, la historia de la humanidad y del arte venía inscrita en los libros que compraba con regularidad; lector voraz como era su curiosidad, con escasos límites, se alimentaba en las bibliotecas.
Es verdad que anteriormente había reparado en visitas anteriores en dos cuadritos pequeños, de muy pequeño format0, que colgados según recuerda junto al arco de entrada o de salida de una puerta a una sala mayor del autor, eran obras menores, apuntes para practicar apenas, del mismo Velázquez; se trataba de las dos Vistas de los jardines de la Villa Médici, pintados en Roma durante una de las dos estancias del pintor. Aquellos pequeños apuntes, que se le antojaron nada más verlos, como muy impresionistas, le parecieron fascinantes sin saber porqué. Hoy comprende que le emocionaron en el sentido en que el arte emociona cuando lo observado se convierte en arte frente al observador.
Tenía Las Meninas, entonces, una salita para el solo y frente a ella un sofá circular y un recuadro cerrado por cordones que acotaba el espacio para verlo. En el centro de la salita, cree recordar, que había un óculo cenital por el que entraba algo de luz natural. Recuerda también que al cuadro le rodeaba una leyenda de incomprensión igual que a la ciudad de Venecia; a ésta, hasta que no se la visita no se comprende como es; a la pintura de Velazquez, cargada para siempre con el mito del espejo, llegaba uno sin saber cómo había que observarla e incluso algunos, convencidos de que el único punto de vista posible era un espejo, que estaba colocado frente al original.
A cualquier observador, y a él por supuesto, nada más verlo en el museo, le asalta la incomprensión de que todos los personajes del cuadro miren hacia el espectador y eso incluye a la figura de la pareja real que está reflejada en el espejo del fondo: se supone que porque están entrando en la sala. No vamos a quí a presentar al hombre del jardín como un iluminado repentino capaz de descubrir la verdad sobre Las Meninas, nada más verlas, pero es enteramente cierto que a los pocos minutos de observarlo comprendió que aquel cuadro existía pero no era la pintura que el pintor estaba pintando en el lienzo que, dentro de la pintura ocupaba la parte izquierda y era claramente la tarea que el pinto llevaba entre manos; y si eso era así, ¿cual era el lienzo que estaba pintando, que lógicamente se referiría a los mismos personajes, todos o algunos o solamente uno, la infanta tal vez, el propio Velazquez que en segundo plano miraba una vez más hacia el espectador?
Aficionando, ya se ha escrito, a la lectura, buscó y compro cuantas literatura sobre la obra pudo encontrar. Citar autores se antoja ahora absurdo, proque muchos han sido los que han tratado de explicar el prodigio. Si la obra de Velazquez es en sí, la obra de un genio, Las Meninas es el prodigio de la genialidad. No hay duda. Una intención hermética, un guiño privado a quien se quiera y pueda pensar, un capricho o una complicidad. Velazquez sabrá, pero tanta sutileza no puede ser casual. Velazquez sabrá pero es mucho atrevimiento pintar a la familia real al completo sin estar posando, sin ser un retrato mayestático, siendo como es un gesto captado al instante de un hecho: la entrada de los Reyes en la sala en que están reunidos todos los presentes en el lienzo. Velazquez sabrá pero lo hizo y a su sabiduría como pintor añadió la sabiduría de la intención. Un año después moría, podía pasar de todo (con ciertas reservas y modesta actitud, si se quiere, pero podía mirar por encima de la cabeza de sus contemporáneas. Después de todo el Papa Inocencio le había recriminado su retrato "Es demasiado verdadero" y el mismo Rey le había requerido cariñosamente su vuelta a Madrid para seguir pintando para él además de para tener alguien con quien hablar en confianza de arte y pintura. Podía pasar de todo con su sabiduría en una corte en que el matiz era importante pero la grosería y prepotencia eran arrolladoras. Cabía ser discreto y bien apreciado por el mejor valedor posible: el Rey.
Nuestro amigo leyó y leyó sobre Las Meninas y volvió a verlas restauradas ya, cuando los colores salieron de las sombras demoiníacas que los habían ocultado, raptado para escarnio del tiempo. Cambió la pintura el emplazamiento, se rodeó del más asombroso Velazquez, dejando a un lado el retrato del Papa Inocencio que está en la Doría Pampilphi de Roma. Todo lo que leyó era al mismo tiempo verdad y mentira y sobre esto ya hemos hablado no hace mucho. Conoció los estudios del lugar, las viejas estancias del Príncipe Baltasar Carlos en que se pintó el cuadro y se asombró ante el muchacho montado a caballo, con cara de susto ante la presencia del Conde Duque y de sus padres los Reyes en un balcón del Alcazar. Reconoció la luz de poniente entrando por los ventanales, en el cuadro a la izquierda en la parte superior, y las pinturas colgadas en las paredes del fondo, en los muros altos, que están en otras dependencias del mismo museo. Todo se sabe sobre el cuadro menos la intención. Puedes dar vueltas y vueltas y al final acabas en dos puntos que te hieren: el primero es el descubrimiento del instante en la pintura; el segundo es la imposibilidad de entrar en la cabeza del pintor.
Su enfrentamiento al cuadro acabó produciendo en él un desafío personal; no se trataba de estar de acuerdo con algo de lo leído sino de estar de acuerdo consigo mismo, alcanzar el umbral de su propia comprensión, practicar su propio conocimiento y acabar prescindiendo de la teoría dada. Estaban la pintura y él y un somero conocimiento del pintor, tan vago e impreciso que ni su suegro, Pacheco, el autor de la mejor historia de divulgación sobre la pintura de su tiempo que existe, pudo dedicarle más que unos pocos y pobres párrafos, convencido eso si, de la genialidad de su discípulo y yerno.
Cuando no tenía otra cosa que hacer o las cosas que tenía que hacer le aburrían mortalmente, volvía al cuadro, lo sacaba del interior inconsciente al mundo de la visión virtual y lo observaba. No podía entrar en detalles que solamente a los técnicos en la pintura y a los conservadores de museos, les puede interesar, sino que se plantaba ante el cuadro y lo miraba fijamente recordándolo. Poco a poco fué cayendo en el hecho de que Velazquez, en muchas de sus pinturas, sitúan a un personaje mirando al exterior, al observador; el mismo Velazquez, dicen, es quien mira en Las Lanzas, pintado para el Salón de Reynos del Buen Retiro, hacia el observador situado fuera del cuadro, frente a él, un poco a la izquierda del autoretrato; y en Los Borrachos, y en la Lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos, y en los retratos del Conde Duque a caballo, pintado desde su espalda. Y se pregunta ¿a quien están mirando? De repente cae en que en Las Meninas, todos están mirando afuera del cuadro, a los Reyes que entran en la sala, sería lo normal, a los señores que con solo traspasar la puerta hacen que el tiempo se detenga y todo el universo, desde un perro soñoliento al que un paje (Nicolasito Portusato) le lanza una patada para espabilarlo, hasta la infanta, las meninas, las damas de servicio, el mayordomo y el mismo pintor, el mismo Velazquez, que ha girado ligeramente el cuerpo sin bajar la paleta ni soltar el pìncel, tomando color seguramente, tal es el gesto de la mano derecha y ha sacado la cabeza de la superficie del lienzo, que un segundo antes le escondía, hacia afuera para ver a quien entra, los Reyes, que son el espectador. El Rey y la Reyna y en ese momento el espejo del fondo les devuelve la imagen mirando ciegos desde el cristal las espaldas de los presentes que les miran a ellos estando en la puerta. Pero los Reyes no están, no vemos sus espaldas, no han traspasado el umbral en que stamos nosotros, o están en nuestro lugar, o somos nosotros hoy...
Comprende que el cuadro es un circuito cerrado, un círculo de miradas que no se cumple hasta que el espectador se sitúa en su lugar; comprende que al cuadro de Las Meninas le falta una pieza esencial que Velazquez no puede cambiar porque es el público, que está fuera del cuadro, y que en primera instancia, ese público eran los Reyes, era el Rey, para quien Velazquez pintaba el cuadro, para su intimidad, para su amistad, para su buen negocio entrambos.
Tardó años en descubrir esto, que otros habían avanzado pero a lo que él quería llegar por sí mismo porque lo que la pintura reclamaba era su presencia ahora en el presente continuo del hombre del jardín y del bosque. Velazquez le llamaba a él para que fuera él solamente, en su propia intimidad emocionada, quien hiciera el ejercicio de cerrar el círculo de miradas y colarse, por derecho propio en el interior del instante primero pintado en la historia del barroco.Ya no eran los reyes los que cerraban el círculo, sino cada uno de sus observadores en el Museo, situados frente al cuadro. Observadores siempre distintos, a través del tiempo, pero siempre emocionados. Como el fotógrafo que activa el clic de la cámara y cierra y abre el obturador para tomar la instántanea, él se colaba ante el grupo y podía decirles: "atención, mírenme". Y surge la instantánea.
Tenía razón Lucas Giordano: la Teología de la Pintura. Para nuestro amigo del jardín, la primera emoción real frente al arte.

3 comentarios:

  1. Tienes toda la razón: el espectador debe ocupar el lugar de los monarcas, lo que exige de él una cierta aristocracia (intervenir, no mosrarse como un mero espectadorI. Y aquí, con perdón, me voy a poner elitista: ¡Cómo puede hacerse turismo ante esta obra, que es el Aleph, y que tanto se resiente con según qué miradas!

    Respecto a "el descubrimiento del instante en la pintura": Las Meninas son el paradigma de la capacidad del artista auténtico para arrancar al intante de sus goznes temporales, liberarlo de la sucesión, y arrojárselo al espectador a la cara como una interpelación que, en el fondo no puede tener respuesta, porque queremos comprender integrando de nuevo el instante en la sucesión, es decir, domesticándolo. Siempre he sospechado que en la obra de arte auténtico la forma que se domeña no es la de las líneas, la geometría y los colores (que también), sino la del tiempo.

    ¡Magnífico comentario, Luis!

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  2. Si, este comentario surge a raiz del tuyo sobre el arte y el tiempo en tu blog. Esa fascinación del instante se da en gran parte de la pintura de Velazquez, en los retratos del prícipe a caballo y del Conde Duque, donde hay un pálpito instantáneo insuperable: El espectador coincide con el acto: ese es el climax del arte.

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  3. El arte: ¿La teoría en acto? (me refiero al theorein griego: contemplar, ver... que se encuentra en la raiz de nuestro teatro). Hay que pensar en esto.

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