lunes, agosto 28, 2006

Cuando los santos se van marchando... (Uno)

Aquí, en el cabo, voy a pasear por los recuerdos. Exhumando papeles he encontrado esta historia escrita de manera mucho más amplia y barroca hace años, demasiados. La voy a sintetizar en 10 capítulitos, a lo sumo 12. Aquí la ofrezco: deberé lamentar el aburrimiento de algunos de los que visitan estas páginas, pero siento ganas de hacerlo así. No pediré perdón por ello, porque nada más sencillo que no pasar por aquí, sabiendo que en cualquier caso tendrán mi más sincera amistad, unos y otros.

Los hombres de PoolSa barrían las calles de cuerpos, llevándolos entre dos a los espacios que dejaban vacíos los parques públicos; los amontonaban con respeto, tratando de que conservaran en el amontonamiento los mismos rasgos plácidos con que les habían encontrado, además de la compostura del cuerpo, digna y relajada. Bajaban las faldas de las mujeres para que nada quedara al descubierto de los muslos y abotonaban las chaquetas de los hombres, enderezando si cabía el nudo de la corbata. Nadie hablaba de cadáveres, palabra que de común acuerdo había sido dejada de lado; ¿cómo hablar de cadaver de quien inmóvil y sin respirar, frío ya, perdido el rigor mortis, sonreía dulcemente? Con los párpados caidos sobre los ojos, parecían haber encontrado en su sueño un paraiso.
Todo había empezado con la caída de la luz, una cierta amortiguación del sol, la aparición de un atardecer que se impuso un día, de mañana, y que todos el mundo dió en pensar que llegaba nublado y probablemente tormentoso, lo último no fué porque tardó la lluvia un poco todavía. Llegó la noche y la luz no se iba, si bajaba en su intensidad, pero sin llegar a lo más oscuro. De la noche conocemos sobre todo la oscuridad y esta desapareció, llevada por un fenómeno meteorógico que todo el mundo dió por bueno. Ausente la oscuridad se encendieron las farolas con esa timidez de los atardeceres, cuando la luz parece un pálpito, un simple anuncio, la referencia de una posición para navegantes.
Nadie mostró sorpresa; ni la prensa, la radio o la televisión, hicieron mención del hecho de la caida de la luz; tampoco habló la gente entre ella del acontecimiento, como si en realidad aquello fuera un tiempo por llegar que había llegado y del que ya se tuviera noticia. Aconteció, eso si, que en general se tendió a moderar las costumbres en el vestir y reaparecieron los trajes, los vestidos de gala, las corbatas en los hombres y los zapatos de tacón alto en las mujeres, quedando olvidadas en el fondo de los guardarropas las camisetas publicitarias, el calzado playero o deportivo y en general cualquier indumentaria que pudiera tomarse por informal. Tampoco de ésta, como moda, hizo mención la gente en sus conversaciones y a lo más que se llegó es a celebrar lo elegantes que encontraban a tal o cual, al verse en la calle.
Repentinamente las cafeterías y salones de te se llenaron de personas que disfrutaban de aquel largo atardecer, sentados en los veladores, haciendo cola y guardando turno incluso, para ocupar un lugar frente a las mesitas en que los cafés con leche y pastas o las tazas de te, alternaban con alguna bebida larga, gin tonics en vasos escarchados por elf río en los que el limón y los cubitos refulgían con brillos moderados.
Fueron hermosos días, por llamarles de alguna manera, en los que la gente en las ciudades se reencontró a si misma, es decir, se reencontró en ella y en los demás y donde una soberana cortesía habitó en los corazones. Elegante, con un toque personal de distinción cada persona, lucían un aire de encanto rayano en la coquetería. Las faldas cortas velaban muslos deslumbrantes y volvió el fru frú de la seda, el aroma del after shave en barbillas y mejillas rasuradas, las colonías suaves, los cabellos peinados, la visión sugerente del nacimiento de los pechos perrfumados y las manos cuidadas sosteniendo cigarrillos de ligeras volutas; como de acuerdo, un cierto refinamiento en formas y modales se enseñoreó en las calles; un cierto refinamiento olvidado e incluso anteriormente denostado.
Pero lo curioso es que nadie hablaba, ni de ello ni de otra cosa, porque la gente se encontraba en los lugares públicos y sonreía con agrado, se besaban al reconocerse, cruzaban un saludo con palabras y poco más. Sentábanse en torno a una mesito, hacía su comanda y esperaban sonriéndose, fumando cigarrillos, bebiendo pequeños sorbos, incluso brindando por cosas que desconocían, porque nadie se deseaba un buen futuro, ni tan siquiera pensaban en ellos.
Llegó la lluvia; gruesos goterones alcanzaron las ciudades entre el alivio de personas, que en sus escasas conversaciones se refirieron a ella como si la hubieran estado esperando, sofocados por un calor que ni había estado presente ni había sentido con el calor del cuerpo, sofocado. Apareció como aparecen las tormentas de verano, cuando los cuerpos abren los poros de la sensibilidad más deseosa para beber por ellos el frescor salvador, el bautismo necesario que alivie cualquier pecado limpiándolo a la par que borrando la culpa, como el borrador pasa por el encerado y se lleva el texto inservivble. Llegó la lluvia como una tormenta medida y contenida, de verano en un tiempo que no era estío, con el justo aparato eléctrico para recordar otras tormentas de otras estaciones. Con esa lluvia sucedió lo inesperado y es que algunas personas, muchas al decir de rumores y comentarios, se buscaron para amarse, para encontrar en sus sexos éxtasis naturales a los que nadie dió la menor importancia. Sucedía, que sorprendemente, una mujer y un hombre desconocidos, solo con verse, dejaban cortesmente a sus acompañantes y se encaminaban bajo la lluvia a un lugar y en él se amaban, a veces bajo la misma agua que caía torrencialmente, abrazándose como serpientes lustrosas de humedad entre los cálidos parajes de un paraiso lejano. La desnudez o la media desnudez no faltó nunca al decoro, porque el escándalo no se encontraba ni en su intención ni en los ojos de los que casualmente, se cruzaban con ellos y les veían; en vez de un gesto airado era una sonrisa de comprensión la que afloraba en su cara y con delicadeza saludaban en murmullo "buenas tardes, decían, que sean felices" y los amantes, distraidos momentaneamente, paraban su actividad y agradecían los buenos deseos. Habiendo acabado, volvían a encontrarse con los suyos, sin que la menor reprobación asomara en ellos: un beso en la mejilla y a lo sumo una pregunta discreta, "¿has sido feliz?" e invatriablemente: si, mucho. "No sabes cuanto me alegro".
Tal vez fueron esos, mientras duró la lluvia, los últimos amores reales que se vivieron en las ciudades, cuando el iempo del cambio se anunció con la caida de la luz y la llegada de la tormenta. No se puede precisar cuanto nivel de felicidad se vivió en aquellos días, pero si afirmar que estaba en todos en la misma medida e intensidad. ¿Porque tanta bondad? No se sabe, ni es posible siquiera aventurarlo porque de aquello queda poca memoria, pero ciertamente, parecían ser buenos tiempos.
Quizás, algunos, preocupados o no, pero motivados por un impulso que no se puede describir, empezaron a acudir a las iglesias, que volvieron a abrir, ante la afluencia de visitas, sus puertas durante el tiempo continuo en que se había convertido el tiempo cronológico, la duración del hecho anómalo tan naturalmente asumido. No iban a rezar o por lo menos no parecían hacerlo. No hacían nada más que sentarse y miraban al altar, los retablos y las capillas laterales, la mortecina luz que entraba por cristales elevados o el cimborio mismo; miraban y miraban sin más, con la sonrisa en los labios mientras en algunos rincones el rito del amor se producía y los gemidos de los amantes llegaban a los demás envueltos en un eco anómalo. ¿Quien puede amar en el rincón que cabe entre la pila bautismal y la capilla de un santo? Ellos podían, de pié o apoyados en la piedra de los arcos y contrafuertes; ellos podían hacerlo y ningún ministro de culto osaba interrumpirles, antes bien, procuraban no cruzar por allí por no molestarles. Así alguien llegó a pensar, pero sin comentarlo con los demás, que el sexo habíase convertido en una nueva religión de amor entre las gentes: una oración puntual.
Fueron estos, que visitaban las iglesias y que se quedaban en ellas horas y horas, los primeros cuerpos que fueron apareciendo, como cadáveres, eso nadie puede negarlo, pero con rastros de felicidad en su cara y una hermosa compostura en su gesto. Por deferencia, para morir, salían a las gradas de las iglesias, sabedores de la incomodidad que se produciría si al quedarse yacentes e inertes en sus bancos, impedían el acceso a los nuevos visitantes. Salieron a las gradas y allí, sentados, esperaban algo que no se concretaba de manera inmediata, sino que alcanzaban primero un estado de leve somnolencia seguido de un quedarse absortos, hundidos en un vacío, mirando a un punto indefinido; quien a ellos se acercaba podía ver como la luz de sus ojos se apagaba, impresión que recuerda bien todo aquel que ha visto morir a alguien en su cercanía, y en el apagón final bajaban los párpados y el cuerpo se derrumbaba hacia atrás, delante o los lados, quedando en pose de acostarse truncada por los otros cuerpos.
Los hombres de PoolSa los recogían y los llevaban a los parques cercanos, donde quedaban en hileras y filas al principio, y luego amontonados con orden, unos encima de otros, en capas de sentidos perpendiculares a la inferior y a la superior, para evitar que pudieran derrumbarse. Hay que hacer constar que no olían sino a la fragante lluvía que seguía callendo, ahora lluvia de norte, fina, caladora, otoñal. Sacó la gente los paraguas y de las floristerías salieron cargamentos de flores para los montones de cuerpo, flores que durante mucho tiempo no se descompusieron.
Parecía que en todo aquello hubiera un orden, iniciado con la caída de la luz, con el retorno a una comportura perdida, con el deambular por una vida social educada y galante, la aparición del amor y la visita a las iglesia, con el acto casi final de los primeros en las gradas y la aceptación de todo ello sin la menor estupefacción. Nada humano parecía aquello, resultaba sorprendente que la gente, algunos por lo menos, no trataran de averiguar lo que estaba sucediendo, sino que aceptándolo se ofrecieran al hecho de manera natural; no había voluntariedad, eso es cierto, pero tampoco rechazo; era un hecho natural: los tiempos del cambio estaban ahí y ellos mandaban
Alguien, no se sabe quien, pero alguien dijo "los Reyes se han ido de Palacio" y todo el mundo les creyó. Les habían visto salir, por la mañana, acompañañdos de una inmensa masa de amigos, políticos, administradores de la gestión pública, todos con sus familias, bajo la lluvia que era ahora pertinaz. Eso fué el día en que justamente dejó de llover en las ciudades y en que la gente, de común acuerdo, decidió abandonar sus hogares, las ciudades y los sitios en que habían vivido hasta entonces la vida de cada uno. Como si se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a salir de los portales, con el justo equipaje del abandono: las llaves, una máquina fotográfica, el maquillaje, un poco de dinero y las tarjetas de crédito, algún retrato de familiares muertos, el Libro de Familia, unos caramelos, poca cosa y nada más.
Cuando Eliseo Cerrada miró desde la ventana de su dormitorio hacia la calle, y vió que una marea humana, tranquilamente, caminaba calle abajo hacia el puerto, comprendió que había llegado el tiempo de marchar, y vistiéndose con parsimonia, salió a la calle para unirse con los demás.
(Continuará mañana)
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