domingo, julio 30, 2006

Yasunari Kawabata y Yukio Mishima - I

Grabado de Katsushika Hokusai (1831), de la serie Treinta y seis vistas del Monte Fuyí.
Creo que no tenía aún 20 años cuando leyó en edición de El Círculo de Lectores "Una grulla en la taza de té" de Yasunari Kawabata, a quien poco después, en 1968, le iban a conceder el Premio Nobel. Quedó impresionado, subyugado por aquella prosa que el recuerdo en el tiempo se la presenta como suave, tranquila y de profunda inspiración y contenido. Una pincelada de belleza había depositado en él un retazo de arte para la memoria y ahí se quedó, grabada con el nombre de su autor. Siempre, que es el lapso de tiempo desde el que las ideas fluyen en la memoria sin perderse y se hacen suyas, de quien las posee, hasta ser parte del vestuario interior, siempre pues, había sentido una fascinación por Japón unida a un profundo desconocimiento. No intentó saber más que lo que la intuición y la casualidad, unidas, le ofrecían como alimento a su curiosidad; si encontraba en una publicación una lámina de un templo o un grabado, lo miraba atentamenmte, lo remiraba una y otra vez tratando de entrar en el significado sabiendo que lo que la lámina representaba (un samurai tañendo el koto, por ejemplo) era algo más que la expresión realista de un músico de buena posición. Tal vez fué a través de esa intuida simbología de la que no tenía las claves para la interpretación, como pudo ir penetrando en los conceptos artísticos occidentales, que expresan de manera más directa el encuentro entre lo que se ve y lo que quiere expresar.
Vió fotografías de El Pabellón de Oro sin saber que lo era, y los reflejos de sus dos plantas en el estanque quieto del parque en Kyoto le atraían hablándole de calma. La primera vez que vió en fotografía, el Ryoan-ji, con su mar de arena surcada y las piedras surgiendo en aquella inmensidad medida y contenida, sintió el impacto de las formas coaligadas con el vacio para crear el espacio como un todo. Así, cuando trató de acercarse al zen, como por curiosidad, le resultó hasta sencillo encontrar una síntesis accesible en la visión de los espacios vacíos como si se tratara de los contenidos de la realidad; todavía se ríe como la primera vez recordando que al mirar un vaso comprendió que sus paredes no eran nada en sí y que lo que realmente importaba y era útil era el hueco interior, donde no había nada, salvo agua cuando era necesario.
En ese proceso de comprender lo desconocido sin tener todavía el esencial nombre de las cosas, solamente la forma y un lenguaje contenido en la expresión que le atraía, se encontró en las salas penumbrosas de los cines con Kenji Mizouguchi y con Akira Kurosawa; la patina de la belleza en penumbra, el dulce encanto de la inocencia y de los sentimientos puros entre brumas y trazos suaves se le aparecieron en La Emperatriz Yan Kwei Fei, Los cuentos de la luna pálida después de la lluvia, Una Geisa, Vida de Oharu o El Intendente Sansha en el primero, en tanto que en Rashomon, Los Siete Samurais, Yojimbo o El Infierno del Odio, Kurosawa dibujaba con un trazo de pincel seguro de sí mismo el concepto de la modernidad narrativa en un Japón en mutación.
Cuando, unos años después se encontró con Yukio Mishima a través de tres obritas de teatro Noh en una edición de La Nandrágora de Buenos Aires de 1954, experimentó el efecto del deslumbramiento. Cómo pudo encajar en su entendimiento, producto autodidacta de la curiosidad voraz y del desorden, todos aquellos elementos dispersos que habían llegado a él como flotantes casualidades, es algo que no ha podido comprender nunca, pero lo cierto es que las casualidades son fruto de la necesidad y de la búsqueda inconsciente y en muy poco tiempo calleron en sus manos Caballos desbocados, Nieve de Primavera, Confesiones de una Máscara, El marino que perdió la gracia del Mar y El Pabellón de Oro. Lo que tuvo por cierto y tiene todavía es que su primer asombro, su primer acto de creación lectora y entrega total, su primer desvarío de la libertad al leer, rendido a la fusión entre la historia del escritor y su propia creación total ante una novela no se producjo ante una de la cultura occidental, y habían tantas, sino ante El Pabellón de Oro: la historia de un joven que fascinado por la belleza hasta quedar cautivo , anulado por ella en todos sus otros sentimientos y sensibilidades hasta la más absoluta de las impotencias, decide redimirse destruyendo lo bello que le cautiva. Hay quien se encontró con Proust para amar la literatura, o con Stendhal o con Faulkner, este joven del que escribo no, se encandiló con Mishima y de una manera natural volvió a Yasunari Kawabata en un juego de lecturas que remedaban su entusiasmo ante la pantalla del cine en que veía las películas de Mizouguchi o de Kurosawa. Empezó a concebir la idea, desde luego no extraída de ningún crítico solvente, de que Mizouguchi era cercano a Kawabata y Kurosava a Mishima. Tienen estas ideas propias el beneficio del anonimato y la disculpa de la ignorancia de quien las concibe, que no está obligado a la infalibilidad.
Hace poco, un par o tres de años, cayó en sus manos un estudio minúsculo, publicado por Siruela de Tanizaki Junichiro: El Elogio de la Sombra. Si en la cultura occidental el más firme aliado de la belleza es la luz, en Japón, la penumbra y el desgaste del objeto, el reino de la sombra cambiante y del matiz del material en su envejecimiento, forman el alimento espiritual de su cultura visual tradicional. La lectura de El Elogio... le produjo un placer inmenso al descubrir que lo que veía en Mizouguchi y leía en Kawabata era esa patina del tiempo y ese prodigioso y suave claroscuro, tan alejado de cualquier expresionismo, antes bien, matiz de la expresión humana en su más perfecta representación de la vida. Aprender a mirar para ver una cosa de todas las formas posibles, ya que es la sombra la que delinea al objeto de manera distinta a cada paso cabal del tiempo. Afectado por una extrema sensibilidad a la luz que puede llegar a producirle considerables molestias, prefería habitar en peunumbras tamizadas: aprendió a ver y a retener en la memoria, de un objeto cualquiera los mil rostros que componen su identidad.
Lo que aprendió con el tiempo es que las miles de cosas que quedaban en su memoria, escelente, todo hay que decirlo, podían irse agrupando formando conjuntos cerrados que a fuerza de existir llegaban a descoser pequeñas costuras y a conectarse los unos con los otros: Roma y la República y la China iniciática de Quin Shi Huan Ti o el Islam en la Península Ibérica o el desgraciado siglo XIX, por ejemplo, iban dispopniéndose en unidades de archivo, capaces de ser aisladas y consultadas por si mismas, pero que al cabo de la consulta venían a conectarse a otro archivo cercano en tiempo, concepto, historia o sentimiento. Sucede esto seguramente a todo el mundo, pero nuestro hombre acabó pensando que era un proceso mental propio producido por un sistema enciclopedista de aprendizaje, a saber: la toma de un asunto acotado en el tiempo, presuponía el dedicar una suma de meses o años prolongada y suficiente para acumular cuanta información original y cuanta comentada, pudiera llegar a disponer para su proyecto de saber.
Hace solo unos días, dispuesto a sentarse en el jardín para, mientras se pone el sol, leer como cada tarde, decidió repasar una caja de libros todavía cerrada desde la mudanza a la casa del prado dos años antes. Los libros encerrados en cajas, todsavía sin desembalar, sufren uno de los tres siguientes destinos: o se desamortizan, es decir, se regalan o se tiran a la basura, simplemente, pouesto que han perdido toda su utilidad y capacidad mítica (por ejemplo: las cartas de Rosa Luxemburgo); se guardan en la biblioteca principal, lo que seguramente obligará a otro libro o libros a buscar mejor acomodo; o por último acabarán en un trastero por ordenar o en el apartamento de la playa, donde lo que se procura es que vayan a almacenarse allí cuanta novela policíaca o de evasión susceptible de ser leída dos o tres veces en el decurso de unos veinte años.
Pues bien, en la caja que llevó al jardín para abrir, encontró encima de todos, con una portada desafiante (contiene la imagen que encabeza este artículo: La Gran Ola, de Katsushika Hokusai , que pintó más de 30 vistas diferentes del Monte Fuji) un libro de poco más de doscientas páginas: Yasunari Kawabata y Yukio Mishima. Correspondencia (1945-1970), que ni recordaba tener ni haber comprado y desde luego tampoco haber leído. Hojarlo, dejar la caja sobre la grava y junto a las dalias, acomodarse en la butaca de lona, estirar los pies, dejar las gafas en la mesita (ya no necesita gafas de cerca para leer, es cosa de los años) y empezar a leer una carta aquí y otra allá fué empezar y seguir. El asombro le invadió de tal manera que no pudo parar hasta acabar la última página, leyendo en una carrera contra la puesta del sol.
De este epistolario escribiré mañana, para no hacer esta entrega demasiado larga.

11 comentarios:

  1. La semana pasada compré Correspondencia 1945-1970...y cuando estaba pagando el libro, mientras daba el billete, te recordé mucho.

    Por Mishima te detuviste conmigo.

    Caminé feliz sobre las calles lluviosas.

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  2. Si, señora. Y me he quedado pasmado leyéndolo. Es impresionante ver el nivel de respeto, confianza e inteligencia que desborda de su amistad.
    Lo que me xtrañó es que estuviera en tu biblioteca ideal, porque Mishima no es un autor popularizado por la industria. Sobre todo después de su truculento suicidio y sus coqueteos con la derecha militarista, etc.

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  3. Ahora "me cae el veinte" como decimos por acá...tú y yo, nuestros nombres ya estaban escritos en el libro del destino.

    A mi casa la nombran "casita del bosque".

    ...y tú vives en un bosque.

    En mi casa vivimos extraños, y yo soy una incomprendida para ciertos.

    Existe también en esta casita, el joven Murakami, que ama a Kawabata.

    Y me haces encontrar en mi librero el libro "Mishima o el placer de morir" de Juan Antonio Vallejo-Nágera.

    En aquella compra, también me llevé "Walden o la vida en Los Bosques" de Henry David Thoreau...y obvio, también te recordé.

    En este domingo de desasosiego quiero perderme en un bosque y nunca ser hallada.

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  4. Me produce cierto rubor inmiscuirme en el diálogo que me precede, así que seré breve: Leí con tanta pasión El elogio de la sombra que me he hecho misionero suyo.

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  5. Clarice: a veces me siento víctima de un halago excesivo y no se que decir.

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  6. Gregorio: una de las asignaturas que he aprendido y de las que Tanizaki es parte primordial, es el hecho de mirar aprendiendo la forma cambiante, mirar repetidas veces con luces repetidas para que los matices vayan mudando la forma. De hecho eso es lo que yo entiendo como "contemplación" y que por supuesto no es nada místico.

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  7. ...de acuerdo señorcito, mediré mis palabras.

    Abrazos a Ana y a Goyerri.

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  8. Sobre estos dos grandes escritores poco que decir más allá de mi admiración. Hoy me regocijo con Hokusai, uno de mis pintores favoritos.
    Un abrazo

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  9. Como con el "emboscado" jüngeriano ,con el que en tantos aspectos me identifico, la verdad es que en pocos lugares como este blog, "En el Bosque" me siento tan cómodo. Sobre los dos escritores hay poco o mucho que decir. Pero mi reflexión se centra en una cuestión acaso secundaria,
    de un relato breve de Mishima. Se trata de "Patriotismo", que me parece de una belleza desoladora. Cuando lo leí por primera vez, entonces no tendría más de quince años, ya me cautivó. Desde entonces
    lo he releido en varias ocasiones, la sensación originaria no sólo ha permanecido, sino si acaso se ha acrecentado. Aunque se me ha presentado a lo largo de esta diacronía,y relecturas una interrogante en la figura de Reiko. Porque ella, lejos de ser la protagonista secundaria, a lo largo de la narración se convierte, en mi opinión en lo principal. ¿Pero qué representa? el amor y la entrega absolutos, como tantas mujeres en la historia del Japón, máxime en el estamento militar; es una metáfora de la muerte; es Mishima obsevándose,en el ritual que consumaría años después; es la unión del cuerpo y del espíritu, cuya dualidad le resultaba inadmisible y que ya expresó por ejemplo el el "Sol y el acero"; tal vez sea un conjunto
    de todas ellas...
    Un cordial saludo, y gracias de nuevo.

    Como en conocimiento nos separa un abismo, y biológicamente al menos un grado en línea recta tal y como lo computa el C.C., le ruego que comprenda el tratamiento que le dispenso, pero le rogaría, si así lo considera oportuno, el que me tutease. Desde luego frecuentaré este lugar, y ocasionalmente haré algún comentario, quizá extemporáneo y pueril, pero en todo
    caso agradecido.
    Un abrazo.

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  10. This is very interesting site... » »

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