Hokusai: una de las 36 vistas del Monte Fuji
Entre los dos se teje una profunda relación de respeto, tal vez también amistad, pero construída desde el respeto a la obra literaria de cada uno. Estos dos hombres se reconocen a partir de sus escritos, de cada uno de sus carácteres trazados en la soledad de su creación. Primero es Mishima quien hace por conocer al escritor consagrado: le envía su obra recién publicada. Caundo Kawabata le contesta agradeciéndoselo, el muchacho que todavía no se llama Mishima Yukio (en el orden real en que el nombre se usa en Japón) se llama Hiraoka Azuka. Kawabata tiene 46 años y le da las gracias por haberle enviado El bosque en flor. Estamos en el año 1945 y un grupo de intelectuales parten a refugiarse de los bombardeos del fin de la guerra en la provincia; el autor ya consagrado cierra su carta con un párrafo revelador en el que hace mención a su visión de manuscritos y obras de arte de considerable estimación en el equipaje de aquellos: De golpe olvidé el cielo mustio de estos últimos días. Además los ciruelos rojos ya están en flor.
Sentado en el jardín de la casa del prado, en medio del bosque, leía la correspondencia y trataba de imaginar los días mustios del Tokio de finales de la guerra. Todavía vivían los ciudadanos de Hiroshima y Nagasaki y los intelectuales se iban al campo para tratar de salvar sus escasas pertenencias. EEUU había dado la orden de bombardear las ciudades de Japón menos Kyoto, la capital imperial; allí el Pabellón de Oro y el Pabellón de Plata y el RyoaJi estaban a salvo sin saberlo. Tampoco lo sabía Mizouguchi, el protagonista de la novela todavía no escrita por Mishima, El Pabellón de Ooro, quien cree, cuando su autor le de vida, que el pabellón acabará ardiendo bajo las bombas; la enorme belleza que además de sugestionarle le convierte en un ser impotente ante todo sentimiento. Mishima se referirá a los bombardeos en Confesiones de una Máscara, su novela declaradamente autobiográfica, de la que dirá que pretende, citando a Baudelaire, ser tanto la víctima como el verdugo,
El hombre del jardín llegó a pensar al leer estas cartas arrebatadas al pudor de dos escritores magistrales, que lo que el joven buscaba en el mayor, era el reconocimiento del padre: lo obtuvo completamente.
En la carta de respuesta al agradecimiento de Kawabata por el envío del primer libro, el joven Hiraoka le dice que ha encontrado en una librería de saldos País de Nieve y quien lee la correspondencia en el jardín se siente repentinamente abrumado, en este caluroso mes de agosto, por la tristeza diluida en nieve y sombras de una geisha inacabada y un experto en danza que nunca ha asistido a una representación. Frío y tristeza, tristeza y frío. El hombre que guarda durante un año, entre los dedos de su mano izquierda, el tibio recuerdo del contacto de la carne de una mujer a la que no ama y necesita entre nieves que caen en las montañas hasta alturas de cuatro o cinco metros.
Uno y otro se expresan con elegancia y respeto. El mayor está abrumado por sus obligaciones como escritor y como hombre representativo: acaba presidiendo el Pen Club,l acaban otorgando el Premio Nobel. Escribió más de doce mil páginas, esforzadamente. Ese hombre menudo, muy menudo, cuyos ojos sonreían con afecto triste permanentemente, cordial y algo distante, que en 1970, tres años después del suicidio del joven, se marchó a un apartamento cercano al mar y acabó con sus días. ¿Qué le abrumó repentinamente tanto? ¿O fué una constante decantación de tristezas iniciadas en sus primeros años de infancia, cuando las cosas básicas de la vida de cada uno se van a fijar indelebremente en el ánimo y en el caracter: a los seis años Kawabata Yasunari ya había perdido a todos sus seres queridos, cada año empezaba de cero: padres, hermanos, abuelos; convivió casi dos años con un abuelo ciego y se hizo escritor mirándole mirar sin ver, oyéndole hablar, oliéndole.
Tal vez vió en Mihima, al cabo del tiempo, con el éxito asentado ya en su vida, al hijo. En sus cartas abundan los cumplidos, los buenos deseos, el interés por la familia, los pequeños acontrecimientos, la preocupación por la salud, la preocupación eocnómica y los obsequios mutuos. Son dos hombres que se buscan afectuosamente, que se otorgan cariño, interés, afectuosidad. Son algo más que dos escritores hablando de su trabajo.
En 1946 Hiraoke, aún no Mishima, recibe el encargo de escribir una presentación para diversos textos de su amigo mayor, y en la carta en que se lo comunica escribe una declaración de principios sobre la función del crítico que al hombre del jardín le emociona, porque coincide con su punto de vista de la función actual del comentarista de solapa:
...desde hace mucho tiempo tengo el mal hábito de no efectuar una lectura sistemática de sus obras: me detengo simplemente en los "pasajes que me gustan", en los "textos hermosos", y aunque solo tengo un conocimiento muy vago respecto del contenido de su obra o de la fecha de su realización, me permito escribir estas páginas tan subjetivas sabiendo que, por su naturaleza misma, el "comentario" no debe exceder sus límites: no es más que un intermediario que permite al lector recibir una obra con total libertad.
En 1950 ya es Mishima y escribe este comentario dentro de uno mayor que se corresponde a un viaje: ... y la noche que llegué, en el pequeño tren de montaña, los macizos de hortensias balncas, que se balanceaban a lo lejos a los dos costados de las vías férreas, me dieron una impresión ligeramente lánguida, ligeramente equívoca. Poco después Kawabata se queja de la difícil que le resulta trabajar con esfuerzo y continuidad y dice: En este momento estoy abatido por la melancolía. Apartentemente va a hacer frío hasta mayo. Un mes después de la referencia a las hortensias de Mishima, Kawabata le escribe: Este año hay todavía muchas hortensias en flor a lo largo de las vías férreas, y me dan la desagradable impresión de un mal presagio. Mishima, que discurre por un Japón que empieza una metamorfosis drástica, escribirá con lucidez en una carta a su amigo: No se necesita el Elogio de la sombra de Tanizaki, para saber que el Japón ha sido siempre, al píe del continente asiático, una llanura envuelta por la inmensidad de la noche. ... / No bien terminó su era, los dioses se replegaron en el corazón de la noche.
El escritor maduro teme perder la memoria, teme al hospital, se siente invadido por la enfermedad, cálculos en el riñón, y sobre todo se siente invadido por la senilidad. Sigue escribiendo y extiende su tristeza melancólica en cada línea, trazando maravillosas historias llenas de sentimiento. Mientras tanto Mishima se casa, tiene dos hijos, triunfa, viaja a Brasil, a Europa, a USA, estrema, actúa, escribe teatro, renueva el NOH, un teatro tradicional, profundiza en personajes autodestructivos, de atormentada sensualidad, culpable sin inocencia e inocentes lastrados por la culpa; escribe El pabellón de Oro, comparable a mi juicio con la mejor literatura occidental, ¿porque no Proust? ¿Quien es Mizouguchi, que no puede sentir porque la belleza de El Pabellón le arrebata la posibilidad de actuar sentimentalmente? Decide incendiar el Pabellón y lo hace; sus dos últimas palabras en el libro, tras destruir el símbolo de la belleza castradora: "Quiero vivr" Una vez más asoma Camus: en el fondo de toda belleza se encuentra algo inhumano. Escribe y envía toda su obra a Kawabata que le elogía constantemente, le dice que le envidia, le respalda, le aprecia sinceramente. El camino es de doble vía: Mishima le corresponde con regalos, le envía permanentemente invitaciones para sus estrenos, fotos de sus casa, de sus hijos, de su mujer; las familias se visitan y aprecian. Kawabata envejece en una vida que le entristece profundamente; nació triste, se hizo triste en poco tiempo, destiló tristeza en cada página. La tristeza es humana, profundamente humana; puede ser incontenible, la expresión de un fracaso, de un desafecto, de la carencia de amor. Mishima se asoma a la cincuentena en un Japón que se moderniza y él está en la modernidad más absoluta, salvo que repentinamente toma el camino del arte marcial, del culturismo, de la exaltación de la tradición patriótica. Se fotografía desnudo, asaetado por las flechas como San Sebastián o desnudo, embadurnado de aceite, con la katana en la mano. Ya no le basta con la autodestrucción de personajes, empieza su propio proyecto. Es inteligente, sabe perfectamente que camina hacia el suicidio y no lo oculta a nadie. Su acto va a ser banal y se diría que esa banalidad no le importa en absoluta. Tiene una razón para suicidarse y monta el espectáculo; siempre ha sido un hombre de teatro.
Los dos autores, paralelamente, van autodestruyendo las energias vitales. Una mañana de 1970, Mishima Yukiro, un ser diferente al Hiraoka Kinitake que nació en el seno de una familia de burócratas de la administración a la que aprecia lo justo, convencionalmente, entra en un cuartel acompañado por varios amigos con uniformes diseñados por el escritor, con la cinta blanca del samurai en la frente, y obliga al general al mando de la tropa a reunir a los soldados y cadetes que están en el acuertelamiento bajo el balcón de la oficina. Les arenga, a un grupo de soldados de un nuevo Japón que le silban y chiflan. Vuelve a entrar en el despacho y hace la ceremonia del suicidio ritual: se clava la daga (la misma daga que en El Pabellón de Oro el estudiante de monje intentará deteriorar rayándola), en el vientre y sus compañeros le cortan la cabeza de tres golpes. Muere entre la incomprensión de todo el mundo en su país, no digamos ya fuera de sus fronteras. No hay que buscar razones. Fin y cae el telón.
En una de sus últimas cartas a Kawabata, le escribe: ... de lo que tengo miedo no es de la muerte, sino de lo que será el honor de mi familia después de mi muerte... ... pero la idea de que se rían de mis hijos después de mi muerte me resulta insoportable. Estas palabras las leerá su mentor y amigo en sus funerales.
Tres años después Kawabata Yasunari se retira a su apartamento junto al mar, en Kanamura, y se suicida a su vez. Ni una nota, ni un mensaje, ni una palabra. Entre tanta tristeza, el maestro del sentimiento, decide disolverse.
El hombre del jardín cierra el Libro de la Correspondencia y busca en la biblioteca Pais de Nieve; lo leyó hace más de veinte años, y comprende que ha llegado el momento de volver a hacerlo. Empieza, mientras el sol corre hacia el ocaso: Al final del largo tunel entre las dos regiones se accedía al País de Nieve. El horizonte habría palidecido bajo las tinieblas de la noche. El tren disminuyó su marcha y se detuvo en las agujas.
Un saludo, y que te haga muy buen día!
ResponderEliminarÑp está haciendo, y creo que allí también, aunque con la humedad del mar.
ResponderEliminarÑp = Lo
ResponderEliminarUna de las historias más interesantes del anecdotario filosófico es, a mi entender, la de Alexandre Kojève, el modernizador de la imagen hegeliana del fin da la historia (que posteriormente ha divulgado con tanto éxito Fukuyama) y uno de los cerebros del diseño de la Comunidad Económica Europea. Al final de su vida viajo a Japón, comenzó enamorándose de una geisha y acabó reformulando toda su teoría. Es decir: toda su vida.
ResponderEliminarEs una anécdota que no conocía. Mi escaso pero interesado conocimiento de la cultura japonesa se dirige a la capacidad de ver y mirar, que promueve de manera constante y en todas direcciones. Pongo un ejemplo; en Occidente decimos que conocemos o hemos visto el valle del Jerte, cuando los cerezos han florecido, porque fuimos una vez y lo fotografiamos. La cultura japonesa prop0one el acudir varias veces, porque el espectáculo nunca es el mismo. Claro que su proceso de transformación a la cultura global se está produciendo ahora.
ResponderEliminarKawabata dejó una nota al suicidarse (mediante la sobredosis de pastillas), explicando los motivos de su acción, y los motivos del método escogido. hay q documentarse mas
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