domingo, marzo 19, 2006
Camino
Ayer llovió; y antes de ayer. Esta mañana al despertar he visto el sol radiante por la ventana, pero al acercarme al cristal, era un sol engañoso: lluvia torrencial, de gotitas brillantes como puntos de luz, desparramándose por el prado. Por el Noroeste un tímido arco iris sobre una masa de nubes que finalmente no ha llegado; vientos del oesta las han llevado al este. Vivir en el campo tiene esto, te acostumbras a los puntos cardinales, a las referencias naturales; cuando el hombre del tiempo habla, a veces comprendes. Como he nacido y vivido en ciudad durante la mayor parte de mi vida, debo confesar mi ignorancia y pereza anteriores. Ni sabía ni quería saber, ¿para qué? Al final todo se resume en nombrar una avenida o una plaza y el espacio queda delimitado. No es que la gente de pueblo sepa más, es que no hay placas indicadoras, ni números. Si vienen nubes del oeste pasará lo que tenga que pasar.
Hoy está todo el mundo contento, "esta lluvia es buena" dicen. Y también lo fué la nieve de hace unas semanas, que al no llegar a helar se fué tierra adentro hasta econtrar sus capas freáticas y recorrer oscuros y tenebrosos caminos bajo tierra como buscando el Hades. Además han venido excursionistas en sus coches, con niños y sus anoraks de colores brillantes. Los restaurantes hacen su agosto, los corderos no. Cuando nieva y llegan los visitantes en sus coches, y entran en la Forestal, que es carretera que discurre a 1300 metros de altura bajo un pìnar inmenso, trazada en la ladera, sabes que es mejor no ir por ahí, porque al final vas a tener que ayudar a alguien a salir de la nieve empujando el coche, sacando nieve de bajo de sus ruedas. Sientes un ligero desprecio por ellos y luego te arrepientes. ¿Qué culpa tienen de ser tan inútiles? Eufórico porque vives ahí abajo, en el prado, los dejas agradecidos circulando por la trampa de hielo, sabiendo que a los pocos metros volverán a lo mismo. Les has tenido que soltar aquello de "pero hombre, ¿cómo se mete usted por aquí con este coche?" y ellos balbucean excusas, como si fueran culpables, que lo son.
Baja el arroyo por Aguas Vertientes con fuerza y caudal. De ida con mi amigo perro hemos cruzado el puentecillo de piedra que está adosado a la Cerca de Las Monjas, que nadie sabe porque se llamá así hasta llegar al Prado Largo. Es paso que verdea siempre de musgos y líquenes, pleno de humedades umbrías. A poco más de un metro, bajo los pies, borbonea el agua en un hervor frio de blancos radiantes. Llamar Aguas Vertientes a estas laderas tiene un acierto de castellano bien construido: no puede llamarse de otra manera más corta, somera y descriptiva. Veníamos de camino entre los restos de la tala, amontonado el ramaje, dispersas las astillas. Cuando acaben las lluvias, todo ello se agrupará en los claros y arderá controladamente con llama corta e intensa y espeso humo; los forestales, saben lo que hacen. Mi amigo y yo salimos al sendero que baja desde la Peña del Águila y girando a la izquierda tomamos de nuevo el camino para casa. Aquí nos cruzamos un día con un corzo que nos dejó de un aire, verlo aparecer y desaparecer y quedarnos con la imagen en los pensamientos como una fotografia perdida. El vado está imposible a no ser que nos metamos con agua hasta media pierna: el caudal es intenso, la fuerza del agua mucha: podemos caer y empaparnos. Mi amigo el perro corre de un lado a otro por la orilla nuestra y me mira. El sabe que podría ser arrastrado. Debe pensar que he sido yo el que le he metido en este lío y que debo ser yo quien le saque de él. Cómo lo se le propongo volver sobre nuestros pasos, subir hacia el portón y girando de nuevo a la izquierda tratar de saltar un arroyo que confluye con el Mayor, que es más angosto, de mucho caudal, pero más hondo en cauce y muy estrecho. Hay que saltar, le digo al pequeño y él, que lo sabe, se mueve inquieto a base de pasitos cortos. Tú primero, le digo, pero hace que no me entiende. Busca el sitio mejor y no lo encuentra. Además, el caudal está preñado de aguas oscuras y plenas que parece que van a reventar. De acuerdo, iré yo primero, pero no veo como hacerlo llevándole en brazos, así que ensayaré el salto yo desde una roca plana que se adentra un poco. Calculo que saltando con fuerza alcanzaré la otra orilla y que de mojarme, será un pie o una pierna y podré, tendré ocasión, de asirme a una rama de roble que me ofrece su ayuda. Lo hago y salgo bien librado, ni una gota me alcanza. He dejado a mi amigo atrás y él ahora está más nervisoo que nunca porque yo estoy ya al otro lado y tiene él que ser quien decida lugar y momento. Debe pensar que el caudal puede arrastralo, podría sin duda, aunque yo se que saltaría tras él y acabaría todo en mojadina de ambos, pero no se lo digo. Le animo, le jaleo, venga, hombre, venga (le llamo hombre y a él no parece importarle) y viene de un salto prodigioso, que a sus diez años está como yo, con inseguridades. Las patas de atrás le fallan y su cuerpo resbala hacia el caudal de agua pero clava las de delante e hinca las posteriores y encorvando el lomo se convierte en músculo de metal, ballesta, que se dispara a lo alto. A salvo ya, mientras le felicito a voces, sacude de su cuerpo el agua que le ha salpicado y me ladra dos veces irritado. De inmediato toma la delantera y marcha para casa. Diríase que quiere mostrarme su enfado. Deberé darle la razón: soy demasiado osado.
Ya hemos cruzado al afluente y ahora podemos cruzar por el bosque hacia la carretera que sube o baja el puerto, según se vaya en una u otra dirección; ella cruza por encima del Arroyo Mayor que sigue torrencial hacia la ermita y la autopista. Caminamos por el arcén izquierdo de la misma, unos cientos de metros, viendo de frente la inacabable hilera de faros de los coches que vuelven a la capital después de haber pasado una o dos jornadas en la sierra. A mi amigo perro le digo que camine detrás mío y lo hace con precisión militar. No necesita correa, ya es mayor para esas cosas. Ellos vuelven a casa; llegaré yo antes a la mía. Está anocheciendo y hace frío. Subimos las escaleras y en ese momento empieza a lloviznar de nuevo. Ahora, cuando una hora después escribo esto, vuelve a llover con furia y es ya noche cerrada.
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Tiene gracia, mientras leía tu escritura he dado un brinco en la silla para saltar el arroyo (sin mojarme, ventajas de la virtualidad). Aquí arriba hemos estado entre nubes llenas de agua y tímidos rayos de sol mañaneros. Bonita foto la del arco iris.
ResponderEliminarEl areco iris es el de hoy. Creemos en la realidad.
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