sábado, febrero 16, 2008

Volver. El primer día. Los mayores.


Para Jesús y Toni, por orden alfabético.

La ciudad abre sus brazos y entrega un sol tibio, una caricia, que extiende su sonrisa sobre años de ausencia y los acalla. Este callejear no es de momentos, sino de calles que fueron habitadas por su cuerpo, y después por su memoria, un cuerpo más joven que este que ahora se desplaza sin voluntad en su abandono, una memoria que se pedía en sombríos pensamientos o momentos de exaltación: toda memoria tiende a la ingenuidad y suele convertir cualquier cosa pasada en un mundo, un chaflán en un universo, un portal en la entrada al Jardín del Edén.

Envejecer es lo propio de toda naturaleza, en su todo o en sus partes, envejecer con plazos diferentes. Antes envejece el hombre que la piedra y estas que están y han estado seguirán después de que él se vaya, no de la ciudad sino de la misma vida en la que habita, porque son piedras convertidas en símbolos, y símbolos en signos, y todo en una referencia para emplazarla en un lugar del pensar. En esa sucursal de La Caixa, de la calle Santa Ana, estaba hace los años justos para estar en el recuerdo un bar que se llamaba Lugano, de dos plantas, la de la calle y un sótano, en el que se reunían con sus escritos últimos, los últimos dibujos, las ideas últimas, y en torno al tablero blanco de la mesa, la tarde era el albergue acogedor. Un poco más allá. Zodiac guardaba a su bohemia mezclada con parejas que se besaban, y pijos divertidos (¿donde estará Nerón?) que confraternizaban dentro de un enorme respeto de los unos por los otros. Allí leyó La larga agonía de Ana Soro que parecía que la había escrito Durrenmatt, tan influída estaba. Zodiac es ahora la entrada a un aparcamiento, y frente a él, bajando una rampa de piedra, las viejas tumbas de la necrópolis romana mantiene su prestancia y dignidad, sólidas en piedra gris. En la baranda de hierro se apoyaban con el gin tonic en la mano, aquella turba que parecía salida de las novelas de Marsé.

Se trata de esbozar una teoría del rencuentro, que no es sino el encuentro de nuevo, como si la mano fuera a dibujar sobre una tenue línea de gris que servirá de guía, aunque es lícito apartarse de ella y trazar un nuevo contorno. Quien camina sabe que uno no debe enfurruñarse con una ciudad cuando es en ella por la que se ha callejeado infancia y juventud. Sin saber recordar momento por momento, los muelles le han brindado el olor y el color del mar abierto, mirando a lo lejos, más allá de la bocana a la que llegan los vapores que llaman golondrinas para atracar en el rompeolas, línea inicial de todas las ausencias. ¿Cómo negar ese olor que se ha llevado después guardado en los bolsillos? En cualquier momento de ensueño ha vuelto y ha sido una bocanada de melancolía de las que terminan en confortable sonrisa.

Cabe esperar, se dice en este rencuentro, que todo termine bien, con un abrazo de despedida que sea al mismo tiempo un "pelillos a la mar". Nada es tan importante en la vida como para que pese siempre, que todo se diluye. Bajando a pie por el Paseo de San Juan, una voz conocida le susurra al oído ¿porqué has tardado tanto? y el Hombre del Prado contesta que ha sido porque no estaba preparado. Para volver a casa siempre hay tiempo, a la casa que es el hogar que es un nebuloso ámbito que de repente se abre y en él estás. Conviene en estos retornos, dejar que mengüe el equipaje hasta lo estrictamente necesario: necesidad de retorno, nostalgia, ausencia de rencor, paz con uno mismo.

Un rencuentro es un rencuentro con uno mismo, poblado de cosas que allí estaban. No se rencuentra lo que no existe en uno, lo que no se ha guardado; ya hay un camino hecho que garantiza el éxito, basta con s aber mirar. En este del que se habla, el hombre del Prado entra a las 20,30 de la noche en Casa Alfonso, de la calle Lauria, y allí, en una mesa rinconera le esperan Jesús D... y Toni T..., a los que no ve desde hace, calculan, treinta y siete años. El lugar era entonces una tasquita con buen vino, buena cerveza, jamón estupendo (en aquella época todo jamón era excepcional aunque no lo fuera) y tortilla de patatas; hoy tiene una estrella en la Guía Michelin, le dicen, y todas sus mesas abarrotadas. En los balcones del piso primero, portal al costado de la puerta de la taberna, estaba el Club de Amigos de la Unesco: como Zodiac y Lugano, ya no está allí y nada importa que haya cambiado de lugar. En aquel piso preparaban conferencias, lecturas teatrales, politicaban y se enamoraban. Cosas de las veinte años, se dice, mientras, antres de entrar en Casa Alfonso ha levantado los ojos y ha visto como la tribuna de cristales se mantiene en la oscuridad. Ya no hay nadie allí, ni rosa cruces, ni esperantistas, ni un socialistas, ni varios comunistas, ni dos nacionalistas, ni Luisa, la secretaria severa, ni los teósofos, ni los amigos de la poesía, los de la cultura, los de la vida asomada a todas las culturas. El Noticiero Universal reposaba sobre la mesa, recuerda, y anunciaba la muerte de Luigi Longo: ¿porqué recuerda esta secuencia, ahora justamente?

Este encuentro al cabo de tantos años es fruto de casualidad y causalidad. El destino tiene la virtud de ser siempre lo que uno intenta y lo que sale: no se escribe solo, nunca, ni está en manos de los dioses. Si Toni T..., menorquín, hombre de mar, pagés, isleño por los cuatro costados que es como son las islas isleñas, rinde un especial culto a la memoria de los años felices. Jesús D... menos, y el hombre del Prado menos. Pero Toni debe pensar que la felicidad pasada debe ser guardada en la memoria y sacarla a pasear para sentirla de vez en cuando. Es tan lícito como emocionante, pero no todo el mundo está dotado para esta fidelidad a lo que se fue: muchos están dotados para la huida.

Mientras el Hombre del Prado entraba en Casa Alfonso, la voz que antes le había susurrado vuelve ahora a hacerlo, y oye en una voz dulce que le enamora "tan enfurruñado estabas?" y trata de contestar para sus adentros que no era eso, y que ahora no lo recuerda si estaba enfurruñado, airado, fugitivo de todo lo que parecía permanente si lo estaba, pero enfurruñado no. Y la risa melodía de la voz le acaricia con su aliento haciéndole revolotear los cabellos de la cola que lleva recogida por una goma, desde que llegó al bosque: signos de identidad.

Volver es un estado del alma, y la suya, exultante, se funde en un abrazo que dificultan las mesas y las sillas del lugar, abarrotado, y así es mejor, pues no desea un abrazo de cine, a la castellana, con palmadas en los omóplatos. Una cierta contención está bien, se dice: después de todo, en este "Hola" que se produce entre sonrisas, se abre un tremendo agujero de treinta y siete años, en los que, desgajados del vivir en común, ya no son lo que eran y no saben lo que son, unos de otros.

Desarraigo y desasosiego desaparecen: cervecita, jamón, queso, un poco de pan. El plan de la noche es un tour, a la manera de los visitantes de la ciudad que desconocen, donde el guía será la memoria. Casa Alfonso, El Cuatre Gats, Boadas, y por ese paseo, el cine Maryland, la cafetería del mismo nombre, Lugano, Zodiac, el viejo SEU, el Ateneo, las Ramblas... Los tres primeros y el Ateneo siguen en pie, de lo demás no restará nada y habrá que construirlo con la memoria: datos definitivos, hijos del crecimiento, piensa mientras trata de ver en las miradas de los amigos que fueron, el brillo de una amistad que querrían que fuera. Saltar de un tema a otro, picotear en la memoria, exponer el curriculum de cada uno, el físico y el metafísico. Les explica que ha comido con Gregorio Luri, y ha sentido el placer de una conversación también de encuentro; han paseado hasta La Central y se ha maravillado frente a ese diseño basado en las estanterías que se suceden, pareciendo infinitas, que dejan amplios espacios para respirar la vista. Un tema muy caro al hombre del Prado: la esencia del extranjero, obligada naturaleza del que abandona su hogar y se niega a ser asimilado por el nuevo, hasta el extremo de perderse... Un hombre es de sí mismo y habita en un lugar, o habita en un lugar y es del lugar: el orden de los factores altera el producto. Una mención, pasajera, les ha hecho sonrneir a Luri y a él: el reconocimiento a los textos de Julia Costa, la maestra que tan bien escribe y recuerda: maestra en más de un sentido.

Jesús D... viene de ganar un premio de teatro y Toni anda metido en sus circuitos eléctricos. ¿Cómo puede gustarle a alguien la electricidad? se pregunta el Hombre del Prado. ¿Que clase de poesía manifiesta un omnio o un voltio? Por que Toni T... es un sentimental; Jesús también debe serlo, eso no lo recordaba, pero cuando habla de su familia, de su mujer, de los chicos, de la muerte de su madre, aflora en él un sentimiento triste, una mirada en que algo entela el brillo por unos instantes. Siempre ha mantenido una sonrisa cargada de ironía, pero es gesto natural lo que tenía por distancia, así lo piensa ahora.

Boadas se llena como un pulmón, de humanidad que es aire; y se vacía. Cada poco tiempo se produce el mismo efecto, a medida que acaban espectáculos. Delante de un Gin Tonic que es una obra de arte, el hombre del Prado siente que esa humanidad la aspira y expele el lugar, que debe ser lo único vivo en ese conjunto de cuevas, de cavernas, de oscuridades, que es una ciudad. Conviene, sabiendo ya del pié que se calza, cada uno en su pié y en su calzado, pensar en repetir, convertir la mágica casualidad del empeño de Toni, en un acto común de presente. Hacer que funcione el correo electrónico, charlar por Skype, tal vez pensar en proyectos juntos. Han descubierto, eso cree el que esto escribe, que no tiene edad, y esa era la preocupación antes del encuentro. No tiene edad, no la han tenido nunca, ni cuando en la veintena se creían ni ahora que muchos años después no aceptan la vejez sino como un estado del alma: y su alma está bien.

Otra vez, camino del hotel a donde le acompañan, ligeramente turbia la menta por un poco de bebida, vuelve la voz a susurrarle al oído "te dije que valía la pena que vinieras" y él no acierta a contestar: esta vez no. Le ha pedido al camarero de Boadas que les haga una foto juntos y lo ha hecho al tiempo que se ha retratado a si mismo: grotesco en una mueca de bufón. Asi deben de ser los reencuentros, con sus bufonadas, su melancolía, una pizca de nostalgia, una ligera ebriedad y una voz susurrante de la ciudad que le abre los brazos, después de tanto tiempo. Mientras entra en el Hotel, la voz sigue en él: es que nunca haces caso.

El Hombre del Prado sonríe en el ascensor y le promete cambiar. ¿No es, a fin de cuentas, un niño? Escribe Lucrecio que los ojos rehuyen lo brillante y evitan mirarlo, y él piensa que no es así. Habría que ver con qué ansía mira el brillo de esta noche en Barcelona.

10 comentarios:

  1. Vaya, yo también estoy estos días con reencuentros de treinta y cinco añadas. El tiempo, creo que no queremos que se nos escape tan de prisa reviviendo...
    Un saludo cordial

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  2. Petrusdom:

    ¡Y que maravilla poder reencontrar personas y paisajes, al cabo del tiempo! Como si el ayer y el hoy se engarzaran de nuevo...

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  3. Así que has estado por mi 'pueblo'? No quiero ni pensar en los cambios y desapariciones que habrás percibido, en estos últimos años han hecho añicos una gran parte del pasado que todavía resistía...

    Yo misma paso por una calle y al cabo de unos meses ya me han 'robado' una tienda, un café...

    Gracias por la mención, por cierto, es un honor viniendo de tan sesudos varones.

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  4. Julia: la mención es tan cierta como verdadera, que diría el castizo. El comentario venía a cuento de tu post sobre Madrid, espléndido por cierto, que no leí yo hasta ayer, pero que Luri acababa de leer.

    Concretamente Lugano, verlo convertido en Caixa me pareció un golpe bajo y un ejemplo de los tiempos...

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  5. Ya tenia una canción Serrat, en la que decia que en cada nuevo edificio en los bajos iba incorporada la oficina de la Caixa.

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  6. Si hasta en la canción de Sabina en lugar del bar se encuentra una sucursal del Hispano, y eso que es un pueblo... Por cierto, ya no existe ni el Hispano.

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  7. Compartimos, veo, recuerdos de la misma ciudad aunque en mi caso la abandoné siendo bastante niño (9 añitos.

    Otra diferencia la marca, supongo, el barrio. En mi caso la Vía Fabencia por encima de la Plaza de Roquetas subiendo ya la ladera de aquella montaña reservada a familias emigrantes como la mía propia

    "Bajábamos" a Barcelona y aquello era casi un viaje, pero mis recuerdos de las Ramblas, la Plaza Cataluña, el Puerto y sus golondrinas, el Zoo, el rastro de los encantes (o algo así), la nariz pegada en el cristal delantero del primer vagón del metro, los almacenes Jorba, las bolsas de palomitas de maiz (solo una), los cacaolats en las granjas...

    felizahora

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  8. Anónimo, de todo eso, no sé porque razón, lo que más me llega son los Almacenes Jorba, en el Portal del Angel. Siempre los veo iluminados, al caer la tarde.

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  9. Amigo del Prado:
    Ha sido una delicia recorrer contigo una parte de tus innumerables recuerdos.Y pensar que màs allà de los edificios y casas que ya no estàn, los que sì estàn todavìa son tus amigos con los cuales te reencontraste.
    Un abrazo afectuoso desde Veracruz,Mèxico.

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