viernes, diciembre 07, 2007

El Post Mongol

El muchacho que llega al aeropuerto de Barajas un mediodía de viernes, mochila al hombro, vaqueros y camiseta, una chaqueta de abrigo que parece muy ligera, vestido de grises, delgado (siempre ha estado muy delgado), una bolsa de ropa de vestir de color blanco en la que se lee "chaqué" y un portátil enfundado en la mano que le queda libre, es el mismo que saluda al universo desde lo alto de la duna más elevada del mundo, en el desierto de Gobi. Esa silueta apenas vislumbrable en la inmensidad de un paisaje de cielo y arena saluda a nadie, que es el universo entero, y al universo entero que es a él mismo, pletórico de orgullo por haber llegado al punto en que todo y nada se confunden. He ahí, se dice el hombre del Prado, mientras escribe, como la inmensidad queda reducida a un punto en el horizonte. Miller escribió o dijo algo así como "que en el iris de los ojos de los hombres se pueden ver todas las maravillas que han visto" y esa podría ser una certeza de uso privado que ha de quedar en la vida del protagonista, como un hito hecho de recuerdos de lo que un día fue verdad.

Ese hombre que saluda desde la duna en el Gobi y que llega a Barajas y recorre la sala de la T4 para fundirse en un abrazo con el hombre del Prado, es su hijo. Un abrazo en un año es poca cosa, se dice este último, pero no sería, seguramente tan entrañable y vibrante si se repitiera día tras día. Las ausencias están hechas para los reencuentros y las vidas que divergen y se proyectan en aquellas, extraen de ellas momentos hechos de memoria. Las vidas divergen cuando se establecen en la independencia y la libertad. "No nos vemos todo lo que quisiéramos" se dice el Hombre del Prado cuando pasea por el bosque con Goyerri o cuando charla con Ana después del desayuno. Los dos saben que es cierto, nadie se ve todo lo que quisiera, si por ver se entiende estar, mirar y comprender, escuchar, beber de la fuente del relato, saborear la presencia y aceptar que después de unos pocos días, horas probablemente, volverá el silencio a poblarse de la más real de las presencias: la ausente. Ver y verse es comprender, que debiera ser la escala última de la sabiduría.

Cuando subió a la duna del Gobi no estaba todavía enterado de que tendría que asisitr como invitado a la boda de Laura, en Madrid, y que siendo testigo tendría que ponerse un chaqué de alquiler. Tampoco que en esa circunstancia, en la casa del Bosque, visionaría, Ana, su padre y él, desde su portátil, en el televisor del salón las más de 500 fotografías que tomó durante el viaje en bicicleta de más de mil kilómetros un día, y al siguiente verían las de la boda de Laura, y al otro día, volvería por la noche al aeropuerto y cruzaría la puerta de Salidas; tampoco sabía, ni siquiera cuando se despidió, que un viaje acababa de terminar, no el de atravesar Mongolia o el de asistir a la boda de una amiga, sino un viaje de treinta y cuatro años al cabo de los cuales el hombre del Prado comprendió que había dejado de ser su hijo, porque se había convertido en un hombre. Claro que también es probable que esa conversión iniciática, -nunca se acaba de ser un hombre, en el sentido noble del término- se hubiera producido tiempo atrás y el padre no hubiera reparado en ello: cuesta dejar de ver al niño que nos pedía ayuda y brindaba admiración, porque viéndole a él recupera uno su ternura, ese otro gran viaje interior en el que se repara poco porque viene fragmentada en momentos.

Todo, o casi todo en la vida, tiende a asemejarse a un paradigma y la naturaleza del ser humano en sociedad procura amoldarse a él, repetir los hechos del modelo, alcanzar el grado de cualidad necesario para satisfacerse a si mismo con la vanidad de haber representado la obra de acuerdo al papel escrito. Hay dos manera de ser padre o de ser hijo: la del paradigma o aquella que emana de la propia naturaleza, débil de cada uno. Hay un momento, piensa al escribir estas líneas, en que la representación parece terminar, el papel después de la última línea aparece en blanco y lo que empieza es otra representación, y el desconocimiento de la representación, del argumento, y de los lazos del amor, que vienen de la primera parte, abocan al vértigo de lo desconocido. ¿Cómo hablar con él, ahora que ya no es el niño que ha sido? ¿De qué hablar?

Un paisaje sólo es inmenso si contiene a una sola persona, dos a lo sumo. La inmensidad no está poblada, más aún: la inmensidad rechaza la población, la acumulación de individuos aposentados sobre el terreno porque está hecha de vacío, de aire, de agua o de tierra, de nubes, de bosques en los que un individuo, al irrumpir en ella adquiere la dimensión real del hombre en la tierra. Conviene abandonar de vez en cuando el barullo y caer en la cuenta de que el silencio, como el paisaje, suele ser inmenso. En el silencio el hombre se oye a sí mismo, se percibe con mayor intensidad, alcanza a reconocer su silueta, su sombra, el aire de su andar y el eco de cansado respirar por el esfuerzo de profundizar en el camino que no existe. ¿Para qué se va a Mongolia, si no? ¿Para qué se recluye uno en el bosque, si no? Todo ser humano esta contenido en su propio e inmenso paisaje, hecho de soledad, pero a este no se le reconoce, no hay fotografía salvo una sensación desolada. Es, en lo alto de la duna, cuando en la soledad magnificada por la naturaleza, el muchacho puede escribir en su diario "pienso en ti" a una mujer en la que piensa y entonces ha redibujado el paisaje inmenso, haciendo uno a los dos.




- Encontramos, explicará más tarde, un lago de agua salada y nos bañamos en él. Estaba helada y sin embargo, molidos por el pedalear, por el esfuerzo al que obligan las cuestas, los repechos, las franjas de arena que atraviesan la senda y clavan la rueda de la bicicleta en el lugar, exigiendo un esfuerzo mayor aún, si cabe, nos metimos en el agua sin pensar, como críos, gritando y riendo, chapoteando. Estábamos solos.- ¿Y que fue lo que más te ha quedado del viaje? Y no lo duda: la gente. Es tan dulce, tan buena, tan amable. Y los niños, los ojos de los niños.


Es verdad, es por lo menos una posible verdad, que uno sube a una duna alta e inútil, móvil, informe, para encontrarse con los ojos de los niños. Están por todas partes, se dice el Hombre del Prado. David es un hombre que ama a los niños, o mejor, al que le gustan los niños, que tiene mano para ellos, para tratarlos, para acomodarse a su infancia y a su juego, para saber convertirse en persona pequeña en vez de mostrarse como persona mayor. Los niños le hablan y él hace lo mismo. Los niños le ríen, le miran tiernos, esperan de él y les da. Le da la risa, el juego, la ternura. Tiene unas manos enormes y expresivas con las que trabaja el metal, que para eso son fuertes. Monta, en su taller de prototipos, útiles, ese algo que emerge de la cosa y que son para el hombre la muestra de su destreza y el origen de su progreso infinito. Todo el progreso de la humanidad empieza con las manos arrancando a la piedra una forma para cazar, dándole a la madera una utilidad para cubrir un techo, al barro una amorosa matriz para cocer los alimentos. Puede ser que en este tiempo de progreso tecnológico, el hombre haya olvidado que las manos están para la caricia, para el reconocimiento, para la expresión, para dar forma, para el trabajo creador. Presuntuosos hay que piensan que trabajan tan solo con la inteligencia, olvidan sus manos y las pueblan del gesto grosero e insensible, el que sea. Quien olvida el habla de las manos, mutila su lenguaje.



Todo ha empezado en la comida, una comida copiosa, fuerte, como las que a este muchacho delgado le ha gustado siempre que le haga Ana, en los casi treinta años que hace que se conocen. Cuando últimamente les visita, siempre encuentra como bienvenida un cocido abundante, o unos macarrones gratinados donde el queso ha formado una capa sabrosa y caliente que oculta la jugosidad de la salsa de tomate, especiada; o un estofado de carne, al que en la fase final de la cocción se les echa una cucharadita de chocolate y un chorrito de vinagre para aromatizar, con su evaporación, el conjunto. "No se donde lo mete" dice Ana, y es cierto, porque su extrema delgadez engaña: come con gusto, con placer; mediado el plato mira a los demás y dice: "a partir de ahora es gula" y se abandona a ella. Da gusto verle comer, decía la madre de Ana, una vasca experta en cocinas sabrosas. Come y habla, come y narra.

En el plano, extendido sobre la mesa, narra el viaje a lo ancho del país, con un desvío para subir hacia un lago que está cercano a Rusia. Allí montaron a caballo durante tres días aparcando las bicicletas. El mapa no contiene la narración, pero la dimensiona, permite intuir lo que son esos kilómetros pedaleados por caminos que parecen no ser, a través de pequeñas poblaciones de tiendas circulares de piel, entre rebaños de cabras, caballo y yaks, inmensos rebaños que pastan libremente donde parece que nadie los vigila y que permanecen en sus pastos. Y luego fueron al Gobi, tuvieron que coger un avión interior en el que cargaron las bicicletas, el carro del que tiraban, todo el equipo que llevaban, todo el hogar que habían rescatado de su vida en España para mostrar en su rudimentaria escasez cuan posible es vivir casi sin nada o por lo menos cuan justa es poca cosa.


Miraras donde miraras, explica, nunca veías a nadie, a lo sumo a lo lejos, unas tiendas, un camión pasando por una carretera de tierra, una moto, y los rebaños. Pero en cuanto parabas, hacías un alto para descansar, en pocos minutos, surgidos de la nada, aparecían: un padre y su hijo, unos chicos, un grupo de tres o cuatro que llegaban hasta nosotros y se sentaban enfrente, sonrientes, en silencio. No podíamos hablar, nadie hablaba otra cosa que mongol. Miraban el equipo, las bicicletas, las tocaban con admiración; estaban allí haciéndonos compañía y al cabo del tiempo se levantaban, saludaban y iban sin más. Si algo despertaba su curiosidad lo cogían, lo miraban, se lo pasaban de uno a otro y volvían a dejarlo donde y como lo habían encontrado. Fumábamos juntos y de vez en cuando nos reíamos juntos. Luego nos íbamos cada uno por su lado. Si venían niños jugábamos con ellos, les montábamos en las bicis y les dábamos vueltas. Todo era así. Aún en aquella inmensa soledad era imposible estar solo.

Y llegó la hora de hablar de la boda y del chaqué. Tenía que probárselo. Mientras preparaba la ropa encima de la cama y Ana lo curioseaba repasando las costuras, comprobando si estaba en condiciones, porque era naturalmente alquilado, el Hombre del Prado le imaginaba subiendo la duna con todo el esfuerzo del mundo. Él único ser vivo en el mundo, él único ser consigo mismo.

Continuará mañana mismo.




19 comentarios:

  1. La vida es eso Luís. Però tu hijo también! no podria irse hasta Logroño en bici que le pilla mas cerca, y si me apuras para desierto Los Monegros se le parecen, però no! el niño, bueno el hombre, se va al desierto mas hermoso del mundo. Que envidia.

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  2. Leo maravillado y se me ocurre que sin internet, sin la existencia de internet, esta experiencia de compartir y aprender (y reconocer, y disfrutar) no sería posible. Un abrazo, Luis.

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  3. Francesc, es que en Logroño ya ha estado. Y en cuanto a envidia, pues si. Lo narraré en el último post de esta serie, que será el tercero, creo.

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  4. Si, Jesús, yo le debo mucho a Internet. Amigos, lecturas, o lecturas y amigos. Toda una geografia humana se abre ante nosotros y va formando un pequeño círculo que acaba siendo personal.

    Por cierto, pensaba el otro día que todo cuanto escribo yo en cien líneas lo haces tú en cinco.

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  5. "Un abrazo en un año es poca cosa, se dice este último, pero no sería, seguramente tan entrañable y vibrante si se repitiera día tras día. Las ausencias están hechas para los reencuentros y las vidas que divergen y se proyectan en aquellas, extraen de ellas momentos hechos de memoria."
    Luis, con unas pocas palabras acabas de captar la esencia misma del momento que tendra lugar para mi exactamente en 2 semanas: mi vuelta a casita por Navidad y por 2 semanas. Y encima, de forma sumamente bella, en mi humilde opinion.

    Gracias por traer una sonrisa mas al dia (despues de la provocada por el despertar y encontrar a ELLA al abrir los ojos).

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  6. Jordi, tu felicidad es para mi una gran alegría.

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  7. estaba esperando desde hace días y con muchas ganas este post. pero me presento porque aunque en el pasado tuvimos ocasión de conocernos nunca antes había echo un comentario a su blog. así que, soy marián, amiga de david.
    señor del prado, quería felicitarle por dos cosas. la primera por la bonita descripción que hace del reciente reencuentro con david en madrid, de su viaje a mongolia y de los días pasados en la casa del bosque. y la segunda (y para que se sienta más orgulloso todavía de él, si cabe) por haber tenido a un hijo tan maravillosamente maravilloso. un hijo que se cruzó en mi vida hace ya casi 15 años y que se ha convertido una de las personas más especiales en mi vida. así que mil gracias, y esperaré a leer los próximos post de esta serie.
    un saludo desde barcelona

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  8. Entre internet y los jóvenes viajeros el mundo se achica muy deprisa. La abuela de mi marido, cuando íbamos en un fin de semana a visitar parientes, a lugares que, en otras épocas estaban a más de un día de viaje comentaba, seriamente:
    -Pues si que está cerca eso!

    Recuperar a nuestros hijos adultos como amigos adultos, sin dejar de ser sus padres, si les hace falta que lo seamos, es una labor complicada, en eso creo que hemos mejorado respecto a los 'antiguos', aunque posiblemente cada cual hable de su propia experiencia. Lo cierto es que he tenido conversaciones con mis hijos que nunca tuve con mis padres.

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  9. Marián: nos acordamos de ti, de tu visita hace años con David y sus amigos y tenemos un recuerdo grato.
    Me alegra mucho verte por aquí y agradezco con sinceridad los halagos que brindas al post. En lo que tengo mis dudas es en que se pueda dedicar, impunemente, ese "maravillosamente maravilloso" a David. Yo, la verdad, no me atrevería.
    A ver si te vemos algún día por bosque. Un abrazo.

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  10. Julia: basta con desvincularse de la dependencia que la vida construye desde sus inciios en el hogar. Se confunde dependencia con amor, y en nombre de aquella se entrecruzan las vidas hasta que uno no sabe si cuida a sus nietos por echar una mano o porque necesita seguir siendo, en parte dependiente en parte propietario.

    A mi entender, muchas vidas se agostan en esta tarea de "permanecer" sin dejar la función de protector. Conozco a jóvenes de 40 años que nunca dejarán de ser los chicos y de recibir y recibir cariño y presentes en una función caníbal.

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  11. El encontrarse con el ser que fue niño y es hijo es encontrarse con un tiempo que ya no será pero que nos llena de ilusión.
    Un cordial saludo

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  12. Conmovida como siempre al leerte, y sobre todo porque al deletrearte sobre tu hijo, me recuerdas a Bethania que ha cumplido 22 años y en febrero ya es graduada de arquitectura.
    Las alas más cerca de la ventana.

    Tu texto es un corazón.

    Mi cariño Luis. Lo sabes.

    Abrazos a Ana y a Goyerri.

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  13. Precioso y emotivo relato. Gracias, don Luís.

    El espía de Mahler

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  14. Que bien por Bethania. Y que bien por ti, Clarice. Conviene, creo, que el vuelo sea largo y distante.

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  15. Tus palabras suenan a sinfonía, espía. Te las agradezco.

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  16. Guapo mozo, tu hijo, Luis. Siempre van poco abrigados los hijos para los padres, ¿verdad? Al leerte, he recordado mi inútil batalla diaria (cuando coge la cazadora, me parece que debería ponerse el anorak; si sólo lleva un jersei...). Cuando llega por la tarde, siempre, siempre, va en manga corta, y le cuelgan todas las prendas de abrigo de las manos.

    Lola

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  17. Lola: con sus 34 años ya no me preocupa. Ana tiene siempre una frase cuando ve a la gente joven en enero o febrero, con manga corta y camiseta: "¿que se pondrán en agosto?" Pero entonces se ponen un sueter grueso y unos zapatones enormes. Debe de ser la vida...

    Por cierto, si que es muy guapo.

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  18. Geografía física y humana abunda en este post. Recorrer Mongolia en bicicleta...vaya aventura. Enhorabuena por ser padre de David, hombre o niño siempre será tu hijo. Un abrazo.

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