sábado, septiembre 22, 2007

El apagón

Suena fuera el rumor de una llovizna que parece imparable y cae desde ayer a media tarde. Por la noche, una tormenta, enorme, pavorosa, asustó a Goyerri, que se acurrucó junto al butacón de Ana, debajo de sus pies, hecho alfombrita, mientras truenos y rayos descargaban violentamente; en el horizonte, esas líneas quebradas, de luz brillante, blanca, un largo destello recorriendo el espacio que la acoge en su negrura, iluminaban la superficie del mar y se podían ver, en la fracción de tiempo mínimo de luz, la cresta blanca de las olas, mar rizada, violenta, batida por un un viento que llegando desde el oeste azotaba los cristales de la sala. Se fue la luz y se quedó el siglo XXI sin energía: nevera, congelador, televisión, música, cisternas del baño, ascensores, relojes, todo lo que representa la calidad de vida de los tiempos quedó repentinamente fuera de uso y ellos dos, junto a Goyerri, mantuvieron silencio unos segundos hasta que unas velas en dos candelabros comprados en una feria hindú devolvieron una visión atenuada, una luz avergonzada de serlo.

El piso había quedado en un silencio hijo de la oscuridad y desde la altura de su situación, los chalets de abajo que reptan por el cabo hasta formar una línea de horizonte en la que conviven con palmeras, una hermosa curva que a plano día puede llegar a parecer un paisaje africano, recortada sobre el horizonte del cielo azul y de la franja de mar que emerge, quedaron absolutamente a oscuras; igual que la avenida del otro lado de la casa. Todo era en la zona del cabo oscuridad y silencio, no tan silencio si abriendo la cristalera se asomaba uno al exterior de la terraza y allí la tormenta le batía con viento, agua, y todo estruendo.

Empezó a fluir la conversación en la medida en que la memoria filtró los recuerdos de otros tiempos en que se iba la luz y a la grisura del tiempo se añadía la carencia de energía, marco recordara de otra historia, de una sociedad casi mezquina, tales eran sus carencias, según se piensa. Fluyó la conversación como si nada, acunada por la penumbra mientras pasaban los minutos y al cabo la hora se seguía igual, esparenado la reposición de la luz en el paraiso. Goyerri, ahora impaciente, había exigido un espacio del butacón de Ana y los dos compartían el asiento, él con la cabeza apoyada en el regazo de ella, ella con la cabeza apoyada en el respaldo, los dos apoyados en una acogedora oscuridad de la sala.

Cotejar apagones llevó a cotejar vidas, ahora, cuando cabe reconocer que nunca se acaba de conocer la vida de otro por mucho que se esté a su lado, como nunca se alcanza a conocerlo del todo, como nunca se alcanza a conocerse a uno mismo, pues los recuerdos reveladores no son nunca suficientemente o son por el conttario demasiados. Uno y otro son dos a tiempo compartido y esto le lleva a él a una disgregación del pensamiento, a saber: le desagrada el plural que tanta gente usa: a nosotros nos gusta el cine de fulanito de tal y no acaba de entender porque las parejas hacen uso de ese nos mayestático que pluralizándolos acaba por anular sus individuales. Por poco que se sea, se dice, siempre se es algo y siempre quedará algo de uno, escondido en la recámara del lenguaje. Detesta el nos como detesta el papá y mamác on que los cónyuges se llaman disolviendo el nombre propia en la fase anterior a la pater-maternidad de ambos. Papá, le dijo ella a él, otra ella y otro él, en la mesa de un restaurante una noche hace ya algunos años, papá, me pasas la ensalada y el papá le pasó la ensalada acompañada del protector comentario que todo hombre de bien haría: cuida, mamá, que está muy fuerte de vinagre.Tal vez estaba irritado, la cena estaba discurriendo por los terrenos del aburrimiento o simplemente perdió la moderación que siempre ha venido perdiendo y que Ana le recuerda a menudo: cuida lo que dices, que puede molestar. Lo cierto es que los miró, ora a uno y ora a otro, y les preguntó: ¿habeis olvidado vuestros nombres?

Una vez más se ha ido del tema principal que era el cotejar recuerdos en la penumbra de una noche de tormenta en el piso del cabo en Alicante. Fluyó repentinamente el recuerdo de la casa de Diputación, la pequeña librería de su padre, el laboratorio fotográfico, la música, las revistas Life y Paris Match, unos amigos íntimos con cuyos hijos compartían libros de May, Sabatini, Verne; fluyó la charla cotejando la calle Diputación de Barcelona con la calle Toboso en Madrid, en el barrio de Carabánchel, donde sus cuñados le cuentan que cuando vivían allí, la casa lindaba con los campos de cereal. Ser de Carabánchel marca origen en Madrid como ser de Gracia en Barcelona. Hay en la familia de Ana quien nunca ha vivido ni vivirá en otro espacio que ese barrio de trabajadores y de clase media que se ha llenado de luces de neón, de bingos, de sucursales de banco, de restaurantes de comida rápida, pequeñas discotecas, que comparten espacios con pequeños talleres, industrias familiares, mesones, mercerías, droguerías, panaderías, encerrando entre todo ese mundo de plástico y metal iluminado, las fachadas de ladrillo de algunas viejas casas de veraneo, de algunos colegios religiosos, de un viejo parque, un cementerio para ingleses, la parada del metro, Urgel, que tiene el mismo nombre y es la misma parada que en Barcelona le conducía a su casa en Diputación. El mercado de Carabánchel sigue abierto entre callejas estrechas y el pescado, si no tiene los ojos frescos, mirando casi, se queda en las canastas o en las cestas y las hortalizas sonríen en colores.

Los barrios, con su muerte, se han llevado un mundo entrañable de seres humanos que recreaban la pequeña sociedad pueblerina pasada por el tamiz de la gran ciudad. Las tiendas, el comercio que era el nervio, el pulso vital de la vida en la calle, tenían sus rótulos que generalmente diferían del nombre que se les daba: la señora petra era la lechería y Manolo el barbero, Los de Aragón era René y Pierre y en la tintorería los puntos de media los cogía la Cinta, naturalmente hija de Tortosa. El hermano menor de Ana, Paco, callejeaba por las granjas de Carabánchel y hacía pellas, novillos, se saltaba el cole, por ir a ver las vacas. tanto le gustaban que fue novillero y se retiró después de una cogida, por la presión familiar, después de llevar en su haber en cuatro años casi cien corridas. Hay fotos en su casa, carteles, estuches de cuero que guardan los estoques, capotes y muletas, taleguillas y en la librería el Cosío, la enciclopedia del mundo del toro, la catedral en texto de la fiesta. De una vaquería al albero de la plaza de Vista Alegre, de la parada de Urgel en la Gran Vía a la parada de Urgel en General Ricardos, de la señora Petra a la Chiri. Todo lo que existe en el recuerdo que fluye existe y basta.

Compartían hablando un vaso con cubitos de hielo y bourbon, que Ana cree que es más fuerte que el escocés y él cree que no, que tiene un aroma más cariñoso. Compartían el vaso, que es una buena manera de no beber solos en la oscuridad y de vez en cuando sus manos se tocaban y Goyerri gruñía porque su dueña rebullía en el asiento para alcanzar el tintineante recipiente. Todo el sonido eran las voces en la penumbra, una célula habitada en la inmensa oscuridad exterior; asombroso retorno de las palabras. Ahora Ana recordaba a Pepe, el hermano mayor, que por aventura marchó a la Legión y allí, en África le tocó vivir lo de Sidi Ifni. El Hombre del Prado, trasplantado a la playa recuerda que en Barcelona, se decía del hijo de los dueños de una cadena de tiendas de ultramarinos, que había sido fusilado allí por cobardía y deserción ante el enemigo. ¿Leyenda urbana? ¿Verdad filtrada? ¿Quien sabe? Pepe volvió de la legión y fué hasta morir un tipo alegre al volante de un camión que recorría Europa: cordial, entrañable, un hombre cariñoso por encima de todo con una sonrisa dibujada desde la misma profundidad del alma, incluso cuando el cáncer pudo con él.

Y entonces, de improviso, se hizo la luz y sonó el televisor. Goyerri, retornada la normalidad que tanto ansía, saltó del regazo de Ana y se acercó a la cristalera de la terraza y aspiró el sutil aroma de tormenta, que ahora, mucho más calmada, danzaba en el aire exterior; todo el espacio suyo, de la tormenta. Toda la visión de Goyerri, en la tranquilidad. Apagadas las velas se percibe un cierto desasosiego porque no se puede convocar al mágico retorno de los recuerdos sin medida ni dirección, apagando la luz y cerrando la tele. Las cosas suceden cuando suceden y por lo que suceden. Búsqueda de canal y adormilada ella, y adormilado él...

NOTA: Leído este post por Ana corrige una apreciación: Carabánchel no era un barrio, le dice, de clase obrera y media. Era un barrio de clase obrerra, rojo y de inmigrantes. Y ante tanta seguridad no cabe disculpa alguna, que ella lo sabe bien, que nació y vivió gran parte de su vida, allí.

13 comentarios:

  1. De nuevo la normalidad y la excepción. ¿Pero no deberíamos considerar la luz como al excepción, como el milagro? Hegel decía que lo excepcional no era que un barco se hundiera, sino que hubiese tantos que hicieran sus derrotas con puntualidad y sin percances. Evidentemente la falta de luz nos redescubre a la crisis como la otra cara de la norma. Y se presenta sin previo aviso. Después, a toro pasado, vienen los historiadores a convencernos de que todo era previsible. Pero nosotros hemos visto caer el muro de Berlín y hundirse El Pacto de Varsovia sin que ningún historiador lo preveyese. A la historia, sin más, le dan ataques de epilepsia.

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  2. Todo lo pilita el rayo, Luri, ¿no es así en realidad? Y do la singladura es de bonanza, parece como si no hubiera ni rayo ni piloto.

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  3. Me ha quedado truncado el comentario. Y ese rayo que nos lleva al flujo de la charla es el mismo que nos hunde en el abismo de la crueldad.

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  4. Parece que cuando se va la luz vienen los recuerdos, ¿será el encanto de las velas?
    Buenas noches

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  5. Será, Ana. Y el silencio, la televisión amordazada, probablemente.

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  6. La luz es el gran milagro que hace que todo funcione o que no funcione -sin ella-. No me extrañan los temores de algunas tribus precolombinas sobre la dudosa salida del sol al día siguiente... Basta un largo apagón para volver atrás de forma rápida y precisar adaptarnos a la vida de otra manera, también es dramática la falta de agua corriente por algú motivo.

    Sobre el 'nos' de las parejas, creía yo, de joven, que a eso se había de llegar, a ser absolutamente afines, ahora me parece una gran barbaridad esa presunción.

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  7. Sobre los barrios, durante un tiempo parecía que sabía mal admitir que eras de un barrio pobre y obrero -lo de rojo incluso lo matizaría, no todos los obreros pobres eran o son 'rojos'-, se utilitzaba el término 'clase media baja', cosas así. Hoy, la verdad, no sé si existe esa clase, la obrera, entre los autóctonos.

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  8. Julia, en mi profesión publicitaria las clases se dividían en: baja, media baja, media, media alta y alta. Ahora se usa, por motivo de la decasifificación (nunca mejor dicho) términos tales como líder, acomodado, aspiracional, etc.

    Pero Carabanchel ha tenido la calificación de "rojo" desde siempre. Ana no es precisamente roja, pero allí les gusta decirlo. Ella se refiere a lo que fué, ahora es un barrio de aspiracionales, líderes, acomodados y demás cosas, pero siempre con el prurito de haber sido un barrio rojo, que está plagado de excelentes marisquerias de barrio.

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  9. Yo no conozco Carabanchel, pero en los años 60 y 70, los barrios en donde vivian la mayoría de los asalariados de las grandes fábricas eran los menos equipados: se cortaban calles para pedir un semáforo, para pedir escuela, incluso (el cólmo, decían algunos "bien pensantes") jardínes. Unos para descalificar y otros por "orgullo" de pertenencia, asumian lo de "rojo". No éramos comunistas.
    Saludos Luis y espero que disfutes, aunque estés lejos de tu bosque, a orillas de nuestro Mediterráneo.

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  10. Cuando contesto a este comentario, Petrusdom, ya he vuelto al bosque. Volveré al Mediterráneo en unas tres semanas, así creo. Si, los barrios "rojos" no lo eran exactamente en el estilo con que hoy catalogamos a esa expresión. Eran barrios obreros, con orgullo de obrero. Pero había en Carabanchel, además, una historia significativa que venía desde el siglo XIX. Hoy no es lo mismo, pero conserva un toque del paado que le sienta muy bien, y sobre todo lo fidelidad de gente que no salen de ahí.

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  11. No veo de que tiene que avergonzarse la luz de las velas. Un apagon es en cierto modo una toma de conciencia de todo aquello que con el ruido del televisor hemos guardado en algun rincon de la memória. La oscuridad invita a hablar i a reflexionar, es bueno de vez en cuando.

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  12. Frances, nos devuelve la identidad a dos, o a uno, dejando de lado la constante presencia del mundo exterior como una intromisaión, no como un efecto para la observación.

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  13. Pues yo tebngo un cierto privilegio en el tema barrios, en Barcelona, allá donde nací y viví los 9 primeros años de mi vida lo hice en el de Berdún, indudablemente un barrio-barro e el que nohabía naie (de mi entorno) que hablara catalán.

    En mi casa eramos emigrantes aragoneses y en todo el resto del barrio-barrio eran emigrantes andaluces. Arsa.

    Y mi chica, con la que llevo más de 29 añitos casados (meudo chollo paa mi), es de una corrala madrileña; pero una corrala-corrala, de las que casi ni quedan ya, algo alucinante, palabra.

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