miércoles, septiembre 26, 2007

Un chico en una gasolinera

Estos días, de regreso al bosque, ocupado en ordenar el jardín, que parece esperar que él se ausente para explotar , nacer, crecer, morir, mientras limpia bordes, recorta setos, amontona hojas, corta de sus tallos a las flores muertas y observa a los esquejes recién preparados por ver si muestran en sus hojas el arranque, siempre probable pero nunca seguro, de una nueva vida, no deja de darle vueltas a una frase que oyó en una vieja película de Chabrol hace unos días: Lo único conmovedor son las desdichas. Tiene claro que las desdichas conmueven, cuando presentándose de improviso encarnadas por otro que surge, en el escenario para mostrarse desdichado, y le asalta la compasión. En el sentido castellano, la palabra conmover no es sino emocionar, así que aquel que se conmueve con las desdichas es persona que se emociona y eso muestra que tiene tendencia aquel que se conmueve a emocionarse con la desdicha ajena, a expresar ternura, a sentir emoción, a dolerse por el desgraciado otro.

Hace tres días murió un joven de El Espinar al chocar su moto con un autobús, en una de las carreteras locales. La circunstancia es lo de menos. Cuando el Hombre del Prado se enteró, fue por un comentario casual de la mujer que viene a ayudar en las faenas de la casa. "No podré ir mañana porque voy al entierro de mi sobrino" La historia que narró es breve y termina en la muerte de un chico de diecisiete años, todavía desconocido. Horas más tarde, en una comida improvisada, surgió la noticia de esa muerte. Estando en fiestas, es casi de obligado cumplimiento que algún chico pierda la vida sobre una moto. Ah, las fiestas de los pueblos, con su carga de poco dormir, mucho alcohol. La expresión es banal, ciertamente porque tiene poca importancia que esa muerte sea el cumplimiento estadístico de una muerte acostumbrada en fiestas, de un chico imprudente sobre una moto que no debía tener, habiendo bebido más de lo conveniente a una hora de la madrugada en la que ya debía haberse retirado. Tenía, le dijeron, diecisiete años. La moto, le dijeron, era de esas pequeñas. Iban, le dijeron, haciendo tonterías con otros dos muchachos más, todos en sus motos. Se saltó, le dijeron, un stop y el autobús pudo evitar al primero, pero no al segundo. El conductor, le dijeron, era íntimo amigo, y familia también, del padre del muchacho muerto.

Cuando un chico muere en un pueblo es una muerte de todos, porque todos le conocen. En un momento u otro se ha tenido un contacto con él, se le ha visto, se ha hablado, se han cruzado en la calle aunque ese cruce no se recuerde ni la mirada haya conservado en la memoria las facciones. Cuando un chico de diecisiete años muere en un pueblo, la tragedia es un manto que todo lo cubre y aunque las fiestas no se interrumpan, en el programa de actos se incorporará, de manera elemental, sin oficialidad alguna, el entierro, la misa, el comentario.

Naturalmente, se dice el Hombre del Prado, ese muchacho que no tiene cara ni voz, ni relación alguna, estaba vivo y probablemente no lo sabía. Quien sabe que está vivo, con la pasión de la vida convertida en un saber íntimo que se abre como una flor cada día al salir el sol y se cierra en la hora del sueño, de la noche, quien sabe que está vivo es más prudente, se dice de una manera ligera, por decirse algo. La imprudencia es un derroche de la vida, una generosidad sin límite ni razón, un malgastar algo que se atesora sin medida y sin cuento. ¿Quien piensa en morir a los diecisiete años? ¿Quien se para a saber que está vivo, cuando lo está con tal plenitud que es toda la vida la que estalla, sin necesidad de reflexión alguna? Ah, se dice, estamos hablando de la inmortalidad del joven.

De repente una frase le sobresalta, porque le pone cara al chico, voz, gesto, un cara a cara y una breve conversación. Estaba trabajando en la gasolinera. Pero, ¿se trata de ese muchacho con el que habló hace unas dos semanas? ¿Era acaso un muchacho que hablaba con cierta dificultad? ¿Era ese chico que parecía un poco fuera de lo normal, parlanchín, simpático, abierto? ¿Que parecía menor de la edad que tenía? Era ese, llevaba tres semanas trabajando en la gasolinera. Si lo recuerda, claro que lo recuerda y de la memoria salta a la realidad una emoción percibida, simpatía, por el muchacho. El Hombre del Prado llegó a la gasolinera a pié con un bidón de cinco litros en la mano; no había ningún coche y el chico estaba apoyado en el surtidor de la Super. Le alargó el recipiente: ¿me lo puedes llenar? Si, claro. ¿Con mezcla o sin? Sin, contestó él. Ah, entonces es que va a cortar la hierba. Si, es para la segadora. Lo sé, le dijo el chico mientras aflojaba el tapón, porque yo también trabajo en jardines. Muchos jóvenes de este lugar trabajan en jardines durante el verano; se ganan un dinero segando la hierba, recortando el seto, pasando el rodillo, poniendo vallas de brezo para ocultar los chalés de las miradas. El chico siguió hablando mientras llenaba el bidón. También subo al monte a por leña, cuando la tala. Un silencio: y llevo paquetes del supermercado los sábados. Los cinco litros de gasolina colmaban el bidón de plástico amarillo y el muchacho lo cerraba ahora con el tapón de rosca rojo. ¿Es grande su jardín? No demasiado. Si quiere ayuda, avíseme. Le dio las gracias: le gusta trabajarlo a él. Trabajas mucho, le dijo y el chico se echó a reír: algo hay que hacer. Además me gusta. ¿Que es lo que te gusta? Trabajar, me gusta trabajar. El bidón estaba ya en la mano del Hombre del Prado y el muchacho le señaló la tienda. Tiene que pagar dentro. Lo sé. ¿Vive usted aquí? Si, todo el año. Porque si quiere alguna cosa puedo ayudar en todo.

Todo es una palabra enorme, de tan ambigua llena el espacio al pronunciarse y obliga a concretar, a reducir su alcance a las cosas que realmente le afecten. Adiós, le dijo, lo tendré en cuenta. Adiós, le dijo el muchacho sonriendo. Ciertamente tenía al hablar una manera algo gangosa de decir las cosas, como si le costara no solamente pronunciar, sino un esfuerzo el pensar y el decir. Pensó que no era muy normal, tal vez algo retrasado. En cualquier caso, mientras esperaba a que la cajera le cobrara, miró hacia fuera por la ventana y lo vio hablando con el conductor de otro coche. Sonreía, parecía estar prendido de una sonrisa y la simpatía que emanaba le llegó al Hombre del Prado como una emoción. Le gusta mirar y ver y sentir y un pequeño diálogo le hace feliz; piensa que eso es la vida y esa es la pasión a la que se entrega. Al salir de la gasolinera y tomar por la calle hacia el puerto, no más de medio kilómetro, le hizo un gesto que el muchacho contestó agitando la mano con la que no sujetaba la manguera, sin dejar de hablar con los otros, desconocidos en coche desconocido.

Las desdichas de los otros conmueven y en esa conmoción uno se pierde un poco. Apenas un gesto para sujetar a una persona que pasa de la que se ha prendido la emoción de la simpatía; apenas un gesto para sujetar en el tiempo un diálogo intrascendente al que la vida debe un poco de riqueza. En el prado, en el bosque, este hombre que escribe alimenta su vida de pequeños encuentros por senderos con gentes a las que conoce de vista y que siempre tienen un saludo en la boca, un comentario, una sonrisa. Un día desaparecen y es que, probablemente han muerto.

Cesar González Ruano, periodista fino e inteligente, uno de esos tipos con los que el tiempo ha sido tremendamente injusto, escribió que "morir es perder la costumbre de vivir" y Quevedo le daba en cierta manera la razón (o bien puede ser a la inversa por cuestión de cronología) cuando escribía en un soneto este verso "mejor vida es morir que vivir muerto". Ambas frases resumen una verdad coincidente, y es que la vida no es solo vivir. Para el Hombre del Prado esta es una evidencia personal, se sabe vivo, y entiende que saberse vivo no es el resultado de estarlo sino de proyectar una pasión, que poderosa, le impulsa a mirar, a pensar, a saber y aún consciente de que mucho mirar no muestra todo, de que mucho pensar no abarca todo y de que mucho saber es casi nada, su vida es el lugar en que habita con su pasión. Ahora piensa en el chico y en el suicidio de André Gorz y de su mujer Danielle. Piensa que ellos dos, estos últimos, habían perdido la costumbre de vivir, en expresión de González Ruano o que preferían la mejor vida de morir que vivir muertos, tal y como Quevedo nos dice. Razones del corazón que la razón no siente, diría el filósofo o inversamente, razones de la razón que el corazón hace suyas. Un chico simpático y entrañable ha muerto con diecisiete años y dos ancianos de noventa se han suicidado: el primero estaba vivo y no lo sabía, de tan vivo que estaba; los segundos estaban muertos y lo sabían.

Mientras escribe esto, llega desde lejos, el pasodoble torero de la corrida de vaquillas que se celebra en fiestas. Mañana habrá estofado de toro para todo el que quiera, en el bosque, junto a las pistas de tenis. En estos días nadie duerme y comercios y oficinas cierran a las doce del mediodía. Se bebe mucho, se conduce muy deprisa y se pierde la voz en una ronquera del poco dormir y el mucho disfrutar.

8 comentarios:

  1. Pobre chico, pobres padres... qué duro debe ser sobrevivir a los hijos, a un hijo, a su hijo, de manera absurda y a destiempo.
    Así es la vida, unos se van de repente, el resto sigue de fiesta. Besos.

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  2. Nos hemos ido acostumbrando a esas muertes de jóvenes, parece que no producen, por ahora, la alarma social que se percibe en otras circunstancias. Un día vi por televisión el cementerio de un pequeño pueblo leridano, cercano a una discoteca inmensa, el número de jóvenes muertos recientemente en accidentes de coche o de moto era impresionante, dadas las dimensiones del lugar, pero parecía admitirse con un cierto fatalismo. Cosas del presente.

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  3. Si no me pareciese faltarle un poco el respeto al difunto te diría que este es un post perfecto.

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  4. Ana: es así, pero visto de cerca es más trágico todavía. Aunque lo que cuenta, según pienso, son los ritmos de la vida, las esperanzas, las espectativas.

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  5. Julia: es como si cada año pagáramos un tributo en víctimas a un dios festivo o terrible.

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  6. Comparto el comentario de Gregorio.La gente para consolarse cuando la muerte de una persona joven, habla del tiempo que se ha PODIDO compartir con él, en este caso diecisiete años y vete a saber si hacian tonteria con la moto, igual ni eso.Ya estoy harto de esta criminalización sistemática de la juventud en cualquier aspecto.

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  7. Ayer, Frances, al comentar este muerte con un buen amigo del lugar, me contestó de una manera brutal: "bueno, ya sabes, este chico vivía muy deprisa". Para empezar, yo no lo sé, ni lo sabía; para seguir, ¿y qué?

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