viernes, julio 06, 2007

Las cinco colinas y las cosas pequeñas

Es prácticamente el primer día de verano, cuando el sol quema y se agradece la brisa. Pasa toda la mañana en el jardín, abocado a una inacabable tarea de organizar un espacio con visos de duración en el tiempo. Cuando está en tareas de jardinero, disfruta pensando en cosas, todo tipo de cosas; aquellas que se encadenan como las cerezas a partir de una primera, o las que aparecen fruto de una asociación, a menudo inidentificable; es tiempo de agrado estar ocupado en algo físico que permite que el pensamiento se entretenga en lo suyo, vaguedades que van y vienen. A primera hora de la mañana ha estado en su mesa de trabajo para ver correos y comentarios y ha reparado en la mesa auxiliar, en la que cinco montoncitos de libros, un paquete de revistas y papeles en montón, han levantado airados la voz de su presencia. Llevo demasiado tiempo en el jardín, he pensado de inmediato. El jardín, como dedicación, es una tarea que no tiene fin y que, organizada en ciclos cada vez más cortos, angustia el ánimo al comprobar que cuando un ciclo parece acabado llega de inmediato el tiempo de volver a empezarlo. Llevo demasiado tiempo en el jardín, se dice, y tengo abandonado todo (ya se sabe que "todo" es a menudo un pequeño conjunto de cosas); debería volver a la actividad... No hay como hablarse a uno mismo con esa claridad racional hecha de palabras hechas, significantes pronunciados por otros. Volver a la actividad es volver, desde luego que volver, pero ¿a que actividad?

Los cinco montones de libros son un indicativo claro, como banderas puestas en lo alto de pequeñas colinas de papel. Algún día proyectó organizar el tiempo de lecturas de cara al verano, pensando incluso aún más allá, en el otoño por llegar y en los días invernales de lluvia, frío y nieve, en que encerrados en la casa no queda sino tomar un libro con las manos y arrebujarse en él. Organizó entonces, fue en abril, una exposición para si mismo de las tareas pendientes basadas todas ellas en el leer, tomar el tiempo para leer; al fin, pudo pensar en aquellos momentos, era tiempo de establecer un sentido riguroso a su actividad. No debía pasar de una lectura a otra simplemente porque cada libro encierra la puerta a otros muchos, como sucedía en aquellas visitas de juventud al castillo Encantado de la montaña de Montjuich, en la que en cada sala del infantil terror, varias puertas se abrían a destinos diversos y convenía acertar con la de la salida. Ahora ya, pasados los sesenta, había llegado el tiempo de poner en una lista las cosas que quería leer antes de que la vida empezara a correr demasiado velozmente hacia la muerte: a fin de cuentas el tiempo se acorta.

Mientras pensaba, esta misma mañana, en el jardín, con una azada ligera removía la tierra separando de ella malas hierbas, ventilándola, pensaba en los cinco montones de libros de la mesa auxiliar de su estudio, en Jerónimo, el vecino de casi noventa años, y en la figura de una niña de cuatro años que un año antes le había sorprendido en el mismo jardín que ahora cuida. ¿Cómo poner orden y rigor en un comportamiento desorganizado e impulsivo, si ni siquiera los pensamientos alcanzan a detenerse en sí mismos para obtener el beneficio de una certeza? No se debe pensar por pensar, se dice, pero sucede que es cosa que le gusta hacer: perder el tiempo, pensar en las musarañas, estar distraído... Son cosas, ya se sabe, que suceden a las personas de poco rigor.

Una de las colinas - contiene libros de Cicerón y de Horacio. Son para trabajar en una novela que intenta escribir, para estructurar los diálogos der acuerdo con el tiempo vivido por sus personajes. También están las biografías de Cornelio Nepote y de Salustio, y algunos libros de apoyo con datos, fechas, anales. De La República, La Vejez, Del Supremo bien y el supremo mal, De la amistad, las Sátiras y las Epístolas de Horacio, debieran salir los diálogos de unos personajes que agonizan sintiendo que no vale la pena rebelarse ante nada ni ante nadie. Se ha marcado un calendario: en diciembre, en la casa de la playa, empezar´´a de nuevo a escribir la historia.

Las cosas pequeñas, se dice esforzándose en sacar una piedra de su alojamiento, son visibles por su pequeñez. Es la falta de ostentación lo que las hace visibles. Las cosas pequeñas, como las irrelevantes, tienen un lugar en el tiempo, en el acontecer, en el presente y serán también en el futuro. Telémaco, piensa sin saber si viene a cuento o no, no aceptó el regalo de un par de caballos de Menelao aduciendo que Itaca era una isla pobre en la que nadie se paseaba a caballo. Telémaco es el gran incomprendido de la historia de Odiseo piensa, y se promete pensar más fondo en ello porque intuye que esa afirmación es una solemne majadería.

La otra colina contiene cuatro volúmenes de Nietzsche, conjuntamente con los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino de Rilke, la Idea de Nietzsche de Savater y el Nietzsche de Heidegger. No acabará el año, se dijo hace unos meses, sin leer a Heidegger, y para ello debe uno armarse con lo que se tiene a mano del filósofo alemán y algunas cosas relacionadas. Tuvo claro, de repente, que había olvidado el acento original, la apasionada prosa, la destilada poesía, que en su juventud le habían impresionado. Tiene la vida el problema de que se acaba convirtiendo lo importante, incluso lo esencial, en una instantánea de la que se perciben solamente algunos rasgos que quedan en anécdota.

Hace ya dos meses que Jerónimo no recorre el prado. Han dejado su casa, él y Antonia su mujer, con los noventa años a cuestas de su vida, para ir a vivir con una hija en una ciudad cercana. Jerónimo, infatigable paseante por las lindes del bosque con su bastón tembloroso y el paso menudo, tiene un cáncer de próstata y necesita cuidados, de tal manera que los hijos juzgan que ya no pueden vivir solos. Se fueron un día sin más, sin avisar, sin decir y la casa, con la cancela cerrada, se muestra solitaria.

La tercera colina es la del Zen. Lleva tiempo con Watts y con Suzuki, al tiempo que con otras lecturas que con este tema vienen a guardar relación, sin hacer al fin una lectura para el conocimiento. Tenía una biblioteca poco formada al respecto, pero una tarde Samuel N... colocó frente a él, sobre la mesa del salón, ardiendo un fuego en la chimenea, los tres volúmenes de la obra de Suzuki de la que él solamente había leído fragmentos. "Ten, le dijo Samuel, yo no he podido leer mucho de ellos, no es mi tema; léevatelos a casa y sácales mejor partido." Su interés por el zen había sido anecdótico y superficial hasta que en El Pabellón Dorado de Mishima, una experiencia en una comunidad de monjes acerca del pensamiento zen, se le reveló como fascinante vacío hecha de percepción y de ignorancia, que en ocasiones es todo lo que se puede saber, incluso lo que se debe. Suzuki le espera amablemente...

La niña estaba cerca de él, que con la azuela cavaba pequeños orificios en la tierra negra, esponjosa, enriquecida, de sustrato. Miraba atentamente como él se dedicaba a alinear cuidadosamente los agujeros que contendrían las pequeñas matas de dalias, que semilladas en el invernadero en el mes de marzo, debían salir ya al jardín y al sol del estío. Con sus cuatro años a cuestas, miraba al sesentón, que arrodillada, reverenciaba a la hermosura de la tierra.

La cuarta de las colinas contiene tres libros: una Biblia católica, una judía y una libro publicado por Trotta que compara ambas. Es un asunto en el que tiene mucho interés, y que ha ido dejando.

Sigue la niña, la nieta de unos amigos que han venido a visitarles en una tarde primaveral de sábado, mirando atentamente como la mano, armada de la azuela, dibuja en la tierra el espacio del hoyo, y limpiamente penetra en la materia y la horada.

La Quinta colina es un revoltillo total de libros que comparten interés, el de ser leídos antes de que su destino en un estante los postre en un olvido. Hay allí un tratado de Alquimia y Mística, un estudio sobre Tintoretto, una Antología de textos de Norberto Bobbio, un ejemplar de El Cantar más bello, La sabiduría griega, de Giorgio Colli, y algunos más.

La mano de la niña detuvo su brazo apoyando la mano en el antebrazo y sujetando la manga del chaleco de punto que llevaba. No, dijo, casi gritó, no, y la mano del Hombre del Prado se detuvo con la azuela en lo alto, asustado y temeroso de que la pequeña hubiera sufrido algún daño. No, le dije, cuidado, no le mates, pobrecito... Señalaba con un índice minúsculo, lleno de nervio, de fortaleza, la misma fortaleza con la que había sujetado su manga para detener la caída de la herramienta sobre la tierra, al hierro que llevaba en su punta terrones de tierra húmeda. Una lombriz de tierra, parda, ligeramente sonrosada, caracoleaba entre pegotes de arcilla, sustrato. No la mates, suplicó la niña, y él entendió que se refería a la lombriz, minúscula, de difícil visión. Ah, claro, no vamos a hacerle ningún´ daño, la dejaremos en tierra, le dijo a la pequeña. Ella, imperativa, señaló un punto en el suelo, alejado de la línea de agujeros... Ahí, y él cogió entre el dedo índice y el pulgar de la mano izquierda al pequeño gusano, sintiendo la fuerza de su resistencia, y lo dejó sobre el despojo del terruño que la niña señalaba. La lombriz, en segundos, se abrió paso hacia el submundo... Las cosas pequeñas, se dijo él, las cosas pequeñas...

8 comentarios:

  1. las cosas pequeñas son las que nos acercan a la felicidad. Cuida del jardin, los libros saben esperar.

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  2. Gracias, Francesc. Si te dejas caer por esta sierra de Guadarrama, este es tu jardín, no lo olvides.

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  3. Cuidado con los jardines, que a veces de devoción pasan a obligación, yo no tengo nada más que alguna maceta, pero lo percibo en conocidos con jardines y huertos...

    Hermosas colinas, más bien son montañas sagradas.

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  4. Esas cosas pequeñas, Don Luis, ésas cosas pequeñas, a veces tal cual palabras, a veces en cuanto intuiciones, tal vez sentimientos...

    Lo que le decía, que ésas cosas pequéñas son las que se nos escapan de las manos cual lombrices, y nos llevan a escribir cosas y casos como las que usted y yo (en menor grado) escribimos.

    Un saludo cordial.

    P.S.: Una de las pequeñeces que me guardo para el atardecer de mis vacaciones venideras es la de sentarme frente al ordenador con alguno de sus relatos por releer, Don Luis, mientras el Sol despeja sus bostezos cansins en el horizonte. Divina hora, divina lectura.

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  5. Julia: devoción y obligación se solapan sin duda. Un jardín es crecimiento, mutación permanente. Tiene vida propia. Lo cierto es que da mucho trabajo, pero lo hago, hoy por hoy, con gusto.

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  6. Amiho Pedra lletraferida: me siento hgalagado. Cuando leo sus entradas en sus páginas, me sucede lo mismo, me asomo a pequeñeces enormes.

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  7. Los libros buenos, dicen, son los que merecen ser releídos. Pero claro, para saber qué libros merecen ser releídos, hemos tenido que leerlos primero. Estoy pensando en una colina que voy amontonando con los libros que bien pude haberme ahorrado leer.

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  8. Luri: eso es lo que llamo yo la desamortización de la biblioteca. Lo he hecho dos veces sin el menor remordimiento, y tengo hijos y sobrinos agradecidos, con muebles en los que campan libros que ellos tampoco leerán, por lo menos en su totalidad. Por ejemplo, aquel al que le toco la Historia del Pensamiento Socialista, de Coole, en seis tomos. Yo alcancé el segundo.

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