martes, mayo 15, 2007

Desde Brooklyn

Le digo "ven" y viene como en el bolero: lo deja todo. Hoy no, se queda quieto, aplastado sobre el suelo, tratando se diría de confundirse con él, de adoptar el alma de cosa que es una alfombra, un simple elemento de un paisaje que se inadvierte incluso al pisarla. Repito la voz, le animo, incluso silbo, y sigue ahí. Se que está vivo porque respira y cuando me muevo pasando junto a él enarca una ceja; eso se sabe porque el mechón blanco sobre el ojo izquierdo de levanta de manera perceptible. Así sé que me espía, que está pendiente de mis pasos aún cuando finja ignorarme. Me voy al bosque, le digo, y sigue igual. A pasear, le insisto, tienes que hacer tus cosas. Por estar Ana delante no me dirige la palabra: su habilidad para hablar es un secreto entre nosotros, y con Ana que es de manera entrañable su preferida no mostrará esa habilidad, pienso yo que para no hacerse mayor y para seguir siendo tratado como un bebé, que no lo es.

Ya está, me digo, es que desprecia al dios menor y no quiere acercarse por el bosque. Le invito a ir al pueblo: eso es irresistible para él y odioso para mi, porque encantador como es con las personas el paseo se convierte en una eternidad de media mañana. Me conocen como "el dueño de ese perrillo tan simpático" y la verdad es que a la propia individualidad de uno no le gusta ser de esta manera maltratada. Me niego a ser convertido en la circunstancia de mi amigo perro de tal manera que si él desapareciera yo dejaría de ser. Justamente, durante el desayuno, frente al jardín que ha recuperado el sol perdido en los días pasados y vuelve a ser prometedora primavera, le he dicho a Ana, hablando de una persona a la que ambos conocemos bien pero vemos de diferente manera, que las personas son como las vemos porque no las vemos como son. Así pues, el dueño de Goyerri, que escribe estas líneas, existe para otros como la compañía casi invisible de un perrillo gracioso y encantador que enamora a quien le hace una caricia.

Salgo pues solo a dar el paseo matutino de Goyerri, convertido en un autómata que no puede dejar de hacer lo que cada día hace aún cuando el objeto de sus movimientos se rebele. La m´máquina sigue implacable su camino, no sabemos de ella que se canse, rebele, angustie. La cadencia de la máquina es inhumana, mi paseo no; sin Goyerri deberé acomodar mi paso a mi mismo y subir el bosque a una marcha sin paradas que reclama el olfato del perro. Ahora soy yo, me digo, mientras ya entre árboles asciendo el camino que encara directamente Aguas Vertientes y que llegando a la Forestal, la pista asfalta que recorre la ladera por su base, se encuentra con dos fuentes de agua fresquísimas que manan como si fuera elixir de vida, justamente acompañadas del sonido propio de su caída por el ancho caño metálico, asomando por el granito berroqueño.

Es ahí donde, mirando a la izquierda de la fuente y a muy pocos metros de ella, se abre una cancela que hay que atravesar dejándola cerrada detrás del caminante para evitar que salgan a la carretera el ganado que pace suelto: vacuno y caballos, los primeros en busca de prados abiertos entre los árboles, los segundos caminando entre las columnas de madera y la bóveda de ramaje, yeguas y potrillos, separados de los machos: ellas esbeltas, ágiles, de cabeza fina y ojos despiertos, los potros nerviosos y asustadizos que buscan la protección de la madre cuando me acerco.

Veo la primera de las ardillas del verano que recorre un trecho de tierra y pinaza entre dos troncos y asciende por el segundo de ellos, ágil y veloz, madero arriba. Lo último en perder de vista es la cola que se mueve como un penacho. Recuerdo a Cirano, sus últimas palabras antes de morir cuando afirma que de todas las cosas importantes aquella que permanecerá enhiesta, como el honor y la dignidad, será su penacho. Ese final de obra siempre me ha emocionado. Si supiéramos, pienso, cual es de nuestros orgullos el que es el penacho que hemos de dejar alto y gallardo en la hora de morir, su pudieramos comprendernos de tal manera, con tal orgullo y dignidad, con tal satisfecha certeza, me digo, si pudiéramos... Pero sé que de poder tal vez no sabríamos que hacer, con que, ni con quien, ni para qué. Demasiado condicionales.

Hora es de adentrarme en el bosque y cruzar el claro en el que se rodó El Laberinto del Fauno. Bromeando digo a menudo que nos dieron un Oscar y caigo en la cuenta de esta irrelevancia. Al magnífico bosque que me acoge le da lo mismo la estatuilla o el reconocimiento. Este bosque nos presta su atención cuando ya dentro de él, árbol tras árbol, va desvelando su presencia y en cada tronco vivo que hincado en la tierra es parte de ella, siendo su mundo el bosque y la mirada de aquel que al verlo lo ve, se entrega y acaricia a nuestro paso. Diríase que el bosque nos pasa una imaginaria mano por el hombro y establece con nosotros la relación fraternal de un hogar que siempre estará abierto a nuestro anhelo.

Ya se que todo esto es irrelevante. Cuando llega el leñador de Icona señala los troncos para la tala del año y han de caer porque han llegado a su edad, al diámetro del tronco, a la longitud de la madera vertical. Les he visto hacerlo e incluso, cuando está por terminar el invierno, subo a cargar la madera del ramaje, troncos de suficiente espesor y longitud, que arderán en la chimenea durante el invierno siguiente, cuando el sol del verano los haya secado lo suficiente. No recuerdo a, los árboles, que talados son cosas de otra naturaleza, el bosque ha diluido su presencia y en él se han disuelto dejando un espacio pequeño que señala un tocón, que ahora ya no es la fúnebre apología del desaparecido sino la presencia estética de un hecho natural. Vida y muerte en el bosque de árboles, deja sus señales, las mantiene y ellas son el mundo en que caminamos, camino yo, por la mañana.

Goyerri no ha querido venir por causa del dios menor, ahora lo comprendo, cuando percibo que me sigue, no por el sendero, sino entre los árboles. Veo la mancha discreta y blanca de su túnica corta y el ruido de sus pasos: comprendo que escondiéndose quiere manifestarse y me detengo, le llamo, le saludo y observo como me dice con la mano que me acerque yo, que entre en el laberinto de árboles, para seguir, pienso escondido de las miradas de los hombres. Sigo sus instrucciones y después de saludarnos caminamos juntos un rato sin decir palabra. Al cabo le digo: Oye, y ¿cuanto tiempo vas a estar aquí? Se encoge de hombros. Ah, bien quisiera volver a casa, a la Hélade de la que soy, pero ¿cómo hacerlo? Bueno, bueno, argumento yo, este bosque es bonito y confortable. Niega con la cabeza. Volver, me dice, volver. Siempre es conveniente volver al lugar de donde se salió. ¿Cuando saliste? ¿Cómo llegaste? NO lo recuerda como los niños no pueden recordar cuando y cómo nacieron: para eso existen los calendarios y los relatos de los mayores. Ni de lo uno ni de lo otro disfruta este amigo divino.

¿Y el perro? me pregunta. ¿No ha venido? No, le contesto, no, y miento, porque está un poco pachucho. Ah, me dice, que lástima. Le he cogido cariño. ¿Sabes? Me gusta esa criatura. ¿Porque no me lo dejas? Niego cortésmente. El no podría vivir en el bosque, con las noches oscuras y la caída de la temperatura, con los ruidos que podrían asustarle; no le digo que menos con él al que desprecia. ¿Cómo va a vivir un perro que habla y adquiere día a día inteligencia con un dios menor amargado en el exilio, o en el olvido? Insiste en que es una lástima: si él tuviera un perrillo que le hiciera compañía. Un perro es complicado aquí en el bosque, le explico: necesita vacunas, revisiones médicos, alimento especial, peluquería, desparasitantes... No podrías, le digo, cuidar de él adecuadamente. Y en relación contigo, él vive muy poco y su presencia sería como el suspiro de un amor, no tendrías tiempo apenas de comprender su existencia y compañía cuando ya no estarías. Ya lloro, me dice, cada día, de soledad. Llora mucho: le creo.

Me vienen a la cabeza las palabras iniciales de un poema que leí hace poco, traducido al español desde su inglés americano, y que por alguna razón han quedado prendidas en la memoria:

Desde Brooklyn, sobre el puente de Brooklyn, en esta hermosa mañana,
por favor, ven volando.

Ah, la desesperanza de los hombres y de los dioses cuando deben enfrentarse a la soledad. Brooklyn, como un bosque, en la hermosa mañana espera...

6 comentarios:

  1. La solitud és una tormenta slenciosa que trenca totes les nostres branques mortes. Encara que envia les nostres arrels vives més endins del cor vivent de la terra vivent. GKG

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  2. Agradezco la foto de Goyerri. Más aún, me atrevería a pedirte más. Ese perro se ha hecho entrañable, y estoy seguro que no soy el único de tus lectores que piensa así.

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  3. Sempre es bon moment, Francesc, de treure a la llum uns versos de Ghilal Khabril Ghibral.

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  4. Así e hará, Luri. Iré sacando imñágenes con mis conversaciones con él.

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  5. Suerte de poder penetrar en un bosque todos los días y sentirte vivo en semejante catedral.

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