domingo, mayo 27, 2007

Berlín Estación cuarta. Akenatón en SantSoucy



Mientras va en el tren camino de Postdam hojea la Guía sin demasiada convicción: las Guías son resúmenes digestivos de algo que no es, miradas para un turista que cronometra la visita y derrocha esfuerzo mientras escucha y ve tratando de fijar una síntesis en su conocimiento. El turista y el viajero se diferencian en el estado de ánimo, no en el tiempo que dedican al viaje. El viajero se enfrenta a lo que desconoce y a lo que conoce y los enfrenta a ambos; el turista ve lo que desconoce contento por el hecho de haber estado allí en aquella ocasión. El viajero ha estado siempre en el lugar al que llega por vez primera. El turista no ha estado nunca en ninguna parte salvo en las fotografías que guarda en un álbum, en las cintas de vídeo y en los recuerdos que guarda en las estanterías del mueble del salón. No quiere ser despectivo con el turista por el simple hecho de sentirse viajero, pero sabe que al final del viaje, uno y otro hablarán de cosas distintas.

En este viaje en tren trata de entender cual es el sitio al que va pero no coge el sonido en la música que suena en su cabeza. Los palacios de Postdam son muchos y de alguna manera se convirtieron en el lugar mágico de la familia reinante en Prusia a partir de Federico el Grande. Hay, parece ser, enormes complejos al estilo Versalles, pequeños pabellones, casas de campo, palacios en la ciudad y palacios en medio de la campiña. No está dispuesto a caminar todo el día por los jardines o por los salones, bajo el sol primaveral que hace que el tren se refleje en el río entre destellos; no quiere verlo todo pero en atención a que viaja en compañía trata de establecer un pacto ofreciendo a los otros que le acompañan un programa estimulante y relajado. Por una razón de personalidad se siente inclinado a insistir en SantSoucy porque contiene algunos Watteau y según la Guía es un lugar pequeño y acogedor.

El paisaje por el que atraviesa el tren es un río ancho que discurre por un bosque abierto. El tren, ligeramente elevado, permite ver los pabellones de pescadores, de madera y techos de zinc, de colores variados, que se aplastan en las riberas formando rimeras desordenadas. Está en la antigua Alemania del Este y la construcción de esos refugios es tosca y dejada un poco de la mano de dios, pero los colores verdes, bermellones y azules de la madera pintada producen un efecto gozoso a los ojos de quien lo contempla.

Para entrar en el pequeño palacio hay que esperar, la visita es a horas concertadas. En un claro en el bosque del lugar un pequeño kiosco ofrece salchichas con mostaza y buena cerveza y sentados al sol disfrutan del ambiente. Tiene el entorno un aire a lo Versalles a lo que le falta la rigidez graciosa del lugar francés. Los jardines son espléndidos y los que rodean Sant Soucy espléndidos enmarcados por el graderío de viñas plantadas al sol, que quiso Federico I (El Grande) tener frente a la terraza fachada de su lugar de descanso, que acabó convirtiendo en vivienda habitual. Ciertamente el palacio es equilibrado y muy ligero, a la par que gracioso, entonado con el verdor del entorno, de un tamaño que no es fácil de definir, más pequeño que un palacio al uso y mayor que un pabellón de caza, largo de fachada, asentado sobre el terreno, todo él puertas balcón que se abren al interior.

Federico El Grande lo construyó para si y para su mínimo acompañamiento de amigos íntimos. El ala real tiene tan solo una espléndida biblioteca forrada de madera, circular; la sigue un gabinete de trabajo que es al mismo tiempo dormitorio; a continuación un salón de audiencias privadas y enseguida los dormitorios de los invitados: cinco. Ni uno más. A cada dormitorio de invitados le corresponde una pequeña cámara para los criados. Entre el ala real y el ala de invitados, un salón ovalado con una bóveda abierta al cielo, cubierta por un cristal, rodeado de dobles columnas que lo enmarcan. Todas las cámaras están abiertas al sur, a los viñedos. Todas tienen salida a la terraza. No es propiamente un palacio, sino un lugar encantador para reunirse con amigos, personas y libros y para conversar con ellos en medio de un paisaje que parece propio de una pintura de Watteau, que tiene allí varias obras que no se alcanzan a ver con propiedad. Volitare vivió aquí varios años, invitado por un rey que al anochecer cenaba con sus invitados y hablaban de la Ilustración que había de llegar, de los adelantos del tiempo, con franqueza de hombres ilustrados. Este rey de día era un hombre cultivado de noche, vivía dos vidas, como Jano dos caras, manteniendo conversaciones abiertas prohibidas a sus súbditos y sujetando con mano de hierro los destinos de Prusia. . No habían mujeres, por lo menos no se sabe que las hubiera; el rey matrimonió a una tal Carlota con la que no convivió nunca: a ella la exilió a un gran palacio en Postdam, la cercana ciudad. Tampoco tuvo hijos, su heredero fue su sobrino, otro Federico.

Hitler le admiraba considerándole el gran constructor de la Alemania moderna que debía llegar a Bismark. Kershaw cuenta que en un cumpleaños del Fuhrer le regalaron un retrato espléndido de Federico, sacado de los fondos de un mueso berlinés. El Nido de las Águilas en Baviera era para el dictador su SantSoucy particular. Es curioso que los dictadores tratan de parecerse siempre a alguien que ha gobernado antes. A Franco le sucedía lo mismo con Felipe II; tal vez se consideraba el segundo gran organizador de la nación: tenía el mismo gusto por la beatería y las reliquias y junto a la gran obra arquitectónica de aquel, El Escorial, construyó su panteón, El Valle de los Caídos: allí está ahora. Federico que siempre quiso reposar en SantSoucy, lo que no pudo ser por necesidades del panteón real en la Catedral Barroca de Berlín, ha sido ahora, al final de los tiempos, hoy: ha vuelto al palacio de sus sueños.

Los lugares reales tienen siempre una dimensión fría y ceremonial: para eso se hacen, para mostrar en piedra lo que no es la carne del poder reinante. Los palacios, los jardines, los pabellones, aturullan por su significación más allá de lo que son, viviendas reales. SantSoucy es el único que realmente parece ser lo que intentó ser: una casa de campo de un rey a caballo de dos inteligencias: la absolutista y la de la modernidad.

Al salir del Palacio, caminando por los jardines entre grupos ingentes de turistas, se ve sorprendido por los hermosos rododendros que jalonan las avenidas y rodean fuentes. Los rododendros, cuando florecen, parecen un milagro de azúcar, medio transparentes, frágiles, fragantes. Aislado del gentío entabla con esas flores un diálogo de encanto, se siente fascinado por ellas y piensa en las suyas, en el jardín del bosque, que tardarán todavía alguna semanas en abrirse, que crecen lentamente de año en año. Le invade la nostalgia por la vida sosegada y piensa que ya queda poco de este viaje. Vuelven a Postdam abandonando las avenidas centrales y caminando por un camino que recorre, entre el bosque, una curva amplia flanqueada a su vez por un canal de agua sombreada. Debería sonar música barroca y en lugar de pensar en Mozart o en Bach piensa en Palestrina. Pero nada suena sino el rumor de los turistas, que un poco más allá caminan gozosos y agotados, también de vuelta.


Como una modelo experta, la reina, esposa de Akenatón, posa con gracia y dignidad ausente ante los fotógrafos. No sonríe; tiene alrededor de los labios ligeras arrugas; también en los ojos; aún siendo reina tiene un aire de soberbia humanidad nada divina; parece una estrella del mundo de hoy, una modelo de pasarela. Su belleza es cálida, nada fría, nada lejana, pero nada tocable. No es para uno que la contempla, no es familiar, es una estrella, ya lo ha escrito y se siente ante ella intimidado por la belleza y la gracia. En torno al lugar que ocupa se afana la gente en verla, en comentar sobre ella, en darle vueltas. Impávida sostiene el paso del tiempo que para ella es nada, la fugacidad de un segundo que es suficiente para comprender que a pesar de haber llegado a la democracia y a la sociedad del bienestar, hay cosas, seres, entes, inalcanzables. Cuanto más bella más inalcanzable. Recuerda algunas historias de amor pasadas, algunas pasiones inabordables...
La colección egipcia del Museo, ahora instalada junto a la colección griega, en la Isla, es una colección casi perfecta. Le viene al pensamiento la enorme caminata por el British de Londres o por el louvre parisino, siguiendo un rastro de piedras, momias y estatuas y abalorios, tratando de encontrar las escasas piezas relevantes. En arte antiguo, y cabe preguntarse si es arte, la acumulación de objetos no favorece la visión; uno acaba ebrio de cantidad y al final se cansa y ya no mira, sigue la avenida de la gente como si se tratara de la corriente del río: se deja llevar. De los dos museos citados al inicio de este párrafo no guarda buen recuerdo salvo dos o tres piezas en cada uno de ellos que le hablaron, apelaron a él al pasar y tuvo que detenerse. Como si pudiera desarrollarse un diálogo, él pensaba que les había encontrado y ellos se sentían felices. Incluso en el Museo de El Cairo acabó fatigado de ver momias alineadas en estanterías que nada le decían. El bosque impide la visión del árbol y es necesario dejarse llamar, pero en la espesura se pierde el sonido de la voz: la apelación no llega.
En esta colección es todo lo contrario. Se sigue al paso, escuchando un audífono en el que se marca el número de la pieza que interesa; no hay acumulación de piezas y en las amplias salas están bien separadas, con un orden azaroso, cada cual manteniendo en su espacio la capacidad para crear su mundo. Cabe agradecer al instalador de la colección por este tránsito pensado para que el viajero se sienta a solas con los dueños de la casa y dialogue con ellos. Parece que la visita es deslizarse por el tiempo. Años ha, más de veinte, entraba en la pirámide de Keops para llegar a la cámara central, iluminada por una bombilla de escaso voltaje, que no hacía sino crear un mayor y más profundo reino de sombras; junto a la caja de granito del sarcófago vacío hizo una fotografía al espacio y la luz del flash no alcanzó a destacar nada en la tiniebla. Si alguien le hubiera preguntado entonces a que había ido a Egipto hubiera contestado que a eso, a entrar a gatas en la pirámide por un boquete abierto en un lateral, ascendido por unas rampas de sombras, seguido corredores largos en los que algunos visitantes decidían volver atrás, sobrecogidos por el espacio, para llegar a la cámara del sarcófago. Sintió que había llegado al lugar del tiempo, y estuvo allí, acariciando el granito con la mano sintiendo el frío de la piedra en la palma, diciéndose que ese era el frío de la piedra de una eternidad medible en años.
En El Cairo, horas después, compraba un ejemplar en inglés de El Libro de los Muertos. Más tarde se haría en Madrid con el editado por Editora Nacional. Pasando páginas llegó a un texto que le sobrecogió: la Oración Negativa. En ella, el muerto recita ante sesenta dioses una oración que es el modelo de vida que debe haber tenido aquel que quiere llegar al reino de las sombras, a la vida en eternidad. Se trata de una declaración de inocencia ante los dioses. Es larga, pero se puede citar el inicio:

No cometí iniquidad contra los hombres.

No maltraté a las gentes

No hice mal

No empobrecí a un pobre en sus bienes

No hice lo que era abominable a los hombres

No perjudiqué a un esclavo ante su amo

No fui causa de aflicción

No hice padecer hambre

No hice llorar

No maté

No di orden de matar

No causé dolor a nadie...

Sigue de esta guisa a lo largo de muchas frases más. Los dioses debían calibrar la verdad de tales asertos y situar lo cierto en un platillo de la balanza y lo incierto en el otro. El alma del muerto esperaba, probablemente como el reo de justicia espera la condena; cada cual sabía de la verdad o mentira de lo dicho y en la espera alcanzaba a sentir el miedo a la sentencia.
En el museo de Berlín encontré un papiro largo, muy largo, expuesto en la pared, con escritura ordenada en líneas de pulcra rectitud en caligrafía hierática, animado por colores todavía frescos. Desde el audífono le llegaba una voz grave, bien timbrada, que recitaba con categoría de actor el texto de la Oración Negativa. A menudo en su vida ha sucedido que algo que se experimentó años antes se ha reencontrado con una evidencia que completaba el conocimiento en tiempo posterior. Hacía mucho tiempo que no pensaba en la Oración Negativa que tanto le impresionó en 1983, cuando la había leído después de salir de la cámara mortuoria de Keops. Ahora la oía en voz y la veía en caracteres egipcios, veinticuatro años después. Deberíamos poder decir lo mismo, le dijo a Ana, que escuchaba a su lado, y ella afirmó, probablemente sin demasiada convicción.
Soy puro, soy puro, soy puro, soy puro, termina la oración. En aquel momento lo era.

2 comentarios:

  1. Me sabe mal repetirme, pero magníficas crónicas.

    Sobre los museos, es difícil mejorarlos, se intentan muchas variantes, pero la acumulación descontextualizada de objetos tiene estas servitudes. Los que tenemos cerca permiten el paseo tranquilo de domingo, para ver una, dos cosa, sabiento que volverás. Los lejanos provocan la inquietud molesta que mencionas.

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  2. Yo repito las gracias, Julias, sin que me sepa mal. Y en cuanto al tema mueseístico, es así. Los grandes son agobiantes.

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