jueves, abril 26, 2007

Una historia triste

En la Octava Elegía de "Las Elegías de Duino" Rilke ha escrito:

Los hombres nunca, ni siquiera un día,
ante sí tienen el espacio puro
donde la flor al infinito se abre.
Siempre está el mundo alrededor. Y nunca
lo que en ninguna parte y sin estorbo;
lo puro, sin control, que se respira
y se sabe infinito y no se ansía.

Viene a cuento de nada, o sea que un poco de todo, de un todo que se vislumbra como una amenaza. Nada no es, nunca es, nada es la vacuidad, por lo tanto aún cuando en nuestro idioma le demos a nada el tratamiento de algo, viene a cuento de un todo que se percibe sin detalle, que se desvela apenas para mostrarnos una faz amenazadora algunas veces, una faz compasiva otras. Dice el poeta que "Siempre está el mundo alrededor" y es cierto hasta el extremo de que los hombres, o el hombre, el hombre que es cada uno, no se concibe a sí mismo sino es en el centro de todos los que así, de la misma manera se perciben. Y eso agobia.

Un día, alguien querido, me confesaba la tremenda angustia que sentía en su conciencia, que posada en su pensamiento volvía una y otra vez a ser presencia para atormentarle, porque en una ocasión había robado una pequeña cantidad de dinero que destinó a pagar unas pequeñas vacaciones de los suyos. La ocasión fue propicia, la terrible ocasión ante la que el sentimiento del deseo oculta todo lo demás: ante lo posible impune, cabe aterrarse.

Rilke abre la Segunda Elegía con tres versos que tengo grabados con el cincel del asombro, desde que con dieciocho años y pocas entendederas, los leí:

Terrible es todo ángel.
No obstante, a sabiendas yo os invoco y nombro,
pájaros mortales casi para el alma.

¿Es la conciencia de aquel humilde ladrón el ángel que le atormentaba? La cuantía del robo, una ridiculez, era insignificante frente al hecho amoral de la sustracción, producida por el deseo incontrolado. Desear es necesitar y nos pone ante los ojos del ángel, y su terribilidad. Existían en aquel tiempo hombre profundamente morales, me digo. Murió ya, le atendí en sus últimos días pues estaba solo y era amigo. Pensó que al hacerme sabedor de su pecado, liberaría su conciencia de la contaminación de lo malo. Se sabía malo: había deseado y convertido el deseo en acto.

La Quinta Elegía se inicia:

¿Quienes son, dime, los errantes, esos un poco
más fugitivos que nosotros todavía?

No hay posibilidad de que se abra el horizonte del que se siente mortalmente herido por su falta de ayer. Conrad, el maestro de la angustia inconsolable, de la incapacidad de redención, lleva a Jim a un escenario paradisíaco del Pacífico para ganar la pureza perdida, fruto de la cobardía: a un lado, los buenos, los malos al otro. El hombre, con su falta a cuestas, descubre que el pecado tiene nombres y apellido, tiene encarnadura mortal, está lleno de sangre y carne, de palpitar, de goce, incluso el pecado es amor y ama, es generosidad y da. El pecado como un cáncer se convierte en una recubrimiento de lo propio bondadoso y en él acaba escondiéndose. A muchos les es dado olvidar, a otro no tanto, algunos nunca olvidan.

Llueve, me digo, sobre la imagen de aquel en la cama del hospital, cuando iba a verle por las tardes y se iba la luz por la ventana. Le llevaba libros que leía durante el día, me los devolvía al atardecer, "no he podido acabarlo" me decía. No podía leer, él que había sido lector voraz. "Pienso en otras cosas" Entonces me lo dijo. Sabía que podía devolver el dinero, era bien poco, y que de faltarle algo yo se lo prestaría para nunca jamás, pues estaba muriendo; pero devolver el dinero no borraba nada. La conciencia le atormentaba por el hecho realizado y su auto estima le atormentaba, sabiendo que de hacer pública su falta, su imagen se vería manchada. Él, modelo de honradez, un hombre hecho a la antigua.

Hay tales desheredados en cada insensible vuelta
del mundo, que no poseen lo anterior ni lo más próximo.

En la oficina en la que coincidimos, yo era un joven sin futuro, él era un viejo contable con más de cuarenta años rindiendo sus servicios, al que los dueños, gente a la antigua también, ante la inexistencia de las pensiones de jubilación, le pasaba su asignación mensual entera, y así hicieron durante quince años, hasta su muerte . Le permitían ir dos o tres veces a la semana, a sentarse cerca de su antiguo puesto, en su vieja silla, junto a su querida mesa. De vez en cuando intervenía en los asuntos del quehacer diario. Cuando los dueños entraban en la sala le saludaban afectuosamente. Algunos finales de semana le invitaban a ir con ellos a las finca en el Montseny o a la casa en S'agaró. Allí estaba y era bien acogido, incluso con la benevolencia de los que íbamos viéndole, cada vez más, como un viejo senil, un tipo acabado soñando en el pasado. No sabíamos que su pasado y su futuro eran un mismo pecado.

Probablemente, aquella vecindad del lugar del pecado, la benevolencia y generosidad de los perjudicados, acrecentaba en él la angustia. Devolver el dinero era fácil, perder la estima y la imagen de lealtad era terrible.

Decírmelo a mi no le alivió. Me explicó los detalles, quiso que yo supiera hasta los más ínfimos detalles de su acción, la menar en que percibió la posibilidad, el disimulo con el que fue apartando las cantidades, ocultándolas a la vista en una enrevesada contabilidad de libros que nadie intervenía. Amasó, la historia es en si compleja, nada sencilla, una buena cantidad y nadie percibió los movimientos y al tiempo que lo hacía concibió el destino de la primera cantidad: las vacaciones, un verano junto a un lago, algunos restaurantes, un hotel confortable, un lujo para entonces. Lo hizo una vez, nada más; tomó una parte pequeña y quedó el resto del dinero, considerable cantidad; no pudo tocarla tan fuerte era el arrepentimiento.

Cuando se jubiló me contó, encontraron la suma de dinero en una cuenta aparte. Le preguntaron por ella, sorprendidos. No era una fortuna, pero era cantidad importante. Se sintió descubierto y estuvo a punto de confesar su falta. "Confesar, señor Rivera, me dijo, o se hace de golpe y sin pensar o no se hace" No lo hizo, mintió sin saber las consecuencias. Apartó, les dijo, ese dinero, por crear una cuenta colchón, precaución para malos tiempos. Siempre pensaba en decírselo, pero había preferido no hacerlo, porque aquellos patronos, imprudentes al fin que tanto gastaban de aquella riqueza, tal vez quisieran malgastarlo. Ahí está, les dijo, es un fondo de cobertura.

¿Qué iban a pensar de él? Eso le mortificaba. Cualquiera, me dijo, pensaría de mi con sospecha. Pasó una noche en la angustia del que ha sido descubierto: Ea, se dijo, ya está, se ha acabado. Es mucho mejor así, pues les robé debo pagar... Necesitaba pagar de alguna manera y creía llegado el momento. Pero no sospecharon: eran buenas personas. Pensaron unos días y al cabo le llamaron al despacho de uno de los dos. "Amigo X..., le dijeron. Es usted admirable. Sabemos que no tiene ahorros o que son muy escasos. ¿Que va a hacer ahora que se jubila?" No supo que contestar, estaba solo, el único hijo había marchado a Argentina, la mujer había muerto, nadie quedaba, no poseía en palabras del poeta "ni lo anterior ni lo más próximo". Este dinero es suyo, le hicieron saber, vamos a administrarlo para usted, considere que ha ahorrado su jubilación, vamos a darle su sueldo cada mes hasta que nos deje, no debe preocuparse, que no le faltará nada. Usted y su lealtad nos han emocionado".

Pudo resistirlo por pura cobardía, m,e contaba en la clínica. Perdido el valor en el escaso intento, sobrevivió años y años hasta que yo, recién ingresado, le conocí. Me adoptó, me hablaba de su vida, de su trabajo, de sus libros: leía geografía, libros de viajes, memorias de exploradores. Yo, me decía, como todos, hubiera querido ser otra cosa. Venía muy a menudo a la oficina, a ocupar un viejo espacio suyo, tratando de redimirse en el lugar de los hechos. "Buscaba, me dijo, el valor para contarles la verdad. Yo no merecía su bondad. Pero, ¿sabe usted, señor Rivera, las virtudes son escasas pero los defectos llaman los unos a los otros y al robo debe añadirsele la cobardía." Cuando años después leí Lord Jim, de Joseph Conrad, me acordé de él.

¡Ay de mi! No obstante somos eso. ¿Acaso
tiene el universo donde nos diluimos un sabor humano? (Segunda Elegía)

4 comentarios:

  1. Quantas histories debe haber, parecidas a esta! Una compañera me confesó un día 'una vez, hace muchos años, robé unas botas en un almacén, me las puse, no tenía dinero y salí con disimulo', lo recordaba, creo que lo recordará siempre, tenía, aún, la sensació de haber hecho algo que no debía. Qué distintas son las personas, cosas muy graves no producen ningún remordimiento, existe, hoy, ese tipo de moralidad?

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  2. Julia, esa es la pregunta. ¿Existe ese tipo de culpa? Y en el caso que narro, que es una conjunción de dos hechos, en realidad, la manera en que los que hoy serían los "·malos", los empresarios, se convierten en los "buenos". La paradoja es que robó su propia hucha. A mi me asombran las historias en la gente pequeña, como este caso o tu amiga.

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  3. La culpa, el chantaje del coleccionista de prepucios para que nada cambie. La culpa existe en los que tienen conciencia, en otros sobre todo en los más poderosos (Gonzalez (BBVA), Botín (BS) yo creo que no.

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  4. Tienes seguramente razón Petrusdom: el poder anestesia la conciencia cuando de esta emerge la culpa.

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