sábado, abril 21, 2007

De los mercados


Pienso que en un mercado todo el mundo es igual, los unos a los otros, en una especie de democracia vulgar, de vulgo, de gente corriente, sin ánimo de disminuir la importancia. Entre paradas, frutas, pescados y carnes, las gentes van adquiriendo la misma fisonomía, un cierto parecido igualador. Cuando viajaba por motivos profesionales y tenía tiempo, me gustaba visitar los mercados: un amigo mío se decantaba por los cementerios. Cada cual a lo suyo. A mi, los mercados, por la mañana, con la luz del día entrando, los neones, la parla a gritos, el trasiego que se convierte en estruendo y este en nada a la que uno se acostumbra, los olores, la cara de los que venden volcada ávidamente hacia el exterior del puesto y la del comprador a medio camino entre la cortesía y la exigencia, el mostrador del bar y los vasos con café con leche, los platillos con churros o porras, el olor a frito; fuera la normalidad que segrega, cada cual a lo suyo en diversos niveles, las caras recompuestas, la sonrisa escasa, la mirada perdida en un horizonte de vacíos...

La comida, en los puestos del mercado, es para todos la misma, se propone al público sin hacer ningún distingo, a lo sumo la etiqueta con el precio. Las cajas de fruta reunen colores de realidad irreal y el acero plateado de las escamas de las lubinas, doradas, besugos, merluza, con los ojos glaucos, tumbadas de costado sobre el lecho de invierno, todo es menos triste, siniestro, parecen las cotas de malla de un guerrero caído en el combate, hijas de la flor de leyendas, de la vieja caballería. Aguas y escamas de pescado son a menudo usadas como referencia del refulgente acero de las cotas de malla, en la poesía de Al Andaluz; Al Mutasim de Sevilla, el rey poeta, una mañana soleada, junto al Guadalquivir, paseando disfrazados él y su visir y amigo Ibn Ammar por la Pradera de Plata, entre puestos del mercado, inició un día una poesía para que el otro la siguiera con el segundo hemistiquio a tenor del primero propuesto por el rey. Propuso el señor: La brisa ha tejido una cota de malla con el agua y el visir tardaba en seguir cuando una voz de mujer, la esclava de un arriero tomó divertida la palabra por él: ¡Que hermosa sería para el combate si fuera de materia sólida! Ella era al Rumaykiyya, que se convirtió en la esposa de AlMutamid y que luego sería llamada I'timad y también Umm al Rabí.

Un puesto de pescado sugiere frescura, el de verduras y frutas, sabor; el de carnes rojas y espléndidas en sus cortes, buena mesa; los de encurtidos y especias cierta gozosa lujuria del paladar. La atracción es innata por esta presencia espléndida, seguramente porque la biología nos ha preparado para la excitación a la vista del alimento y porque la acumulación de estos, en orden propicio, conducen el pensamiento a la buena mesa, a la reunión de amigos, a la fiesta señalada en familia. Hay en todo ello una música silenciosa que flota de mente en mente, formando pensamientos que acaban en sinfonía. En un mercado, populoso y concurrido, impera cierta gozosa alegría, una empatía anormal, que en la calle desaparece.

Recuerdo, de mis viajes hace ahora más de treinta años, cuando desde Barcelona iba a Madrid o Bilbao, los espléndidos escaparates de los restaurantes, no los de lujo, sino de todos o casi todos: cristaleras con el interior refrigerado desde las que se asomaban a la calle los besugos, las lubinas, los centollos, los cortes de carne roja, con la flor amarillenta y densa, con algunas botellas de vino formando el paisaje del conjunto. Ya no se estila, tal vez por higiene, tal vez porque simplemente no se estila. Entonces los restaurantes mostraban el género y el estilo era un correcto, cordial y esmerado estándar: ahora muestran el estilo y se esmeran en la literatura de las cartas. No es lo mismo. Un buen amigo recordaba con nostalgia, hace ahora muy pocos días, los platos propuestos de antaño: "espárragos navarros dos salsas, ensalada mixta, sopa juliana, sopa minestrone, sopa castellana, ajoarriero, bacalao a la riojana, al pil pil, a la vizcaína, besugo a la espalda, patatas a lo pobre... Una cierta y compleja literatura ha escondido esta delicia de la concreción, detrás de simulaciones mágicas de difícil imaginación.

La vida hermosa empezaba en los mercados de barrio: yo iba mucho al de San Antonio en Barcelona, que tenía en la entrada una galería porticada que lo rodeaba en la que se alternaban diversas ofertas especiales según los días: telas, cortinas, droguería y los domingos libros, estampas, cromos, revistas y otras rarezas usadas. La vida, al empezar en el mercado, con el abastecer de lo necesario para el día señalado, marcaba con la solidez rotunda del menú, el eje de la reunión: si vamos a comer seremos felices, todos.

La vida azarosa de la que creo que todos pensamos que somos conocedores, quedaba en las puertas del mercado, retenida por la mano extendida con flores de las gitanas ofreciendo claveles y de los vendedores del cupón de los ciegos, que con el tiempo y la modernidad pasaría a ser la Once. Dentro, la simpatía arrolladora cargada de zalamerías de las vendedoras, dirigiéndose a las compradoras: guapa, niña, simpática, bonita, preciosidad... ¡cuanta palabra bonita para dirigirse a una desconocida! Que fácil hacer de la venta un arte de simpatía, sabiendo que los ojos de la compradora, plenos de desconfianza, miraban la frescura del pescado en los ojos y en las agalla, y toqueteaban la fruta y la verdura en busca de las piezas en que la madurez fuera la justa para llegar a la mesa en las mejores condiciones.

Deambular por un mercado, con tiempo, comprando o sin hacerlo, mirando, sonriendo, oliendo, saboreando con la imaginación, tropezando con bolsas y carritos, parándose en seco para dejar pasar o acelerando el paso para pasar primero, es volver a rencontrar el gozo de la mirada y el sabor en la abundancia promisoria.

2 comentarios:

  1. ¡Qué grandes, las cosas mínimas, Luis! Yo reconozco que me gustan, no sé si por igual -dependerá del estado del alma- tanto los mercados como los cementerios. De los mercados no soporto a las vendedoras (suelen ser mujeres) dispuestas venderte cualquier cosa a voz en grito. Esto no suele ocurrir en los cementerios. Aún.

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  2. Luri: mI amigo, que fué productor musical, me llevaba por el cementerio de Vitoria explicándome quien era quien y quien había sido. Allí me presentó a su familia, vecinos y amigos y a otros que no lo eran tanto. Fascinante.

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