jueves, marzo 08, 2007

Un bosque: dos cosas

Hace frío, frío de verdad que se dice, una frío mañanero de 2º, sin sol, nublado y gris, con una brisa que incrementa la sensación térmica, amenazando nieve. Una enorme tristeza parece volcarse en el paisaje, que desprevenido había apuntado ya, en el benigno febrero, brotes primaverales. Ahora todo puede morir sin haber llegado a gozar de la vida, cabe esperar que no hiele por la noche o que en una de estas, caiga una nevada tardía de las que todo lo toman al asalto, desprevenido el resto.

He escrito que la tristeza parece volcarse en el paisaje y pienso que será en nosotros, que hace solamente cuarenta y ocho horas disfrutábamos de una primavera mediterránea. Será, casi con seguridad, que habíamos abierto alborozados el corazón a un tiempo nuevo, que es lo que representa la primavera todas sus metáforas posibles: nadie, arrebatado por la verdad, escribiría "se puso triste como la primavera" y supongo que ello se debe a que la naturaleza encuentra en nuestros cuerpos enteros y vivos la llamada a la primavera después del renqueante invierno en que decaemos.

Me quedo junto a la mesa de trabajo, superficie de cerezo que lleva desgastándose algún tiempo, porque me gusta pasar la mano por ella acariciando su deslucido brillo. Miro por la ventana y veo la linde del bosque engrisedida más como una cosa de naturaleza amenazante que como el grupo de árboles que me hacen compañía. He aquí que puedo discernir de un solo bosque dos caracteres o mejor decir, dos cosificaciones: la primera producida por el sol sobre el bosque, que lo convierte en algo atractivo y vibrante que invita a visitarlo, abriendo sus espacios a las sombras umbrías que apenas apuntan, aquí y allá, entre la gama de verdes iluminados; la otra la que conforma el bloque de grises que devorando al verde roban la luz, la luminosidad, el brillo y lo vibrante de su acogida: es este bosque ahora una cosa hostil, de hosca fisonomía; nada invita a ir a él y justamente por eso, porque recuerdo a la otra cosa que es el bosque, al que yo transformo en cosa cuando en realidad es algo vivo y mudable, que me llama cada día para que vaya a pasear por sus caminos.

Comprendo al fin que el bosque es más que una cosa, son muchas cosas que dependen del efecto del sol, de la hora del día, del viento que le mueve y del frío o la nieve o el agua que baja torrencial por sus arroyos. Al fin, me digo, he interiorizado de todas estas cosas que he podido ver a lo largo de cerca de mil días de habitar en su linde, en una sola que es bosque de luz, intemporal, el que llama en el paisaje a la visita. Como los paisajistas orientales que antes de pintar miraban y remiraban un paisaje para poderlo pintar, alejados de él, sacando del interior (no de la memoria exactamente, sino de la interiorización) el lugar exacto sintetizado en trazos.

Interiorizar es hacerlo uno, no de uno, sino parte de uno mismo ampliándose, no se si escribir su esencia o su ser, no lo se y trataré de saberlo, pero ahora lo que he descubierto al mirar al bosque inhóspito de hoy sobre el que, más amenazante aún se levanta Cueva Valiente, es que el bosque que soy yo es de naturaleza solar, de luz poderosa, de verdes infinitos en número y tonalidad. Así pues, me digo, esa cosa que ahí fuera me acobarda, ya no es la parte de mi que he interiorizado tras días de convivencia. Si es el mismo bosque, pero en mi, no es la misma cosa.

Interiorizar es añadir algo a uno y conviene, creo, por lo que pienso ahora, que procedamos con celo a impedir interiorizar las cosas que infundan, no la tristeza que tiene su belleza y no es siempre mal acogida, sino las cosas cuya naturaleza hosca y agresiva, puedan conducir a la hosquedad y a la agresión. Añadir a lo que se ha ido construyendo en uno mismo unas gotas de naturaleza de odio, nos harán más proclives al odio y a la destemplanza. Creo que después de todo voy llegando a concluir cosas que todos saben, pero yo las aprendo de nuevo y ya no es un catecismo el que me lleva con su memoria, sino la aprehensión de la naturaleza que me crea permanentemente.

Me acuerdo de un cuento que escribiera en la primera década del siglo pasado Algernoon Blackwood y cuyo nombre era El Wendigo. Es un cuento de terror, de un terror basado en la inquietud y en pánico atroz: El Wendigo es un viento ululante que en los bosques (entre las tribus indias del Norte de Canadá) siembra con su llamada el terror; solamente algunos de los que lo oyen lo reconocen porque claramente el ulular sobre las copas de los árboles altísimos pronuncia su nombre. Quien le oye entendiendo que se trata de una llamada de un dios terrible que le conoce por su nombre, corre despavorido no se sabe si huyendo o en busca del origen de la llamada, y es tan veloz su carrera que los pies se le queman y sangran hasta que en su lugar aparecen garras que le convierten en fiera, totem que se une al conjunto de criaturas totemizadas en el virtual santuario del Wendigo. Hoy, al ver el bosque tan sombrío, he recordado el cuento, que se encuentra en el extraordinario volumen de cuantos de terror que publicara Alianza Editorial hace muchos años, en torno a la literatura sorprendente de Lovecraft. No, el Wendigo no habita en este bosque por mucho que con su aire sombrio parezca llamarle para ocultarle en su frondosidad. Probablemente se trate, no tanto de la certeza de que ela historia es una leyenda, sino por la convicción de que en mi interiorización del bosque, en mi aprensión, de su verdad, solo cabe la luz más bella.

Al acabar el párrafo anterior he levantado la cabeza y un rastro de sol trata de abrirse camino entre las sombras, y ahora mi bosque empieza a ser otra cosa.

3 comentarios: