miércoles, marzo 07, 2007

Sublime modestia

Cuando llegué ayer desde la playa, la temperatura era de 5º y un viento huracanado venía del norte. Costaba estar de pié junto al coche mientras bajábamos el poco equipaje con que viajamos: oscurecía a causa de una nubes negras y compactas que se extendían por el norte, el este y el oeste, corriendo a cubrirnos en una abrazo, en un manto sombrío que al llegar derramó sobre nosotros unos gruesos y helados goterones y al poco tiempo, hielo y nieve, sacudidos y agitados por el vendaval.

No salimos de la casa, ni Goyerri quiso hacerlo más allá del jardín . Solamente las luces del pueblo, hacia el valle al norte, entre las copas de los árboles, nos referían la existencia de otra humanidad que no fuera nuestra propia y absoluta soledad. Bastaba recordar, con poco esfuerzo, el paseo que dimos a las diez de la mañana, poco antes de salir, por la playa semi desierta, bajo un hermoso sol que ascendía siguiendo su curso diario. Goyerri se había metido en el agua hasta los ijares y correteaba desafiando a las olas. Ahora, por la noche, se encerraba en una somnolencia hosca.

Por la mañana ha amanecido el vendaval crecido; volaban ramas por el aire y del tejado han caído dos tejas sobre las escaleras del porche. Los plásticos que cubren a la leña de la humedad se han ido y las cuerdas, desatadas, chasquean a un lado y a otro. Los árboles del jardín, todos jóvenes, se inclinan con coraje dejando que su flexibilidad pueda a la violencia del viento mientras los brotes han empezado a apuntar. La misma oscuridad de ayer en el paisaje y la misma desazón. La mañana ha estado ocupado por multitud de cosas dejadas siempre para realizar cuando no quede más remedio y por un corto paseo con Goyerri, muy corto. No ha querido más. Me ha llegado un paquete de libros y he disfrutado remodelando la biblioteca en un proyecto que acaricio hace tiempo: seleccionar los 1.000 libros, los únicos 1.000 que me acompañarán el resto de mi vida. He hecho una primera selección de 180 volúmenes de los una buena parte están entre los 1.000 provisionalmente. Hay que empezar por algo, y por alguien (refiriéndome a autores) y por ideas (pensando en ensayo y en filosofía).

Una naturaleza nos recibe hoscamente, tal vez para castigarnos por nuestra infidelidad de trece días junto al Mediterráneo. Los avatares de estas tormentas, sus sonidos del viento, el aullido repentinamente furioso que parece que va a levantar el tejado de la casa o que agita las ventanas, las puertas que al abrir al exterior salen violentamente proyectadas y hay que sujetar fuertemente para evitar el golpe brutal, no son sino, una parte de nuestro yo que nos sorprende, una furia que comprendemos, el poder irresistible con que, banalmente, nos solazamos en la violencia.

Durante toda la mañana, mientras el huracán soplaba afuera, en la casa la electricidad iba y venía impidiendo cualquier trabajo cerca del ordenado o de la cocina. Se ha impuesto comer fuera, del pueblo incluso, porque los restaurantes y bares estaban sin poder cocinar o servir algo que no estuviera a temperatura ambiente. En tal circunstancia conviene no dejarse llevar los por los nervios, subir al coche y conducir hasta un restaurante que bajando del puerto, siempre hemos pensando que debíamos visitarlo. Una fonda de las antiguas, de paredes de granito, restaurante al que se accede por una puerta al fondo del bar y este con pequeñas ventanas abiertas a la carretera, que ostenta el nombre pintado en la fachada: Hostal Tere. El restaurante estaba completo a causa de una convención, así que nos ha tocado sentarnos en una pequeña mesa entre la máquina de cigarrillos y una estufa que no estaba encendida junto a una pila de leños. Las croquetas, especialidad de la casa, insuperables; las chuletas de cordero también la cerveza fresca y agradable y media botella de un Rioja Crianza de buena bodega: Faustino.

¿Es la primera vez que vienen? nos pregunta la dueña, una mujer delgada, de unos 70 años de edad, cabello blanco con algún acomodo de peluquería, ligeramente maquillada, un poco sorda, rebosante de encanto y amabilidad. Le explicamos que nos recomendó el lugar Jesús, un cura que casó a su hija Tere. Esta, junto a la caja, nos mira atenta, distraida, sin demasiado interés en nuestra conversación. Somos casi los únicos clientes en el bar y el ajetreo del personal del Restaurante se dedica a la convención. Escribo casi porque en la otra mesa, un hombre de edad mediana, trajeado de gris, con camisa blanca y corbata come solo: luego sabremos que es el chofer de uno de los asistentes, porque después de tomar café saldrá del bar y se sentará frente al volante de un Mercedes grande y poderoso.

¿Y quien es ese Jesús? nos pregunta la dueña del Restaurante. Es un cura que casó a su hija hace unos años. Piensa y sonríe. Ah, si, lo recuerda. ¿Y que se ha hecho de él? Bueno, le decimos, ya no es cura. Ahora tiene una empresa de limpiezas que atendía el edificio en que teníamos nosotros las oficinas de nuestra agencia. Ah, dice perpleja la menuda y simpática mujer, que pena... Mira hacia la hija, supongo que por un gesto reflejo aunque por un momento pienso si no estará valorando la posibilidad de que al salirse el cura de su ministerio, el matrimonio quede un poquito invalidado. Pero es un pensamiento fugaz. Si que le recuerdo, si, nos dice. Y sin ninguna transición: vuelvan, nos dice, ¿les han gustado las croquetas? Buenísimas, le digo, buenísimas, y Ana asiente entusiasmada. Claro, son nuestra especialidad. Yo, nos dice, no las suelo recomendar más que a los que vienen por vez primera.

Al ir a pagar sale a despedirnos y le pregunto si su nombre es el del Hostal: ¿es usted la señora Teresa?" Su respuesta es un prodigio de amabilidad y compostura: me basta con Teresa, gracias, me dice renunciando al tratamiento de señora.

Salimos de nuevo al vendaval que arrecia; la tarde ensombrece el paisaje. Me basta con teresa me ha despedido dulcemente la anciana. Modestia, sublime modestia.

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