jueves, marzo 22, 2007

Diario. Sol. 14º / Zen en la sala de espera del médico


Coincido con un conocido al que veo de uvas a peras y charlamos en la espera de la consulta del médico. Estamos acompañados de una mujer de unos treinta y tantos años que mira al techo con una revista del corazón en las manos: se ha quedado abstraída en sus pensamientos. Nosotros hablamos en voz baja para no molestarla, conocedores de su abstracción, tal de su preocupación. Pues se trata de un dermatólogo, pienso, no será cosa de gravedad, así que esa abstracción puede ser aburrimiento. Una especie de caer en la nada, ya lo escribí en otro sitio: nadear, literalmente.
Mi conocido, JS, cambia su silla por la vecina a mi, y comprendo que piensa charlar, así que dejo el libro que llevo en mis rodillas, entreabierto, con el dedo índice de la mano izquierda señalando una página. Nos hemos preguntado por nosotros y por nuestras familias, de manera rápida y cortés. No por nuestra salud, que sería tal vez lo natural, por la salud no. Vuelvo a pensar: se trata del dermatólogo, ¿que puede ser? Claro está que en mi memoria guardo cuatro años de psoriasis virulenta y de lucha con ella hasta que desapareció. Pero desapareció, no toda, quedan unos focos y unas amenazas que de vez en cuando aparecen: todo está controlado.
Yo no leo mucho, me dice, señalando a mi libro. No tengo tiempo. En esto del leer y del no leer, los segundos reaccionan curiosamente empleando un tono excusatorio, no tengo tiempo, dicen. Algunos, son muy pocos, los que afrontan la verdad directamente al decirte: a mi no me gusta nada leer. Es obvio que existe una norma no escrita por la cual leer es una obligación que imprime carácter y confiere clase. Mejor superar la carencia de lectura por la excesiva ocupación. A la gente le encanta decir que no tiene tiempo, que está muy ocupada, que su vida es un constante ir y venir. Creo que no saben lo que es el tiempo, es decir: ellos mismos.
Antes, sigue, leía más, era del Círculo de Lectores. ¿Mucho antes? le pregunto. Cuando era joven. Como es de mi edad he de creer que no lee hace por lo menos veinte años. A mi no me importa, quisiera decirle que me da lo mismo, que probablemente sea una excelente persona, un hombre sabio incluso aún sin leer, que no tiene porque darme explicaciones. No lo hago por cortesía. La verdad, me dice, es que esta vida es tan aperreada que abandonas las pocas cosas buenas. No puedo por menos de preguntarle, ¿crees que leer es bueno? Si, me dice, si leyéramos más seríamos mejores personas.
Observo que la mujer, sin abandonar la posición, ha bajado la mirada ligeramente y ya no parece tan perdida en el techo. Me doy cuenta de que nos observa con los párpados bajados, mirando aparentemente el artículo de la revista, del que no alcanzo a ver el contenido. Puesto que ella finje no mirarnos pero presiento que está atenta, soy ahora yo quien la mira sin demasiado disimulo.
Es una mujer rubia, carnal, de piel muy pálida: un escote sugerente y una modesta sensualidad animan su estar inmóvil. Lleva el cabello recogido en un moño al que atraviesan unas horquillas de palo que parecen de corte asiático, palillos para súchi. Reparo en el libro que llevo en la mano, extractos de textos de Suzuki. Hay en él una pequeña historia de cuando daba clases en la Universidad de Columbia que me llama la atención y creo que se acerca mucho a lo que podría ser una visión zen: la que más tarde fue su ayudante durante muchos años, relata que al conocer al maestro ella se encontraba en un momento de crisis, y que mientras le hacía mención, cariacontecida de su avatar personal, Suzuki, cogiéndole la mano y dándole la vuelta, miro atentamente la palma y le dijo después: mira que bella mano, es la mano de Buda.
SR ahora me pregunta señalando mi libro "¿que estás leyendo?" y azorado le muestro la tapa. No se porque el azoramiento que he sentido, ni siquiera se si era tal o algo de menor intensidad, contrariedad solamente. La mujer rubia ha levantado la cabeza y veo que tiene unos ojos azules, grandes, húmedos. Pienso que es bella en esa cierta grosera voluptuosidad que me parece adivinar en el conjunto. "¿Zen? pregunta SJ. Ah, eso siempre me ha interesado mucho". Ella deja la revista en la mesa de cristal, junta las manos en el regazo sobre el bolso y las piernas por los tobillos. Me doy cuenta de que viste de un color rojo granate, rojo sangre y tan pálida como es me parece una víctima, no se bien de que ni porqué.
Mi amigo me vuelve a preguntar: "¿que es realmente el Zen?" y le contesto rápido: no lo sé, es difícil decir, es difícil entenderlo. Hace tiempo, pensando en ello me dije que es "una sabiduría inexplicable y una compasión inalcanzable". Eso sería, pero ¿cómo explicárselo a mi compañero en la sala de espera del dermatólogo? Lo cierto es que repentinamente he sentido, y no se porqué, compasión por la mujer.

4 comentarios:

  1. Este tipo de relatos me encanta. Me encantan por relatar cosas triviales. Aparentemente.

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  2. Roma: siento que me habían quedado dos párrafos en elñ tintero. Las cosas triviales, al vuelo de lo que comentas, están siempre llenas de sentido porque generan cosas, visiones, emociones que tienen que ver no con la realidad sino con la superficie que nosotros percibimos.

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  3. Las cosas triviales nos redimen de tanta trascendencia. ¡Que no hubiesen dado Prometeo, Atlas, Tántalo y todos aquellos grandes metafísicos de antaño por poder disfrutar gratuitamente de la trivialidad."

    Luis, ¿es Delibes quien describe a uno de sus personajes mascando la nada?

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  4. La verdad es que no lo se, Luri.
    Con respecto a lo trivial creo que se requiere un esfuerzo para encontrarlo, para percibirlo, aislarlo del contexto, Y es cierto, algunas trivialidades resultan sospechosamente trascendentales cuando se convierten en historia.

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