jueves, febrero 08, 2007

La fortuna va guiando nuestros pasos...

Sobre una fruslería me dice Ana "podía haberme dado cuenta antes" y se recrimina que las cosas vayan a ser de otra manera a como, ella entiende que deberían haber sido, se se hubiera dado cuenta antes acerca de algo. A mi me viene a la boca la respuesta que siempre tengo por buena: "las cosas suceden siempre cuando deben de suceder", pero ella sigue quejándose de si misma. Es fácil recriminarnos que las cosas podían ser mejores de haberlo sido nosotros también, pero la pregunta es ¿en que? Se diría que en estar atentos, pero la casualidad forma parte de la vida.
Tenemos dos enfoques para la casualidad: o no estamos atentos o la celebramos. Debemos ser sinceros: la casualidad está llena de nosotros mismos, alimentada de nuestra pasión y vanidad o desolación y soledad. La casualidad es una quiebra en una línea, nada más, desapasionada, ajena, que hay que aprovechar, si es que se reconoce.
Fué así como conocí a Ana hace veintisieta años, por casualidad: yo había quedado con otra mujer que no se presentó a la cita y en la espera vana, trabé conversación con una desconocida que había quedado con un grupo de amigos que a su vez llegaron tarde. Me plantaron, me dejaron esperando alimentando una sensación absurda de ridículo de la que era yo el único espectador. Detuve el tiempo y la acción; de haber estado más atento al plantón, me hubiera ido furioso en cuanto el retraso se mostró considerable, pero no lo hice porque me sentía solo y no me apetecía volver al apartamento solitario de una ciudad desconocida en la que vivía hacía pocos meses; probablemente me debí sentir humillado. La casualidad, cuando surje, somos nosotros mismos, no nos puede ser ajena. El lugar de la cita estaba lleno y tras esperar de pie me acerqué a una mesa ocupada por una mujer sola y le pregunté si le importaba que me sentara allí: tal vez el tiempo volvería en mi ayuda; en vez de moverme hacia mi casa me moví hacia una mesa ocupada con la vaga esperanza de que el reloj diera marcha hacia atrás y apareciera quien, dos días después se disculpaba conmigo por teléfono: ya era tarde. Su hija había enfermado y no me pudo localizar: ya era tarde.
Así conocí a Ana; la suya siendo la misma fué una casualidad diferente, porque era la suya afectando a su vida. Así nos conocimos: es el destino, me dice una amiga que cree que todo es cosa del destino, todo lo bueno porque lo malo son desgracias. Yo creo que es la fortuna y recuerdo al clásico: "la fortuna va guiando nuestros pasos mejor de lo que pudiéramos desear". Una casualidad está formada por múltiples casualidades que se engarzan como piezas de relojería para dar una oportunidad al sentido de la existencia, una cita fallida, un hombre que se rebela a la soledad, todas las mesas repletas menos una en la que espera una mujer sola, un grupo de amigos que llegan tarde...
El hombre (es decir, el hombre y la mujer, pero resumo mejor así), es su vida y sus acciones hasta llegar a su muerte, que es el final de la vida sin mayores trascendencias. El hombre es al fin su existencia, o eso creo por lo menos desde hace muchos años, y no he conseguido mudar de certidumbre. Lo escribe la Arendt en un artículo que se titula "El existencialismo francés" y en el que ella describe como entiende aquel movimiento bohemio, de hoteles y cafés en el que Camus alcanzó a declarar que él no era existencialista. Tanta existencia tienes como haces, se podría resumir en un refrán castizo y a más de uno eso le alarmaría; así pues, ¿soy yo el culpable? Hay quien busca la culpa en cada cosa que emprende, en cada pensamiento que proyecta, en cada acción que emprende. No hace falta ser religioso para ser culpable, aunque ayuda; basta con ser timorato y eso no es un pecado (en sentido coloquial) o una carga que deba demoler toda la confianza en uno mismo. El Yo que presume de tener existencia es la existencia misma en capítulos, intitulada, en blanco, sin otra definición que para cada cual "mi vida".
Nadie sale a la casualidad de manera cotidiana, esperando a ver como la fortuna le visita o le alcanza la desgracia. Se sale confiado a la vida de cada día, a la función de uno en su instalación vital, al acomodo normal del cartero, el oficinista, el ejecutivo, el ama de casa, el amante infiel o el despechado fiel; se sale a tomar de la vida la porción que corresponde a la hora en que se deben hacer las cosas, y la medida del tiempo, el tic tac de los relojes (incluso de los que no tienen sonido) es el que rige la casualidad porque a fin de cuentas se puede llegar tarde o temprano y encontrar que la vida da un vuelco. Si se llega a la hora, generalmente, es la función la que, determinada de antemano, establece con rigor el mecanismo normal de cada día en el que no cabe lanzarse a la aventura.
...pero a veces la fortuna parece que nos equivoca.
El tiempo es una irrealidad pero el reloj lo convierte en presencia. Este que ante mi se sienta, con una copa de brandy de Jerez en la mano, desgrana su desventura, recordada. No es que no sea feliz, no es que no haya sido feliz, sino que lo ha sido, según piensa a destiempo. Me dice: si me hubiera dado cuenta de que esa mujer me miraba yo la hubiera mirado aún más de lo que hacía y probablemente (el probablemente es indicativo de timorato) hubiera surgido una historia. Una historia ¿de qué? Mi amigo no sabe responder; le vence el miedo a mostrar el desasosiego que solo pensar en ello le produce: le gustaba esa mujer, la encontraba con la carne del deseo justo, con cierta delectación en el pensamiento, algo así como imágenes. Ella le estuvo mirando durante toda una hora desde la mesa del cafetín en que ambos estaban, en mesas separadas. No pudo acercarse y luego todo eran excusas que me contaba a mi. Estaba con amigas, me decía, y me miraba; y yo estaba solo, con el periódico en las manos, sin leer, mirándola, primero a hurtadillas y finalmente a los ojos, con fijeza. Fué la primera vez en que miró a una mujer a los ojos embebidos de ella. De entre los titulares del periódico broto el deseo copmo nunca había sentido, no el mecánico deseo de cada día, de la condición, sino uno nuevo que tenía su nombre y su rostro, de la mujer de la mesa de al lado. Repentinamente descubrió que no sabía seguir a la intuición con la acción. ¿Que habrá pensado de mi?, terminó su explicación. ¿Que habrá hecho sin él, me preguntaba yo? ¿Le recordará? Lo que no recordamos también ha sucedido.
Debía él, mi amigo, haberse dado cuenta antes, en el momento preciso, cuando las miradas formaban parte del presente. El suceso había sido treinta años años antes, cuando era todavía joven y nunca lo pudo olvidar. Absurdamente, nunca se lo explicó a la que años después fué su mujer. Porque aquella otra era, me dijo, la mujer de mi vida. Nunca sintió por su mujer y por sus posibles aventuras el mismo deseo, ascendiendo desde el pensamiento a la totalidad del cuerpo: podía pensar que la abrazaba, me dijo, y notar el roce en la totalidad de mi cuerpo desnudo.
La mujer de tu vida o el desengaño de la misma, le contesté yo. Estaba seguro de era lo primero. Pero quien no da un paso adelante no se mueve de donde está. Hay un momento en el presente en que nada ha sucedido y todo está por suceder.; y se disuelve en el aire lo que podría ser por otro acto que es, fuera del deseo, de la posibilidad, de la intuición: hay quien lo llama volver a la realidad.
Así que se debe aceptar que tanto como la existencia carga con las casualidades, con los actos confusos de quien no se decide, con los actos que hubiera debido ser y no han sido, el sentido de aquella deja de ser exacto: somos por casualidad lo que somos entre nacer y morir. Hartos de volver a la realidad se queda uno paralizado tras los cristales de la ventana viendo la vida de los otros o las series de la televisión. La verdad es que no caben reproches, las sosas son como son y suceden cuando deben suceder.
"Si me hubiera dado cuenta antes..." me dice Ana, y le pregunto sin darle importancia. ¿Y qué? ¿Que hubiera sucedido? No estaría tan furiosa como está me dice y en eso, ciertamente, lleva la razón. Es mejor darse cuenta en el momento que arrastrar la indecisión durante treinta años.

4 comentarios:

  1. Hay una relación caprichosa entre nuestros actos y sus consecuencias. A los primeros los cargan nuestras intenciones (a veces magníficas, otras claramente perversas), a las segundas no se sabe muy bien qué, pero en todo caso acabamos apropiándonos, aunque no seamos completamente responsables, de las consecuencias no previstas de las acciones que hemos promovido. Porque forman parte inevitable de nuestra biografía. Y es sano (aunque no sea lógicamente coherente) llevarse bien con el propio pasado.

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  2. Claro que si, Luri. Y es curioso como hacemos coincidir intenciones con resultados, entendiendo que somos los autores orgullosos de nuestra biografía, cuando la casualidad es potencialmente muy responsable.
    Es muy bueno llevarse bien con el pasado, de hecho estoy de acuerdo con todo tu comentario, pero es higiénico aceptar que el azar es también buen consejero.

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  3. Yo me siento tan afortunada porque te leo, porque llegaste, porque hay un cariño más allá del teclado, por muchos porqués....

    Leo tus textos anteriores, pero deveras, uno tiene que detenerse en cada párrafo y me gusta.

    Abrazos a Ana y por supuesto mi derroche por Goyerri.

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  4. Clarice, paso tus saludos a Ana y Goyerri y agradezco tu lectura. Estas ternuras son cosa de la amistad y tanto se agradecen...

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