
Una carretera puede conducir a ninguna parte porque los lugares que la carretera une no tienen interés para el viajero. Juan Ramón Jimenez tenía una cuarteta muy chiquita que decía:
"Camino que no es camino
de más está que se emprenda,
porque más nos descarría
cuanto más lejos nos lleva"
La cita Martín Recuerda en una obrita de teatro que le vi estrenar hace muchos años en Barcelona y cuyo título era "Como las secas cañas del camino". A mi, la poesía de Juan Ramón - a los poetas queda bien llamarles por el nombre obviando el apellido- no me dice nada, pero esta coplilla si me gustó, tanto que me la aprendí de memoria con solamente oírla una vez. Como la obrita de teatro tampoco me decía nada, dediqué parte del segundo acto a memorizar los cuatro versos, no se me fueran a olvidar.
Los libros y los caminos tienen algo en común: un destino al final al que a veces se llega y a veces no. Muchas veces, realmente muchas a lo largo de mi vida, he empezado un libro que no he podido acabar, del que no he podido entrar más allá de cinco o diez páginas, no hace falta más para que se produzca el desencuentro y ahí mismo el desenlace: se cierra el libro y se almacena en un estante. No hay que preocuparse, algunos, la verdad es pocos, pero si algunos, se vuelven a abrir al cabo de los años y descubre el lector que ahora si, que ahora el libro se ofrece palabra tras palabra, e incluso se hace corto: estaba esperando. Hay amistades que están anunciadas y cuando se producen uno no lamenta haberlas dejado para más tarde.
Con los caminos igual. En el bosque, muchas veces te encuentras caminando por una trocha y sabes que por ahí no es, en algún lugar torciste por otro sendero y dejaste el que era; te lo dicen algunas cosas que no son materiales, ni siquiera identificadores absolutos: la dirección de los pasos, la pendiente, el tiempo que llevas caminando, un pálpito de "por aquí no es"; hay en el bosque un agravante y es que los caminos no se pueden dejar de golpe como las páginas de un libro y lo normal es que siempre se tienda a llegar a la siguiente curva, en una serie larga de nuevas oportunidades, o hasta la parte alta de esta rampa. Los claros entre árboles, en esas circunstancias, abundan menos de lo que sería de desear y uno está obligado a dar la vuelta sin saber por donde está andando.
Pasa así en la vida cuando la vocación y la voluntad o no son determinantes, o no coinciden. Un libro o un camino o un amor, ¿cómo saber si deberías seguir hasta que el horizonte aclarara la decisión avalando el futuro? Resulta en el amor, en cualquier relación diría yo, que no queda más remedio que empezar y a veces no hacerlo ya es una manera de tomar la decisión. En mi juventud ya lejana, me quedé muchas veces cortado por la timidez para iniciar la historia del amor de mi vida, que son los que no suelen durar más allá de lo que la pasión sobrevive. Los jóvenes como yo éramos tímidos en tiempos de timidez, así que perdimos muchas oportunidades de ser terriblemente felices y otras muchas de ser espantosamente desgraciados. Al amor de mi vida de mis catorce años no le dirigí la palabra más allá de tres o cuatro veces, y siempre tartamudeando, creo yo. Ahora, cuando leo Ovidio, no puedo dejar de pensar en ella, porque me tomaban el pelo mis compañeros con el apellido de ella y el nombre completo del poeta, que combinando las iniciales daban lo mismo. Por las páginas de las Metamorfosis o del Arte de Amar, para mi admirable, discurre una chiquita rubia, con una trenza sobre el hombro derecho, caída por delante, y otra por detrás por el lado izquierdo: rubia; con una blusa azul de topitos blancos. Naturalmente llevaba calcetines. Sobre el labio superior tenía una peca adorable.
Un buen amigo, abogado y pesimista, lo que en su conjunto no es una mezcla recomendable, me contaba siempre como en su casa podían haber sido terriblemente ricos si su madre se hubiera casado con un pretendiente anterior, que era banquero y con el tiempo llegó a estar en los periódicos aunque nunca visitó una cárcel. Mi amigo olvida que ese camino que su madre no tomó, de haberlo hecho, hubiera conducido a otros espermatozoides y otros individuos, "Tonterías, me dice él, lo que importa es la oportunidad que perdió mi madre". Y aclaraba a continuación que la buena mujer lo hizo por amor. Naturalmente, ¿porque si no se va a despreciar una fortuna? Ahora estaríamos, improvisa él, y vuelvo a corregirle, tú no, tal vez otro... Que no, que no, que más da, ahora tendríamos... Creo que con esa historia a cuestas se comprende su pesimismo.
Toda la vida, pienso, es indecisa o es una suma de indecisiones que por obligación dinámica acaban trazando una dirección, generalmente con meandros. Conozco a poca gente que se tira a la piscina decididamente, nada más llegar, en un acto premeditado. Generalmente uno se detiene en el borde y deja correr unos segundos hasta que de improviso salta, es mejor que lo haga con estilo, pero siempre de improviso sorprendiéndose a si mismo. Lo escribo porque lo he preguntado; se salta en el momento justo en que no hay más remedio. Supongo que en la vida es lo mismo y el chapuzón sorprende; hay un momento, cuando el cuerpo toca el agua en que se percibe el frío como algo desagradable, es solamente un momento, hasta que el cuerpo se acostumbra, pero ese momento es el de la verdad.
En Otto i mezzo, la obra maestro de Federico Fellini, en la secuencia final en la que los participantes en el final inician una danza en círculo en una pista de circo levantada en medio de una playa, al anochecer, mientras suena la música de Rotta, Guido, el personaje que durante toda la película no encuentra la inspiración para dirigir su próximo filme, coge a su mujer por la mano y la introduce en el baile diciéndole: "La vida es una fiesta, Luisa. Vivámosla juntos". Su matrimonio en crisis deberá sobrevivir al baile alrededor de una pista vacía de arena, como una muestra del espectáculo inexistente, del show vacío, de la resignación si se quiere, tratando de construir de nuevo. Esa danza me lleva a mi a recordar la danza de la muerte de Bergman en El Séptimo Sello: ¿no bailamos la muerte siempre en círculo como continuación del baile de la vida?
Libros que no se leen, caminos que no se siguen, amores que no se emprenden, el baile de la resignación; al final de este post no veo desolación alguna sino un cúmulo de casualidades. ¿Cómo se puede estar orgulloso de uno mismo si en el fondo casi todo es cosa del azar? Ayer, sin ir más lejos, me adentré en el bosque en busca de un refugio señalado en el mapa y no pude encontrarlo. En algún lugar del pinar debí errar el camino, pero pienso que nada de ello importa: el refugio seguirá donde estaba y yo sigo donde estoy. Tal vez algún día, coja un libro abandonado hace años y lo encuentre. Eso me pasó con Thoreau.