lunes, noviembre 06, 2006

Encuentros




Cuando llegamos ayer a la casa del Cabo la tarde estaba gris. húmeda pero no fría. Viajábamos hacia el este de manera que al llegar a destino la hora de oscurecer de nuestro reloj en el prado todavía no había llegado y aquí ya nos acercábamos a ese momento del día en que el Corán llama a iniciar el Ramadán, que es cuando no se puede distinguir un hilo blanco de un hilo negro. La imagen de la falta de imagen siempre me ha parecido sugerente.
Temíamos lluvia, pero no ha sido así; no hay parte meterológico que coincida, ni siquiera en eso que llaman probabilidades de lluvia: fuera la que fuera seguimos sin ella. Desde la terraza veíamos un barco enfilando el puerto a las últimas luces del atardecer y el sonido del domingo era, exactamente el silencio, la ausencia de sonidos significantes. También durante las cuatro horas y cuarto de viaje la carretera permanecía prácticamente vacía en el sentido hacia el mar, que es lo bueno que tiene viajar en domingo a contra corriente. Todo sucedió de tal manera que nos fuimos sumergiendo en un mundo sin gente, o sin apenas gente. Bajamos al acantilado y en el paseo que lo bordea, un estrecho paseo que han hecho aprovechando el camino tradicional de uso de los carabineros, Goyerri volvió al mar; cuando eso sucede su nariz aletea, se pone rígido y tenso de manera que parece a punto de romperse, le tiemblan las patitas y sus orejas, caídas a ambos lados de la cara porque nos negamos a recortárselas como se hace con los perros de su raza, pugnan por levantarse como antenas aunque el peso es seguramente demasiado y quedan como están, pero temblorosas.
En los bancos algunas personas sentadas de cara al mar, al sur, a África, que es la dirección de esta parte de la bahía en su curva muy abierta. Corretean perros de ellos olisqueándose, despreciándose al cabo de un corto husmear, deambulando sin ton ni son, o por lo menos con el ton y son suyo. Una pareja que llevan a su alrededor un perrillo, un medio caniche medio otra cosa, que se para a reconocer su género en Goyerri se detienen junto al banco. El más joven nos explica que no es caniche Curro, pero que lo parece, y el mayor, con aspecto de marinero rudo, cabello cortado al cero, fornidos bíceps y tatuaje en el antebrazo nos pregunta si ha pasado algo: ¿donde? le preguntamos y él señala hacia el Paseo más arriba; por allí nos dice vagamente, es que he visto gente o algo así. Pues no, so sabemos. Bueno, dice, seguramente no ha pasado nada.
Nos quedamos solos viendo como anochece.




Por la mañana, hacia las doce y media hemos bajado a la playa y por primera vez en mi vida, estoy seguro de ello, nos hemos encontrado de nuevo con el mundo semi desierto que habitamos desde ayer: en todo el vasto espacio de varios kilómetros, puntos diminutos significan personas que vienen hacia nosotros o se alejan hasta no ser nada. Algún perro alrededor de ellos. En compañía, solamente Ana y yo, y Goyerri en el culmen de la excitación, corre hasta donde rompen las olas y empieza la apasionante aventurar de entrar y salir unos pasos del líquido, a mirarme para que corra con él, a hacerme correr hasta agotarme separándonos de Ana y volviendo a ella. Nos comunicamos muy bien, él me mira y yo se que quiere algo y entonces arranca a correr, sin velocidad primero para que yo arranque a mi vez, luego va acelerando, mantiene siempre una cadencia controlada para no dejarme atrás porque eso podría hacer que yo desistiera de la carrera. Soy un velocista estupendo, siempre lo he sido, y a traición pongo la directa y le sobrepaso, lo dejo atrás; entonces él acelera el tranco y me alcanza, pero ahora se le ve en la boca abierta la señal del esfuerzo, como en la mía. Cuando paro me inclino, toso, pierdo los pulmones, necesito aire, y él, junto a mi me mira y respira agitado. Ana llega desde lejos con su paso cansino de los días de cada día.
Volvemos y nos encontramos al General. Era camarero en un chiringuito de arroces en la playa que dio en llamarme coronel cada vez que íbamos a comer al mediodía, sobre todo en invierno. Nos dejaban llevar a Goyerri y comíamos fuera, en diciembre a diecinueve o veinte grados de temperatura, bajo un sol agradable, degustábamos un arroz con un vino rosado frío en jarra de barro. Este camarero se alegraba de vernos cuando llegábamos, jugueteaba con Goyerri y se empeñó en llamarme coronel, no se porqué ni se lo pregunté, pero yo pasé a considerarle mi superior en las lides del arroz marinero y de la paella y le gradué general. Así nos llevábamos bien cada vez que nos veíamos: éramos el coronel, la señora y el pequeño este. Derribaron el chiringuito para remodelar el paseo de manera espectacular y hoy, al volver hacia casa después de los baños de mar y las carreras, lo hemos encontrados ocupando uno de los nuevos bancos de madera, sentado junto a una figura de bronce que representa con realismo acertado a una muchacha leyendo un libro, sentada en el mismo banco. "Hombre, mi coronel, cuanto tiempo sin vernos". A esas alturas Goyerri ya estaba encima del banco aullando de placer (es así, no es exageración: aullando de placer). "Hola, mi general, le digo. Ya no hay chiringuito". "Ni trabajo" y abre los brazos señalando el espacio vacío de playa que ocupaba el establecimiento. "Me han pasado a la reserva, ya ve". "¿Y que va a hacer?" preguntamos. Se ríe y me doy cuenta de que es más joven de lo que creía. lo que pasa es que un enorme mostacho sobre el labio superior le presta un aspecto de madurez que no alcanza los cincuenta años. "Estar sentado, leer el periódico, esperar. ¿No tendrá un trabajo para mi?" No, le digo, ya sabe que no vivo aquí y además no -me da un poco de vergüenza decir que estoy jubilado, no se porqué- no tengo ocupación. "Pues nada, me dice, a no apurarse. Chapuzas salen, pero a veces vale la pena y apenas es mejor no enrolarse. En primevera volveremos a las mesas" Nos despedimos: adiós mi coronel, adiós mi general y oímos marchando su voz que ría: en la reserva, de momento en la reserva y sin paga.
En el jardín del edificio donde vivimos Gabriel está trabajando ajustando una terminaciones eléctricas en una de las, luces que rodean la piscina. Un vecino al que no conocemos personalmente, pero si hemos visto alguna vez le mira a cuatro o cinco pasos de distancia. Hombre Gabriel, le decimos, ¿que tal? Es joven y agradable y le consideramos trabajador por lo que le vemos hacer. Baja de la escalera y viene a darnos la mano, se muestra alegre. "Me he casado, volví ayer del viaje" ¿Nos alegramos? La verdad es que da igual que Gabriel se case o no, como da igual que el general tenga o no trabajo, pero le damos la enhorabuena cordialmente. Le dejamos en lo suyo y al retirarnos el vecino nos acompaña un par de pasos detrás. Dentro del portal se decide: "Han perdido el entusiasmo" nos dice. ¿Quien? le pregunto volviéndome a él. ¿Qué ha perdido? "El entusiasmo, se ha perdido el entusiasmo". Pero ¿quien, ¿Gabriel? "Si, Gabriel, todos, todo el mundo, la gente ha perdido el entusiasmo." Ya estamos en el ascensor. Goyerri no simpatiza con él, no mueve el muñón de rabo que tiene y se acurruca entre las piernas de Ana y la pared del fondo. ¿Porqué lo dice? El ascensor se para antes de llegar a nuestra planta y el hombre se apresta a salir. ¿Porque lo dice? le pregunto. "Solo con leer el periódico se ve, ya no hay entusiasmo para nada. Y ese chico, debe decirlo por Gabriel, también. No hace nada a derechas" Sale del ascensor, ni hola ni adiós.
Pienso que en este mundo de la playa, semi deshabitado queda muy poca gente e imagino que tal vez sea así porque debemos estar despoblando el planeta, o por lo menos este litoral, y solamente quedan, inservibles, dos homosexuales que pasean a Curro, el General pasado a la reserva, el conserje recién casado que nada hace a derechas y el notario del des entusiasmo. Ah, y nosotros tres. Bueno, resistiremos.


8 comentarios:

  1. Cuando la Mercedes, la amiga de mimadre, vio por primera ves el mar, en Fuenterrabía, no paraba de gritar, admirada por lo cerca que estaba el cielo, que se podía tocar con la mano.

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  2. Yo cuando me acerco al mar y vivo a sólo unos cuatro kilómetros siento lo mismo siempre: fuerza y sosiego. Lo que Necesito. Como aquí hoy, durante ese paseo... mirar tranquila. Y escuchar algún lejano rumor.

    Me gustan los espacios deshabitados. Y esa luz incierta donde todo se confunde un poco con aquello que no es.

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  3. Luri, Kassandra: la inmensidad del mar no era tan grande y trágica como la de la playa vacía del todo, o casi del todo (me he cruzado con 3 personas, dos mujeres y un hombre) en dos horas de paseo. Abducidos, he pensado yo, no seé por qué o por quien.

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  4. Maravillosa sensación me has hecho sentir.
    Envidia también.

    Apapachos a Goyerri, qué ganas de correr con èl.

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  5. Clarice: los pasos perdidos teb llevan a gente que son retazos, flashes. Dejarlos ir, pero tomarlos.

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  6. Le había entendido Luis pero quise comunicarle lo grato que fue para mí toda esa desolación. Porque yo soy muy solitaria, aunque me relaciono muy bien socialmente de un tiempo a esta parte. Pero agradezco esos silencios como el que me encontré inesperadamente aquí. Quizás por eso miré al mar y no al vacío. Quizás porque no puedo evitarlo.

    Le agradezco su comentario sobre la muerte. Me hizo reflexionar sobre algo que llevo sintiendo hace tiempo...

    Un beso.

    (yo soy a veces muy tardona para dar las gracias :))

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  7. Kasandra: yo también la había entendido, cuando escribe "me gustan los espacios deshabitados y la luz incierta...". Ayer, con las nubes la luz era lechosa y desvaida y se confundían las cosas. Parecía otro lugar y no el que estoy acostumbrado.

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  8. Entonces ya imaginese hoy a mí querido Luis... acaba de ponerme los dientes muy muy largos. Porque siento una nostalgia terrible dentro de mí, de algo que no sé bien qué es... y mi nostalgia se sentiría como mecida por esa luz. Estoy segura. Le dejo un beso y una sonrisa melancólica eso sí :')(

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