viernes, septiembre 01, 2006

Un alto en el camino (Cinco)


Hay un problema. Juan peregrino, Eliseo cerrada y Ulises están frente a las puertas de un convento a punto de entrar; dentro se han oído voces. El entorno está desierto, han avanzado mucho y se han separado del grueso de la gente. Juan peregrino ambiciona convertirse en el líder de esa masa sin voluntad y hace adeptos para su proyecto.
Cada hombre tiene su historia, es dueño de ella e hijo de ella; ser dueño de la historia de cada uno es poco relevante, porque poseer el pasado es poseer los recuerdos y los efectos. Como escribiera Dreyden no hay un díos capaz de rehacer el pasado; esa es la real, la absoluta impotencia de Dios, la imposibilidad de volver atrás y cambiar las causas, ya no los hechos sino las causas.
Eliseo cerrada es dueño de una vida que voluntariamente deja el autor en tonos grises, de indecisa factura. De Ulises sabemos todo lo que la imaginación del cantor nos ofreció, además de un enorme imaginario que pasa por la imagen viril y simpática de un Kirk Douglas en plenas facultades. Juan Peregrino es la incógnita, porque le resulta al autor de estas líneas muy incómodo. Durante las últimas veinticuatro horas ha convivido con él, separado del grupo de caminantes, paseando su enorme corpulencia por el piso del Cabo, sentándose frente a la ventana desde la que escribo y desde la que se vislumbra al fondo la sierra de Aitana, y esos montes de alicante que parecen la antesala del desierto. Enormes rascacielos en la distancia hablan de un desarrollismo levantino en el que imperó, como aporte surrealista para el capitalismo, una estética socialista de enormes masas de apartamentos, una junto a la otra, alzándose al cielo. Cuando el autor, mirando a lo lejos, las ve, se da cuenta de que esta viendo los hogares, ordenados detrás de sus balcones y terrazas, de miles de familias y si su narración fuera cierta o tuviera atisbos de convertirse en real, estaráin ahora vacíos, mostrando en su interior las desverguenzas familiares, desconchados en ropas y paredes, mugres alineadas en cables de electricidad y detrás de lavadoras, olor a rancio de fritangas veraniegas y botellas y latas vacías de cerveza y colas o zumos, habitando los cubos de basura.
Juan Peregrino tiene una queja y se la expone al autor. Rebuye en la butaca que ocupa plenamente y dice que no tiene historia, que no le he dado la oportunidad de explicarse, cuando en la versión escrita hace ya treinta años, si tenía su historia. Además, dice, era joven y delgado, febril, comido por la intransigencia y ascético si se quiere. Juan Peregrino era el permanente viajero a Jerusalén, el hombre habitante de las ciudades santas, el buscador de la gracia permanente, aquel que redime sus pecados y los de los demás. Volcaba en su ansiosa humanidad una gran intolerancia ante la cobardía, la obscenidad, la ambición y la alegría. Juan Peregrino Primero no amaba la vida. Le digo que ha cambiado por los tiempos, ha engordado y ha resuelto aspirar a un trozo de poder que puede imaginar, pero que no sabe si alcanzara. No es el mismo aunque en el principio la historia si lo es: "Cuéntala, me dice, a mi me gustaba. Has contado las de Eliseo Cerrada y la de Ulises, ¿porque no haces lo mismo con la mía?" Tiene razón, pero es que también su historia me parece superflúa, la verdad es que toda la historia que estoy escribiendo me lo parece, pero me lo he propuesto y no puedo sino esperar que los personajes me ayuden.
"¿Que quieres que cuente? le digo. ¿Que durante la guerra civil huiste de los dos bandos en una tierra de nadie que no conocías? De acuerdo, te iban a fusilar, estabas delante de un árbol y era de noche. Te habían dado dos o tres culatazos y te insultaban. Estabas entre otros y cuando sonanron los disparos cerraste los ojos; habías estado llorando, eso no lo dije la otra vez, pero habías estado llorando; tenías edad para llorar, en cualquier caso. Sonó la muerte y te sentiste ridículo porque cayeron todos menos tú. Ni una sola bala te alcanzó y te quedaste, para sorpresa de todo el pelotón de pie, delante de un árbol, en la noche, iluminada por los faros del camión: ¡Sorpreesa! se suele decir. Para ti y para ellos. Esperaban a que cayeras, estaban seguros de que ibas a hacerlo pero tú sabías que no te había alcanzado ni una sola bala. Había sido cosa del Detente Bala que te puso la abuela en el cuello cuando saliste para pegar tiros, sin duda. Un impulso, un salto, salir de la luz de los faros del camión, correr por el campo, uno, dos zigzags y de repente el suelo que no está y una caida, las manos por delante, atadas por las muñecas. vueltas y vueltas, choques en todo el cuerpo con piedras, matojos, espinos, y detrás unas voces, alcanzaste a oir: "este tío se mata, vaya caída" El barranco era largo, empinado, un roquedal puro abocado a un cauce seco: ahí te quedaste sin sentido hasta la mañana, cuando al abrir los ojos te quemó el sol y la realidad. Te habían fusilado y habías huído de tu destino. Sentado entre las piedras, frotando la cuerda de esparto contra una arista, ibas repasando tu cuerpo sabedor de que no se había roto nada auqnue todo era una magulladura.
"¿Me dolía tanto?" me preguntas. Tremendamente, todo tú eras un solo dolor, sin anatomía que valga. Lloraste y lloraste por el desconsuelo. ¿Cuantos años tenías? Me miras interrogadoramente y te contesto: tenías diecisieta años, ¿quien te manda meterte en ese lío? ¿Para que ibas a coger un fusil? ¿Tantas ganas de matar tenías? A las primeras de cambio, sin disparar una bala, eras carne de paredón. Pero faltaba lo peor, o lo mejor para la historia. Te tocaste el cuello y se había caído el Detente Bala de la abuela; no podías salir de allí sin él y miraste a lo alto. El barranco era tremendo, un roquedal de polvo y tierra con aristas sobresaliendo, una ladera empinada por la que habías caído rodando; te levantaste como buenamente pudo tu cuerpo responder y subiste en busca del trocito de tela: y lo encontraste. Sabías que le debías la vida. Las cosas dejan de ser superstición cuando funcionan, eso es de cajón, no hace falta filosofar para saberlo. Estaba allí, a media ladera y lo recuperaste. Con cuanto júbilo arrancaste a andar por el cauce seco del arroyo; y por él andaste dos días, sin agua ni comida, pero jubiloso, hasta que de manera natural saliste a la carretera y oiste el "¿quien va?" sin saber donde estaba. "Gente de bien" dijiste y sonó la risa al otro lado de la tapia, el emboscado se reía y al tiempo el clic clac del cerrojo en el mauser 7,92, ya se sabe, una bala de casi ocho milímetros de diámetro que puede atravesarte de lado a lado, disparada allí mismo, a menos de cinco metros con ese fúsil que triene un alcance efectivo de dos mil. "Si, gente de bien, pero de ¿donde?" Risas. En medio de la carretera tenías que improvisar una respuesta. Tus ropas desgarradas nada militares, los pies descalzos por haber perdido las alpargatas, no eras nadie identificable, no eras casi nadie, eras el cincuenta por ciento de la vida y el cincuenta por ciento de la muerte, y entonces contestaste dejándote llevar por la intuición y erraste: no eran los tuyos, entendiendo por tuyos a los que te habían de dejar vivir al oir tu respuesta. Otra vez oiste los disparos y los silbidos en el aire, a tu alrededor, de las balas: debían ser varios y alcanzaste a oir, de entre ellos, una risa: "pues la has cagado, chaval" y eso fué todo, porque de nuevo te quedaste quieto, de pié en medio de la carretera, intocado, salvado por el Detente Bala, no cabía duda. El silencio del aire flotaba como un eco y la voz que había hablado dijo "Joder" y eso fué de momento todo, hasta que volvió a sonar sin mostrarse: "no te muevas, chaval, que te tenemos" pero no sabías para que te tenían, y temblabas allí de pie, seguro de que la suerte se acaba y de que estabas muerto, así que volviste a llorar, recuerda que no eras un hombre todavía. Pero la voz había reconocido el milagro en el hecho: "chaval, te has salvado de puro milagro, no seré yo quien tuerza tu fortuna, vete cagando leches" y diste la vuelta y echaste a correr. No podías parar de llorar, no podías dejar de emitir sollozos, te salía el grito con la misma respiración y te dolían los pies sobre el piso caliente de la carretera.
"Pero no pasé miedo" me has dicho. No, no lo pasaste; hay momentos en que el miedo es superfluo y el terror ni se nota. "¿Y ahora? me has vuelto a preguntar. Para llegar a ahora hay que caminar años y años por una vida a la que marcaron tus dos fusilamientos. Llevas todavía el Detente Bala de tu abuela colgado de una cinta en el cuello. Tu abuela murió sin que volvieras a verla, y tus padres también y tampoco. No sabías si creías en Dios pero creías en ese pedacito de tela que llevaba una imagen de santo, que ya ha desaparecido por el sudor, y una frase que no se puede leer: "Por mi fe en el Sagrado Cirazón, detente bala". Solamente tienes fe en ese amigo de tela, de tres centímetros por dos. Cuando has amado a una mujer no te lo has sacado y dejado encima de la mesilla de noche sino que el sudor de tu cuerpo y su cuerpo ha sido absorvido por la fe en el Sagrado Corazón. Día tras día, esa cosa inanimada primero ha adquirido vida y has llegado a hablarle. Has estado en todas las partes en que podías encontrar a Dios, las Jerusalenes del siglo XX, porque eras consciente de que esa reliquia en tu cuello era un trozo de Dios y querías llevárselo a él, tú que sin duda había sido tocado por su dedo protector. Pero cada vez que llegabas a un lugar él se había ido. Perseguir a Dios por la geografís es fatigoso y desespera. "¿Y ahora?" Ahora tienes una oportunidad que yo te brindo, tienes que hacerlo bien, en este relato a ti te toca encontrar a Dios y volver las cosas a su sitio. "¿Es posible?" "No lo sé, no se me ha iocurrido todavía, pero tu misión es esa" Parece que va a irse y le retengo un momento más: "Y ese estúpido discurso sobre el poder, eso no tiene que ver contigo. Anda y corrígelo"
Se ha marchado. Por un momento he estado tentado de pedirle que me enseñe el Detente Bala, pero no lo he hecho porque en realidad yo se lo he puesto ahí al tiempo que escribía estas líneas.

Continuará.

5 comentarios:

  1. No creas que me resulta fácil leeerte en silencio. Tus testos son para mí una provocación. Cosa que te agradezco. Pero en este caso voy a intentar moderme la lengua para disfrutar más.

    ResponderEliminar
  2. Vamos a agradecernos mutuamente lectura y presencia.

    ResponderEliminar
  3. Vuelvo a leer: "Tus testos son para mí una provocación". Aclaro: no me refiero a nada relacionado ni con testar ni con testes. Más bien me refería a tus textículos, entendámonos. Pero la "x" se me ha distorsionado un poco.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  4. Así lo he entendido y no he parado mientes en mi anatomía o proyecciones de la misma. Y añado y viene a cuento aquello que se le atribuía a Franco pero que no era de él (resultaba imposible), cuando se cita que un hombre es dueño de sus silencios y esclalvo de sus palabras. Desgraciadamente yo he escogido la esclavitud.
    te devuelvo el abrazo reforzado.

    ResponderEliminar