miércoles, agosto 30, 2006

Otra versión de la navegación de Ulises (Cuatro)

Si Juan Peregrino era capaz de oir los pensamientos de los demás, el hombre que surgió de los restos de los naufragios bajo el agua que era ahora de transparencia cristalina y por lo que se veía reparadora de desgracias antiguas, capaz de devolver la vida a los que se habían ahogado y aún de dotarles de conocimiento de las cosas presentes y de sus maneras de ser y hablar, tenía don de gentes, simpatía natural y una capacidad para hablar de sí mismo digna de envidia para cualquier tímido. Como bien había dicho el Peregrino, se llamaba Ulises y dió por descontado que todo el mundo debería conocerlo, cuando menos al verlo surgir de las aguas, prácticamente desnudo, con la piel atezada por el mucho sol sufrido, escasos cabellos en sienes, barba corta y enredada en restos de algas y otras materias marinas de aspecto indescifrable. Saludó a Eliseo Cerrada con un abrazo en el que cabía adivinar el agradecimiento por la ayuda dada para subir al paseo además de un cierto expansionismo afectuoso, pero a Juan Peregrino le alargó la mano respetuosamente; claro está que este último era doble de alto y ancho que el naúfrago y que sus ropas oscuras y flotantes le conferían aún un mayor volumen; tal vez vió en él, de manera natural, al señor al que seguir en esta nueva singladura, ahora seca. Sin perder ningún tiempo más que el justo para las presentaciones, siguieron el camino hacia el norte.
Ulises les preguntó si le conocían y si ese conocimiento, que daba por seguro, pues no esperó la respuesta, venía de haber leído o haber oido cantar las palabras de Homero, o si por el contrario tenían una historia más adecuada a la realidad de lo que le había pasado durante los años de navegación. De Homero, le dijeron. Del poeta ciego dijo que mejor hubiera sido dedicarse a otra profesión que cuidara en no deformar la realidad, más discreta si cabe; no siendo diestro en poesía, sí creía que no se debía inventar acerca de sucedidos para al fin acabar confundiendo incluso al actor de los hechos. Él, por ejemplo, que había oído la historia de Homero, no era capaz de reconocerse en ella más que en pocos detalles que eran los identitarios: sí había sido padre de Telémaco, ciertamente había estado en Troya y reinó en su isla de Itaca; nunca inventó un caballo de madera capaz de esconder a hombres que abrieran las puertas de la ciudad sitiada; sí fué esposo de Penélope y vovió junto a ella aunque con otro desenlace; nunca vió a Polifemo ni a un solo cíclope y sí había conocido a hermosas mujeres en su viaje de retorno, pero ninguna diosa o cosa similar. En un alto en sus viajes, cerca de la isla de Sicilia, oyó por vez primera la Odisea narrada por un mal cantor en un círculo alrededor de una hoguera en el mercado de Siracusa, y tardó en darse cuenta de que se refería a él; estaba arrobado escuchando las aventuras de aquel héroe y poco a poco, con la lentitud en que una idea se ceba en el pensamiento y le obliga a reparar en ella, alcanzó a ver que hablaban de él, pero era un él que era otro y por esa misma razón, cuanto más oía el Canto más perdía su ser real, su identidad. Solamente, les dijo, puede existir un hombre, o él o su fama; juntos si son diversos son realidades imposibles de convivir, así que se hundió en el anonimato de tal manera que aún cuando se presentara, vestido con el manto real, en cualquier isla o ciudad del mar, al pronunciar su nombre veían a otro. El poeta le había robado el yo más preciado y, reconoció, aprendió partes del Canto llevado por su hermosura y por la rica historia que narraban y recitaba esas partes como si fueran de otro la aventura. Le gustaba más el cantado que él mismo y acabó teniéndole por su héroe preferido. He aquí pues que un hombre hubo que se tuvo a si mismo, inventado, por modelo de arrojo y de virtudes, no siendo para nada el mismo ni de la misma manera.
Conoció a mujeres hermosas, pero ninguna Circe, ninguna Nausica, ningún canto le atrajo a las playas perdidas entre nieblas a las que si llegaba atraído por el olor de un carnero asado o de un estofado de carne y verduras. Gozó de mujeres de la misma manera que ellas gozaron de él, aquí era particularmente picante en sus explicaciones, pepro las perdió con el paso de los días, nunca demasiados. Sí, volvió a Itaca, pero viendo lo visto, volvió a embarcarse ansioso de recuperar la libertad que había estado a, punto de perder. Telémaco era un joven malcriado y derrochador, los pretendientes no existían, en su ausencia Penélope había enriquecido a su propia familia con los bienes de la casa de Ulises, tenía un amigo más amigo de lo necesario y conveniente y dejaba el mal gobierno a Telémaco, que se enfrentaba a un grupo de gentes descontentas que poco a poco ponían cerco a su casa y a su reino: de ese enfrentamiento, decía, habían salido tal vez los pretendientes, transformados por el poeta los justos agravios en injustas pretensiones. Alcanzó a ver a su esposa, vieja y sin algunos dientes, toda afeites. Se va la juventud y el tiempo se lleva el cariño; diez años son una muy larga ausencia y las riquezas sacadas de Troya, muy pocas por cierto, se habían perdido de mil maneras por las singladuras, día tras día. ¿A que quedarse? Algunas de las munjeres a las que había gozado eran más plenas, jugosas y risueñas que aquella dama estirada a la que vió en el pórtico de palacio, enarcadas las cejas, afilada la cara, peinada y coloreada por los afeites, como una estatua, menuda, disipada en si misma como decían los viejos, mirando al infinito con una dignidad inventada: los reyes, les dijo, acontece que toman posturas que no les corresponden a la mirada de los demás, pero si a la de ellos, y entonces resulta el ridículo; así fué con Penélope. Dió media vuelta, su reino se había perdido entre los sueños del retorno, hechos de salitre, sol, heridas de mar en la piel curtida. No derramó una sola lágrima, pero se llevó al barco mercante que estaba en el puerto los recuerdos de los viejos tiempos: nada malo había en recordar sus abrazos de amor con la antigüa esposa, o en ver de nuevo correr al pequeño muchacho por los pasillos; sí, ciertamente había existido de la felicidad y loco es el hombre que la rompe para irse a una aventura incierta, e incluso diría más, aunque fuera cierta. Algunos no habían vuelto, Aquiles, herido de mala manera, asaetado, nada del tobillo que no era invulnerable, sino asaetado como un acerico, gritando de espanto y de dolor al comprobar que los jóvenes mueren, él que tan insultantemente orgulloso estaba de sí mismo. Cuando le vió morir, indiferente Agamenón, comprendió que aquella guerra era un mal asunto: no morían los hombres de aventuras solamente, los sacados de los campos y puertos, los guerreros anónimos que sin cara ni nombre se jugaban la vida a los dados de la partida de otros señores más altos y encumbrados que ellos; morían los señores también, abatido su orgullo: Hector, ciertamente arrastrado por el carro de Aquiles en torno a las murallas, y Patroclo. En eso el poeta no había mentido, los muertos estaban todos con sus nombres. Suerte tuvieron los que volviendo encontraron de nuevo la vida como trabajo a hacer.
Le preguntaron por Helena: "Ah, si, dijo. Helena era muy guapa, pero no valía una guerra". Y guardó silencio unos segundos para sentenciar al cabo: "Penélope lo fué también, lo era cuando me fuí. También yo debía estar muy viejo y desgastado, porque nadie me conoció en Itaca, nadie. Y mejor así". Pocas preguntas quedaban por hacer: ¿Había estado en verdad en el Hades? No. ¿Y el arco, el prodigioso arco? Esa era, a su modo de decir, una de las mayores tonterías del poeta ciego: el arco se lo había llevado con él, ¿cómo iba a ir Ulises, rey de Itaca, a la guerra, sin llevarse su mejor arma? Perdido estaba en el fondo del mar, pero no lo sentía. Ahora pocas fuerzas le quedarían para armarlo. ¿Y contra quien? ¿Estaban en alguna guerra, acaso había que luchar? No se encontraba muy dispuesto a ello y solamente llevaba sus manos desnudas como armas. Juan Peregrino le tranquilizó, no había guerra que ganar pero si que hacer uso de mucha astucia.
En esta narración, Eliseo Cerrada se distraía a veces pensando en Laura Inexistente, nombre que le había puesto a aquella muchacha muerta en la Estación Central una noche a causa de un intercambio de disparos. Mientras Ulises hablaba y contestaba a las preguntas de Juan Peregrino, sin dejar de escuchar veía a la muchacha tendida en el suelo sucio de la estación. La mujer a la que había ido a esperar estaba ya a su lado; había pasado un buen susto, le dijo y a continuación le besó porque le amaba. Durante los muchos años transcurridos desde aquel instante, había hecho de Laura Innexistente un amor de dulce constancia. Nunca la olvidó, siempre le emocionó su recuerdo, y en aquella última mirada en que ambos se vieron guardó memoria de lo que podía haber sido. Como un talismán, guardó aquel enamoramiento junto al otro de cada día.
Habían llegado ya al final del camino, donde este se bifurcaba en dos, seguros de caminar en la dirección adecuada. Decía el Peregrino que necesitaban componer un grupo decidido para poder tomar el mando.
- El poder - les dijo - es el triunfo de la voluntad y solo lo obtiene aquel que sabe para que quiere usarlo. El poder transforma todo y es lícito cuando tiene una vocación. Quien persigue el poder debe hacerlo sabiendo que lo va a usar en persecución de un principio. Lo contrario es mentira, despotismo. Nosotros - seguía diciendo - emergemos en el momento del cambio comprendiendo una sola verdad: si es tiempo de expiación, y eso es lo que parece, es tiempo a su vez de triunfo. Toda acción emprendida debe ser asumida desde la búsqueda del triunfo, y este es alcanzar el poder, y alcanzar el poder es hacerse con la voluntad de los demás. El poder no lo tomaremos, nos lo darán.
En aquel cruce de caminos se alzaba un convento, de factura moderna, construído en piedra gris con tejado de pizarra. Puertas abiertas invitaban a pasar a un patio desierto en cuyo fondo se abría la puerta de la iglesia y a los lados distintas depoendnencias. Nadie parecía estar allí, parecía porque un ruido dentro de la nave sagrada les anunció la presencia de aquel que había de ser a partir de ya mismo, el Obispo Absalón.

2 comentarios:

  1. No sé qué me gusta más... si leer tus relatos cada día o todos juntos cuando llevo tiempo sin pasar por aquí. Seguiré haciendo las dos cosas. Recuerdos al mar salado.

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  2. Ana C. No te puedo ayudar en tu duda. A mi personalmente hay relaros que no me gusta releer.

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