martes, junio 27, 2006

Un jardín japonés


"No es cierto que marchemos hacia algo cada vez más grande y perfecto": esta frase de Jay Gould, paleóntologo en la Universidad de Harvard, que cita Eduardo Punset en su estupendo Cara a cara con la mente, la vida y el Universo, se relaciona facilmente con la afirmación de Ken Nealson, astrobiólogo, cuando dice que "la vida es una equivocación". "Ambas, cito a Punset, se mueven bajo el legítimo influjo de una paradoja...". La evolución espontánea de un sistema aislado se traduce siempre en un aumento de su entropia". (1) Queda definir a la entropía, que según el diccionario de RAE es la "medida del desorden de un sistema". Esta es la segunda Ley de la termodinámica.

Así pues, todo sistema aislado tiende al desorden, por ley, concretamente la segunda Ley de la Termodinámica, que ha influído no solamente a la mecánica cuántica sino a la filosofía, a la sociología y a cualquier disciplina que trate de ocuparse del conocimiento de la vida, de la historia y del comportamiento de los seres humanos además de las partículas más elementales.

No soy un experto en biología, neurología, antropología, física, química o cualquiera de estas disciplinas desde cuyos puntos de contacto y cruces, una moderna ciencia trata de encontrar respuestas a los inicios del universo y de la vida, tal y como la entendemos. Por no ser experto debo alejarme de estas cuestiones que traigo a colación tan solo para afirmar con vehemencia que me ha sido muy útil su descubrimiento para afirmar mis certezas actuales: de mucho de lo que no sabemos se han desterrado los dogmas y se han sustituido por hipótesis científicas práctica o teóricamente comprobadas: me siento mucho más cómodo sabiendo esto.

Cuando conocí la Segunda Ley de la Termodinámica, empecé a pensar en lo aplicable que resultaba a los comportamientos humanos y a su propia organización. Me impactó mucho su enunciado sencillo y terminante: "La evolución espontánea de un sistema aislado se traduce siempre en un aumento de su entropia" y acabé concluyendo que si entendemos que una persona se aísla en el plano social y emocional de tal manera que permanece cerrado a lo exterior, su evolución espontánea le llevará al desastre, al igual que el mismo comportamiento, ineludiblemente lleva al cuerpo a la aniquilación. Yo vine a vivir aquí por sentir la necesidad vital de captar el influjo de una naturaleza preservada (la palabra siempre es de uso difícil por lo incierto de la misma), no ya alejado de la ciudad (en la que he vivido muy poco a lo largo de mi vida) sino de esa parte de vida que ha sido la profesión que he ejercido durante más de 30 años; no porque ella sea anti natural (¿qué lo es realmente?) sino porque en ella se pierde de vista detrás de la busca del éxito diario de cada actuación, el equilibro emocional que se encuentra al tomar conciencia del individuo en relación con su tierra, su campo, su barrio o su planeta. Consideré, en un momento, que mi relación con mi profesión había llegado a acumular tal entropía que el nivel de desorden era terminal.

Sucede, y esta es la razón del largo preámbulo, que cuando llegué a la casa del bosque ya venía tratando de aislar sistemas organizados en el plano social y eso lo aplicaba al conocimiento de los partidos políticos o de los grupos familiares o de las personas aisladas; al igual que lo aplicaba al paisaje, al país, a la nación. Puse en práctica mi teoría de proponerle a la naturaleza sistemas en evolución trabajando en mi jardín en trtes áreas. En el bosque, al tiempo que construía un jardín al uso de la zona en que habito y una pequeña zona al este de tipo inglés (rododrendos, camelias, azaleas, hortensias, acebo, etc.) construí un pequeño jardín japonés entendiéndolo como un sistema cerrado dentro de otro sistema más amplio y vivo, ambos a su vez contenidos en el sistema del bosque y del valle. Si para el jardín general y el inglés usé de jardineros , para el japonés usé de mis manos y de mi imaginación; que estoy hablando de una superficie de 5 metros por 2 y medio aproximadamente, en forma trapezoidal. No sabía yo nada más que la persistencia en mi mente de varios modelos japoneses vistos en láminas o películas y un poco de lectura sobre el zen, muy mal asimilada por otra parte. Planteé el trabajo como la aplicación de un modelo de paisaje dentro del paisaje, y si a mi alrededor las laderas de la montaña se poblaban de pinos, en el pequeño espacio trapezoidal necesitaba dar sentido de belleza a un conjunto de materiales en los que ninguno estaría vivo o capaz de generar vida. Lo cierto es que acabé el jardín sin teorizar en absoluto y el resultado me agradó. Lo enseñé a amigos y vecinos y todos lo tuvieron por un snobismo (yo mismo también, seguramente) y se dispusieron a apludir mi idea. ¿A quien le puede molestar un jardín japonés en el vecindario?

Lo que me gustaba del experimento era la sensación de estar creando un sistema cerrado que no evolucionaría (se trataba de un jardín seco, es decir: sin vida) y que se comportaría como una síntesis de un paisaje para siempre jamás. Hay dos maneras de enfocar un jardín: replicar la naturaleza del lugar, o crear una naturaleza ajena. Un jardín japonés, ahora lo se, recrea una naturaleza a modo de visión de la realidad, puede recrear una paisaje ideal existente o un paisaje inexistente y por lo tanto espiritual y cada componente establece en su posición un lugar "a la manera de". Un jardín seco, como el mío, recrea un conjunto de mares, lagos e islas, un horizonte visual que se contempla mejor en una posición elevada, desde algunos emplazamientos fijos. Está compuesto por grava de 3 colores y tamaños diferentes, un grupo de cinco piedras calizas y una piedra arenisca: blancas las primeras y beige la última. Además, un acer seco se iergue sobre la grava más osucra, incapaz de crecer, abandonada la vida y mineralizado. Cuando acabado mi trabajo, me hice con un libro sobre el tema, el de Günter Nitschke publicado por Taschen, vi con agrado que me había acercado cuando menos a la esencia conceptual, y si bien no puede encuadrarse en alguno de los cientos de estilos que a lo largo de cerca de mil quinientos años han ido evolucionando, si tiene una base que se podría adscribir a un sintoismo elemental en el mismo momento en que los grandes principios del jardín tradicional sintoistas llegan a mi conocimiento y les adjudico lugar: yo no había diseñado shinto (islas de los dioses) ni shinchi (lagos de los dioses), pero es bien cierto que allí estaban, enmarcados en las formas geométricas de los muros de maderas rematados por ángulos rectos (o casi).

Durante los primeros meses, las superficies de gravilla de 3 colores, iban emborronándose por efecto del aire, de las brozas que traídas por aquel acababan cayendo en el espacio y del polvo. Así fué como descubrí que el paisaje que yo había recreado se estaba ensuciando y tendía a la entropía, es decir, a disponer de una cantidad propia de desorden que acabaría con él. Para que ello no sucediera, para que la famosa Segunda Ley de la Termodinámica no pudiera con mi obra, debía abrir el sistema a la misma actuación que la construyó: a mi. Desde entonces detengo la tendencia al desorden de aquel paisaje atemporal y potencia una metamorfosis apenas visible, pero muy significante: sacando cada brozita de verde o cada hierba que emerge de la profundidad del subsuelo devuelvo el jardín a la pureza primigenia del paisaje y difiero el fin del sistema.

Ahora, cuando cada año, empiezo a limpiar la supèrficie de la grava y saco broza a broza toda la impureza, me siento dentro del jardín, en una banqueta; tomo cada broza por si misma y la dejo en un cubo a mi lado. Es tarea larga y podría ser tediosa, pero si me pongo a pensar me resulta agradable, tan larga sea tanto pienso yo: el japonés admira dos clases de belleza: la producida de forma natural y la producida por el hombre. El jardín japonés toma a ambas y las une dentro de su espacio protegido por los muros sagrados. Me descubro pues siendo un agente de esa creación de belleza -tómese el concepto belleza como algo de interpretación personal: citando a Mishima en El pabellón de Oro digo "¿como puede ser que algo tan bello sea tan feo?"- Comprendo una de las afirmaciones de Tanizaki, cuando nos dice que las cosas "no pueden ser vistas de una sola mirada". Así que abro el sistema de mi jardín japonés a mi actuación porque si no su propia evolución lo llena de suciedad y lo destruye. Pensante como soy, pienso en los principios generales de un universo en el que soy una parte mínima e imprescindible, un átomo cósmico de una naturaleza que me necesita y me siento feliz por tener conciencia (¿cómo podría ser feliz si no?) de las cosas pequeñas que pueden revolucionarlo todo: el aleteo de una mariposa en mi jardín podría desencadenar una tormenta no se donde y mi mariposa no se enteraría.

(1) la negrita es mía.

2 comentarios:

  1. En este tarde de lluvia me llevo "las cosas no pueden ser vistas de una sola mirada".

    Ojalá siempre podamos contemplar la belleza en sus dos formas.

    Bethania empezará a leer a Mishima.

    Gracias Luis por cada una de tus letras.

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