viernes, junio 30, 2006

Tormenta de verano



Durante todo el día un sol de estio, pleno y luminoso, nos ha dado su luz y su calor, hasta el deslumbramiento; las dalias en el jardín parecen abochornadas y sus hojas se resblandecen, si se les toca las hojas flojean como papel mojado y el jardín ha permanecido en una mansadumbre calma, como de perro sediento. Aquí arriba hace calor de verdad hasta que el sol se pone, entonces ya no; refresca muy deprisa y conviene ir a buscar una rebeca. No hacemos muchas cenas fuera, comidas si, bajo la toldilla fija, pero cenas no: no sería conveniente para la salud. Cuando construímos la casa y entramos en el capítulo de la calefacción, nosortros pedimos climatización: nos miraron como se debe mirar a un extraterrestre, que es lo que es cualquier recién llegado a un paisaje del que desconoce todo y donde es del todo desconocido. Aquí no hace falta el aire, nos dijeron; se suele dormir con la ventana cerrada, y una colcha también. Yo me reía, venga ya, y una manta. No, manta no, pero una colcha no está de más. Era cierto, la noche es fresca y ocasionalmente yo salgo al jardín a leer un rato o a dejar pasar los minutos oliendo el olor de la oscuridad que impregna todo de aromas, para disfrutar de esa sensación de frescor excesivo (hay quien lo llama coloquialmente "biruji") que me hace sentir los miembros vivos y atentos.

Al caer la tarde la luz ha emnpezado a cambiar al tiempo que unas nubes grises y plenas, con los bordes blancos y brillantes como de plata, han ido llegando desde el sur. Al verlas en los alto de Cabeza Líjar he pensado que podían llegar o no, como sucede a menudo, una u otra cosa, pero al poco han ido cubriendo el prado con su sombra ganando hacia el oeste el recorrido del sol hasta darle alcance. Súbitamente un calor intenso y húmedo nos ha llegado y la luz, ahora como metálica, de grises acerados y blancos destelleantes se ha desparramamdo por todo el ámbito. Un olor intenso a tierra mojada ha ido atrapándonos como un perfume, posiblemente traído por el mismo viento que trae las nubes desde donde ya está descargando la tormenta; este olor que llega de lejos es el de otra tioerra, de otro paisaje, no importa que sea cercano, pero es un olor traído de un lugar ajeno. recuerdo que en Barcelona, repentinamente llegaba una tormenta del sur, traída por ese viento, y la ciudad quedaba cubierta de una capa de tierra roja del desierto del Sahara. En los coches el polvo rojo y las manchas del agua diluyéndolo al caer, formaban aguas con sombras evocadoras: de niño pensaba que el desierto llegaba a mi; al cabo de los años, cuando lo visité en realidad, me resultó menos evocador que el entrevisto en aquellas arenas pasajeras.

Gruesos goterones me empiezan a caer y lo dejo todo, la silla en la que estoy sentado y la mesa; cojo los libros, eso sí, y mientras las gotas son ahora continuas y calan en la camisa con el frío singular de cada gota al chocar con el tejido y traspasar la fibra llegando a la piel y despertándola. Corro adentro y reparo en que el olor es ahora total, profdundo y denso: es el olor de mi jardín que recibe el aguacero creo que como yo: con agradecimiento. El calor se disuelve de tal manera que acabas por no reparar en él: es la primera tomenta de verano. Estoy frente a ella y reconozco que, como cada año, me asombra su llegasa y el portentoso efecto que provoca alrededor y en mi mismo. La excitación de verla llegar cede terreno a la relajación que su explosión provoca en mi; con cada tormenta me disuelvo y respiro, no hago otra cosa que respirar el olor a tierra mojada y a las plantas del prado, y los pinos de las laderas.

En lo alto de la montaña descargan relámpagos abriendo rotos enormes en el cielo plomizo y al poco llega hasta mi el estruendo sordo y largo del trueno; una vez tras otra. La gravilla roja que bordea el cesped se empapa y adquiere un tono brillante; la hierba reviva con el agua y las dalias y rosas aguantan el aguacero sin inmutarse. Desde detrás de los cristales, donde me he quedado en pie, con los libros en la mano, el tabaco y un vaso de zumo de naranja a medio consumir, fascinado por la tormenta, percibo el espíritu agradecido del neardenthal dentro de la cueva, o del cromagnon, que da lo mismo. Por suerte, pienso, tengo una cueva en la que refugiarme, y provisiones, y agua. ¿No demuestra esto que soy precavido? La satisfacción del antiguo homo en la edad de la piedra, del silex, ya tenía mucho de vanidad; enunciar tan solo la satisfacción de tu propia virtud ya conlleva establecer una comparación con los otros, más desgraciados seguramente, ahora dispersos bajo la lluvia, con el fuego apagado y tiritando.Creo que el ser humano no nace inocente sino pedante.

Un coche grande, un monovolumen, gris metalizado, baja la calle y se detiene un momento ante la casa; veo borrosa la cabeza de quien va en el asiento de al lado del conductor inclinada, como mirando hacia las ventanas del piso alto. Luego arranca el coche de nuevo y se va calle abajo hasta que lo pierdo de vista y deja de preocuparme. Sigue callendo agua en gran cantidad; oigo la voz de Ana: cierra las ventanas de arriba, si están abiertas. No lo están, no me muevo de allí. Al final de la fachada de la casa, por el lado del este, se encuentra lo que llamo (pedantemente) el jardín inglés y a continuación el japonés. Voy allí porque quiero ver las hortensias; están alcanzando las flores el desarrollo, abriéndose y mudando el color de rosa a azul. Entre las hortensias y yo hay una magnífica relación que viene de atrás: siempre que he tenido jardín las he tenido en él y han crecido generosamente dotándolo de una hermosura plena. Cuando la flor se marchita y seca la corto, solamente a la flor; en enero redondeo la mata cuidando de no afectar demasiado el tamaño, sobre todo de las varas de flor. Me gustan altas, como las del norte, y silvestres, es decir: abundantes. Las hortensias y las dalias son flores por las que siento especial afecto y atención. En su belleza espléndida, ambas, son humildes y serenas. Las hortensias parecen pequeñas burguesas orondas y satisfechas y las dalias son señoritas pizpiretas y al cabo modosas, como manda la decencia. Las rosas, a las que reconozco una belleza especial, son por el contrario pedantes, prepotentes, y presumidas. No me gusta la presunción en las flores, excepción hecha del narciso: en estos si, es elegante, divertida y chocante. Tiene un toque cursi que se le perdona por su propia insignificancia.

Empieza a escampar y aparece el sol tiñendo de oro toda la materia mojada por la lluvia. Las nubes han seguido hacia el norte y se ven alejándose como una invasión que nos ha abandonado. He vuelto al salón, mojado, y me he sentado en una butaca frente a la cristalera; los libros, en la mesilla a mi lado me esperan, pero no tengo prisa. Perviven rastros del olor a tierra mojada y el toldo gotea por sus extremos. Todo lo que está empapado muestra vida, plenitud, el retorno a la normalidad del estío. Descubro que entre ver llegar la tormenta, mirar su actividad y reposar con su marcha, se me ha ido más de una hora y con un suspiro (supongo que literariamente de resignación) me dispongo a reemprender lo que hacía, pero no recuerdo con exactitud lo que era, así que habrá que empezar de nuevo, como siempre.

4 comentarios:

  1. Un blog magnífico. Pasaré de visita con frecuencia.

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  2. Luis yo sí que me he colado en tu casa. Cuentas las cosas de tal modo, con tal naturalidad y magia, que me he pasado un buen rato a tu lado, mirando la tormenta. También he viajado contigo a Nápoles. Muchas gracias por tu contribución al tema de Catulo. Si no te importa, pondré tu dirección al final de mi post, indicando el tuyo de 30 de mayo. Saludos cordialísimos.

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  3. ¿Cómo me va a importar? Encantado. Igualmente pondré un acceso en mi blog para dirigir a tu blog.

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