miércoles, marzo 22, 2006

La soledad herida: las cosas mínimas


Estamos solos pero tenemos muchas cosas; lo solemos decir a menudo, como criticándonos en lo medular, a nusetra especie de egoista avaricia. Nos referimos a las muchas cosas que hacen nuestra vida segura, las cosas materiales que se reconocen en el estatus. Las tenemos en nuestra soledad y las compartimos. Después de todo somo animales sociales que buscamos protección y protejer: ¿porque no compartir? Mientras tengamos esas cosas tendremos seguro un trozo del mañana. En realidad, hoy, esas cosas no se tienen del todo, se pagan en largos plazos; se renuevan constantemente. Son las cosas grandes que nos aportan seguridad y que de no tenerlas su ausencia nos mece en el vacío. Primates que somos necesitamos pensar que el día inmediato de mañana, y el otro, y el siguiente, la siguiente estación del frío y el hambre, podrán ser todos superados hasta que vuelva el sol cálido y el murmullo del arroyo y rebosen de nuevo de frutos y de caza los bosques y los prados. grandes. Y están las crías, no debe faltar su día de mañana. Una caverna, un palo, una piedra labrada, un coche, un empleo, un chalé, son esas, que cada cual haga su lista en completa tranquilidad y asegurada inocencia. Nada que criticar, las cosas son así y ciertamente podrían ser de otra manera. Para otras gentes lo son: una choza de barro y una piel de camello, sin agua y sin grano. Sin día de mañana. Confieso mi ignorancia sobre los sentimientos de propiedad en la miseria más absoluta, no hablo de pobreza. La angustia del hombre se basa en la más primitiva inseguridad; la tragedia en la muerte: somos trágicos porque sabemos que vamos a morir; nos angustiamos porque nos falta el pan nuestro de cada día por anticipado, en la cuenta del banco. Hablo de nosotros y de nuestras cosas grandes que no tienen porque serlo, un reloj no es grande pero es lo que yo llamo una cosa grande si es que en su naturaleza (o en la nuestra) palpita e l ansia de exhibición: oro o marca, o ambos. Añado que las cosas grandes son cosas bonitas sobre todo, para cada cual en su medida de lo bonito: con estilo; a cada cual en su justa visión del estilo.
Creo que hay dos tipos de cosas: las grandes y las pequeñas. Me interesan las segundas. Las cosas pequeñas acompañan a las grandes vestidas de capricho, de casualidad: son las cosas que pinta Vermer en sus cuadros y que brillan bajo la mágica luz que entra por la ventana, enfocadas hasta casi romper su coherencia. Objetos que brillan por el suave frotar de las miradas y los paños cariñosos con que se envuelven y guardan. No aportan seguridad, si compañía. Adquiridas para el lujo y para determinarnos ante la mirada embobada de los demás, pasan de mano en mano, se heredan y se disuelven con el tiempo. Van sobreflotando por circunstancias diversas y llegan a nosotros de manera incidental a gravés de la presencia. Esas pequeñas cosas acaban convertidas en las cosas mínimas que ocupan su lugar derivadas por el tiempo y el acomodo. Esas son las que me interesan porque tienen mucho que ver con la soledad.
Yo quiero escribir sobre las cosas que no compartimos más que por la presencia, están cerca de nosotros y de quienes nos acompañan, pero el hilo sentimental es nuestro, solo nuestro. Un día las encontramos y han acabado cubriendo un lugar de nuestra piel ambiental. Basta abrir un cajón para encontrarlas. Vivas como están, no nos piden más que las dejemos desvanecerse en la penumbra y vivas como están les reconocemos el derecho a vivir en nosotros: ¿que daño podríamos hacerlas si en buena medida dependemos de ellas? Tengo muchas cosas mínimas, si, que solamente sirven a mi respiración de paquidermo cuando camino entre ellas y las reconozco. Como yo, se han convertido en minerales y están en su lugar fosilizándose para pasar más desapercibidas. Nunca las tiraré por mi propia mano porque llevan en mi compañía largo tiempo y porque parten de una experiencia común, vivida conmigo, sentida en mi piel. Me reconbozco en ellas y no podría ser de otra manera aún huyendo de mi a otro lugar. O perdiéndolas. Habitados por un extraño animismo de estar por casa les otorgamos vida, presencia, aliento, olvidando que es nuestra vida, su presencia, nuestro aliento, el rastro de lo que fuimos y el hecho de lo que somos. Siempre en su añoranza estará su presencia. Me refiero a un pequeño volumen publicado por Aguilar en 1947, de papel biblia en el que leí con 14 ó 15 años Jane Eyre, de Charlotte Bronté; o un daguerrotipo de un señor al que desconozco pero cuya eternidad, en mi ámbito familiar, depende de seguir estando en un anaquel entre mis libros, no creo que nadie le recuerde ya; o un pequeño abrirdor en forma de pierna femenina que me regaló Ana hace muchos años; o una piedra que parece una cabeza de simio y que me trajeron mis hijos, muy niños en una playa de Almería; y unas estampas viejas que compré hace cuarenta años en los encantes de Barcelona y cuelgan enmarcadas en la pared de la biblioteca de las casas en que he vivido desde entonces; o un ejemplar de El Criterio de Jaime Balmes que pertenecía a la biblioteca de mi padre. Ni hablo de fotografías ni de nostalgías, que son ambas estados del ánimo guardadas en las caja álbum de la memoria. Hablo de trozos de vida emocionada que han mineralizado en nuestro propio cuerpo hasta ser el envoltorio que nos lleva, que es el alma que muere con el hombre. Ocupan su lugar y si faltaran, si alguien desconsideradamente las cambiara de sitio, percibiríamos el hueco en nuestra propia esencia. No vivimos desnudos sino que protejemos esa intimidad con las cosas mínimas de siempre, acariciándolas con nuestras respiración y mirada. Muy nuestras están donde deben estar; cuando nos vayamos ya se encargará alguien de rescatarlas y probablemente pasen a ser las cosas que seguirán mineralizando con nuestros hijos. Ladinas como son, tienen el arte de sobrevivir a sus muertos porque son su memoria.
Solo piden un buen lugar para acomodarse en desapercimiento.

5 comentarios:

  1. Ya no me gusta guardar nada. Y ya no me gusta porque tengo varios cajones llenos... de cosas que no me atrevo a tirar, y que ocupan un espacio que ya no es un espacio cierto de nada. No lo sé explicar, pero lo que guardo lo siento como una carga, como un peso, me abruma la idea de deshacerme de cosas que he guardado durante tantos años... y que posiblemente no son más importantes ni más especiales ni más interesantes que otras muchas que no guardé, y que no recuerdo, pero que existieron también, como esas otras que todavía están en los cajones. A veces, últimamente, me pesan demasiado y siento deseos de liberarme de ellas. A veces imagino mi casa completamente vacía y me parece que se respira mejor. Quizá sea circunstancial... y quizá por eso no he vacíado los cajones. No sé. Hay cosas que guardas con cariño y que al tiempo te encadenan, y entonces... no sabes qué hacer, te encuentras con un sentimiento ambiguo, y extraño. Esto me pasa ahora muy a menudo... y he optado por no guardar, no quiero almacenar recuerdos en cajones... acabo sintiéndolos como encerrados en un sarcófago y me falta el aire y me dan vahídos.

    Disculpa mi comentario, un pelín negativo, creo.

    La fotografía me parece preciosa.

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  2. Luis, no sabes cuánto me ha gustado el post de hoy. He hecho inventario de recuerdos, fíjate, se ha removido el fantasma y aproveché para darle un punta pie en salva sea la parte; porque lo que a mí me pesa es lo que atesoro dentro aunque normalmente fuera hay algo relacionado. De nuevo, gracias.

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  3. Roma, hay que abrir la ventana cuando falta el oxígeno, sentarse y respirar profundamente, muy, muy despacio, hasta que llegue el aire a los tobillos. Cuidateme, ¿eh?

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  4. Decía una amiga mía que conviene pasar el aspirador. Chejov en El Jardín de los Cerezos (que es por cierto un encaje de maravillas) le hace decir a Petia "Adios vida vieja, bienvenida vida nueva" antes de salir al jardín para parcharse. Que si, Roma, que sobran cajones. Que los objetos mínimos debieran ser dosificados hasta la consumación en nada. Que nadie pueda repasar los objetos viejos de uno para decir "esto me quedo y esto" o "·¿para qué guardaría esto mamá o papá?" Yo creo que si a lo largo de la vida vamos acumulando cosas, ha de llegar un momento en que conviene dejar equipaje en el margen del camino. Yo he empecé hace unos años y me quedan justas las cosas que he escrito amén de una boquilla de trompeta que olvidé en elñ inventario. Y lo hice con mi biblioteca, he pasado de muchos a un tercio. Hay libros que son cosas y que nunca más se leerán. ¡Si guardamos hasta los folletos de los conciertos o de las exposiciones! Tirar es el momento, ese es el problema. Y lo más importante, los recuerdos existen aunque desaparezcan los señalizadores físicos.

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  5. Ana: hay un día en que los fantasmas han volado, de la noche a la mañana. Te dices, ¿cómo podía yo...? Vuelan, me parece injusto por la cantidad de atención que les hemos dedicado, el mimo, el insomnio, la convocatoria... Pero vuelan. Se convierten en fuentes de ironía y luego ni eso. Añado además que la memoria, prodigioso invento nuestro, es tremendamente selectiva. Acaba rechazando lo que no le gusta guardar.

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