jueves, marzo 02, 2006
El bosque oracular
Subo al bosque desde mi casa. Ha nevado. Montones de nieve blanca, húmeda y blanda al mediodia, rígida y helada por la tarde, acompañan mi caminar por el centro del asfalto de La Forestal. La carretera serpentea entre pinos altísimos y masas de robles. El suelo está escarchado, a veces hielo, a veces manchas de barrillo encharcado entre masas de nieve. A la derecha la pendiente que lleva al prado en que vivo. Hay casas en construcción. La mía, en el centro, se distingue blanca en su piedra caliza de Campaspero A la izquierda la pendiente sube monte arriba. Yo espero a llegar a la Cerca de las Monjas, unos quinientos metros más arriba. Por allí, siguiendo la pared de piedra, torceré aún más a mi izquierda, abandonaré la carretera y tras abrir el portón de hierro que guarda la salida del ganado de sus espacios, entraré y volveré a cerrar asegurando cancelas y cuerdas. Seguiré la cerca en mi mano izquierda. En la derecha el bosque empieza a ascender en rampas suaves en los primeros metros, empinadas después. Las formaciones del pino albar se levantan a treinta o treinta y cinco metros de altura. Cuando llega el momento de la tala, los hombres de Icona marcan los árboles con una muesca y ponen el sello en lo que será el tocón y en el tronco a cortar. Sigo. Asciendo. El camino es ahora ancho y confortable. Hay nieve no muy profunda y puedo caminar despaciosamente. Cuando subo inclino el cuerpo hacia delante. Llevo un bastón de punta de hierro en el que me apoyo o que llevo al hombro como en un desfile nada marcial ni riguroso, según me apetezca. Ya dejo la cerca y ahora sigo para cruzar el Prado Largo. Es anchuroso en todos sus sentidos. En medio levantaron hace menos de un año una vieja casona con material de atrezzo, sacos, arpilleras, escayolas y poliuretanos, para hacer una película. Se trataba de un tema sobre el maquis. Era verano y yo caminaba siguiendo el mismo camino que ahora. Entré en el prado y vi la casa que nunca había visto. En torno de ella se alzaban tiendas de campaña guerreras, habían excavado trincheras en la tierra con sacos terreros y alambres, habían cavado el cauce de un río y sobre él un puente de tablas transformaba el paisaje. La casa era vieja, desvencijada, pero real, totalmente real, de tal manera, que tuve que esforzar mi pensamiento para entender que estaba en el decorado de una película. Camiones Ebro de los años treinta, pintados de color oliva, estaban aparcados junto al edificio. Un pajar un poco más allá. Cajas de munición, mesas y sillas en mal estado, todo el panorama de una guerra extendido en pequeños platós por la amplitud del prado. Cuando se fueron los de la película dejaron la casa y ahí está. No se ha hundido ni desvanecido ni disuelto ni roto. Está allí mostrando su vejez ahora doblemente veraz: la estética y la real puesto que no sirve ya para nada. Ahora más veraz todavía con la nieve en su tejado, en la veranda y en el pajar. Los portones de madera están abiertos y desde dentro la arpillera trasluce la luz del día desde fuera. Es cuando entras dentro cuando percibes que es falsa. Metáfora será de las personas, pienso yo. Desde fuera todo parece cierto. Cruzo el prado, compruebo que el cauce del río falso ha desaparecido lo mismo que la herida en la tierra de las trincheras. Así está mejor, pienso. En el norte del pueblo, al salir de él e internarse en el bosque se encuentra uno con facilidad con los restos de algún bunker medio derruído y con las trincheras, medio cegadas, que recorrían el perímetro y guardaban las casas del asalto desde la ladera. Esas fueron de verdad y ahora, que ya nadie las recuerda, no son. Del bunker, medijo alguien, que hacía muchos años se había venido usando como cochiqueras para encerrar animales. No se si es cierto. Sigo caminando dejando el prado atrás y ahora el camino es algo más angosto y empinado. Dibuja curvas amplias y de vez en cuando sale de él un atajo que trisca monte arriba. Ay del que quiera seguir esos atajos, llegará sin resuello. Mejor el camino más largo y pausado. Dejé una señal hace tiempo y con la nieve no puedo distinguirla. Eran y espero que seguirán siendo cuando las aguas se filtren en la tierra y vayan a los regatos y fuentes de la ladera norte por la que estoy subiendo, dos ramas cruzadas guardadas por una raiz atormentada que ha roto el talud y asoma entre los terrones de tierra. La señal era para indicarme el lugar desde el cual, girando a mi derecha según subo y caminando cincuenta o sesenta metros, encontraré el nido abandonado de unas águilas. Gente del pueblo me dijo que hasta hace unos tres años, venían cada año a criar pero Eduardo, el biólogo, duda que el nido sea de águila y más bien se inclina por el azor. A unos y a otro les creo. Llego al nido, enorme, acumulación de ramas allá arriba a cuarenta metros por lo menos. Parte del tronco y se ensancha como una campana invertida. Le calculo un metro por lo menos de profundidad y otro tanto de diámetro. Tal vez exagero, pero no se medir a esa distancia con acierto y seguridad. Pienso en lo triste que es este nido vacío como la casa falsa que parece verdadera. Sigo caminando y escucho con atención el concierto de ruidos. Todos ellos foman el silencio del bosque en su imperceptibilidad. Crujidos de ramas sobrecargadas de nieve y el golpe sordo de las masas de aquella que caen al suelo, la expresión de los pájaros, ¿porqué se le llama cantar a lo que hacen es algo que no puedo entender? en todas sus variedades y un cierto silbo del viento que se mete entre las ramas. A veces, cuando cruzo el bosque como hago ahora, me acuerdo de un cuento que leí hace teinta años por lo menos, contenido en un libro homenaje a H. P. LOvecraft, Los Mitos de Cthulu, reunión de relatos escritos por amigos y seguidores del escritor de Rode Island. Se trataba del El Wendigo y explicaba el terror que provocaba un viento asesino en las tierras del Norte de Canadá, que se dedicaba a secuestrar a indígenas y a llevarlos volando por las alturas despedazándolos contra las ramas de los árboles. Era tal la velocidad y violencia que alcanzaba que los pies les quemaban y gemían por ello, allá arriba. En las noches se les podía oir, prisioneros de los aires del bosque. Sentí miedo al leerlo, lo recuerdo bien. Sigo caminando abandonando el nido cuando percibo un movimiento , apenas algo inusual, muy rápido, muy leve, pero perceptible, y miro a mi derecha, hacia donde la ladera busca de nuevo el sendero. Uno, dos y tres, formas veloces, oscuras, saltan desde una agrupación de rocas apenas visibles por los árboles y cruzan hacia el sendero a coreiendo veloces. En su carrera de saltos, giran con movimiento nervioso la cabeza hacia mi, apenas un segundo. Se que me ven, se que soy yo quien les ha asustado, y una vez más me quedo sin poder detenerlos con una fotografía aun que llevo la cámara colgada del cuello, abierta y preparada. Son corzos, uno, dos y tres que ya no están. Son los corzos del bosque. Los he visto y me siento feliz, maravillado, contento y lleno de asombro. Quien ha visto correr a un corzo en el bosque, quien le ha visto otear el camino con gesto nervioso, mantener la cabeza erguida, el hozico hacia delante y una rapidez segura y en cierta manera temblorosa, no lo olvidará nunca. Se ha encontrado con lo bello. Y me quedo con ello en el recuerdo. Recuerdo una frase de Camus que se que es cierta: "en el fondo de toda belleza late algo terrible". Como va a empezar a anochecer y el frío empieza a hacerse sentir, doy media vuelta y bajo.
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Cuánta paz y cuánto sosiego se desprende del relato de ese paseo... Me ha parecido imaginarlo, y estar allí.
ResponderEliminar"El bosque", un lugar mágico, donde puedes ver, mirar y observar a sus habitantes -reales o imaginarios- Mi abuela me cantaba una canción cuando yo era niña: "jugando al escondite en el bosque oscureció, el cuco cantando el miedo nos quitó"
ResponderEliminarEste bosque es de verdad, existe aquí al lado. No hay cucos "antimiedo". La imagen de la abuela y la canción es encantadora y si conduce a un bosque de cuento.
ResponderEliminarMi abuela era gallega. En los bosques gallegos...haber hay de todo: lobos, cucos, hadas, duendes...Cuando yo era pequeña sentía pavor por los lobos (tienen mala prensa: caperucita roja, los siete cabritillos, los tres cerditos...)Un habitante de la aldea donde nació mi abuela, cazó uno y lo disecó; lo tenía expuesto en su bodega, cuando lo vi dejé de tener miedo al lobo, sentí lástima. Allí sí hay cucos, aunque son un tanto peculiares a la hora de criar a sus polluelos,reconozco que su canto me relaja, me recuerda la canción que mi abuela me enseñó.
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