lunes, febrero 27, 2006

La nevada



Ha nevado mucho. El pueblo es serrano y conserva viejos chalés cargados de prestancia y aplomo. Los tiempos pasados fueron mejores para algunos como los de ahora lo son para otros, o para los descendientes de aquellos, que son los mismos. Las viejas casonas se visten de nieve abundante y parecen retornar a sus mejores tiempos. Esas casas se amaparan de la mirada exterior en jardines que se han hecho mayores con el tiempo, prolongando su vida más allá de la de los viejos propietarios; estos se han ido, muchos han muerto, aquellos siguen; con cedros, castaños, piceas y sorbus airosos y robustos, el laburnum enverano cubre el espacio formando cortinajes dorados; árboles hay que tienen más de cien años y ahí están. El junípero se extiende sobre un cesped ya hierba que ha encontrado en su salvajismo el retorno a su ser. Ambos ocultan tramos de piedra berroqueña moteada de liquen amarillento sobre la blanca mica. Lo hermoso del jardín antiguo es su conformamción natural. su adaptación a la forma y al espacio. No hay jardín que envejezca mal, al contrario de los humanos, que solemos envejecer peor. Con la nieve el jardín y el muro se coronan de un blanco luminoso, de forma suave y blanda. Retornamos al cuento de la infancia, a la felicitación navideña de ferrandiz en el paseo, mientras los copos forman a nuestro alrededor una capa protectora que nos hace invisibles a los espíritus del mal del siglo XXI. Un coche pasa con una dirección insegura marcando eses en la nieve del suelo y mi perro le mira asombrado. A mi amigo el perro le gusta la nieve, la ha descubierto este año y la disfruta. Volveré a los viejos chalés y pensaré en el hotel de Kubrik que se habita de fantasmas o que vuelve al pasado. A este vino un tal Alfonso XII a vivir apasionadas jornadas nocturnas con una de sus amantes amante. Llegaba y se alojaba en él para, anochezido, cruzar la carretera que baja del puerto y refugiarse en los brazos codiciosos de quien le esperaba en el chalé frontero. Se llama este, hoy todavía, La Choza, aquel El Bohío. Nombres sencillos para gustos lujosos. El Bohío lo construyó una madame que volvió de Cuba con los derrotados. Lo que se percibe desde la calle son las dependencias: cuadra de animales, lavadero, casa de los guardeses, cubierto para los carruajes. La casa al fondo se de sólida piedra, cristales emplomados y una chimenea en el salón que conserva el viejo buen ambiente del leño encendido. Fuera sigue nevando y las luces vuelven a ser las de antaño, el viejo banco de piedra permanece con la capa de nieve sobre la bancada; de muros para adentro la casa guarda una calma mentirosa, no es un reflejo del pasado, no todo fué paz. Nos quedamos con la fotografía de la calma que soñamos al contemplar la casa. Los actuales propietarios han mimado, durante muchos años, ese retorno plácido al esplendor de antaño, anclados en la nostalgia de algo que no era suyo pero que ahora, años después, han absorvido. Las personas acaban pareciéndose a la casa en que viven. Todo absorve a todo en un continuo deslizar fluido. Nada hay tan hermoso como que alguien te sonría en complicidad y te diga: "por cierto, ¿conoces la historia de esta casa?" Fuera sigue nevando.

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