viernes, mayo 22, 2009

La Casa del Padre. 2 - Credo.

No cuesta nada aceptar que sin creer en nada se avance en la vida sin sobresaltos cruciales. Es una cuestión de hábito. En el fondo creer es que uno acepte lo que se le ha dicho. En esta vida que contempla, la de los seres prácticos instalados en su percepción del mundo y de la sociedad, de la cultura y de las ideologías, todo al fin lo mismo, la primera lección es aprender a creer. Creer y amar. Se abandona la infancia creyendo, instalado en el confortable "nosotros" o en el terrible "tú" acusador.
Tal vez no sea esta una cuestión metafísica, ámbito para el que el hombre del Prado está poco dotado, sino de una realidad vital conformado sobre las creencias: dios y patria, para empezar. Nosotros, para empezar. Eros como represión. Los otros.
Ordenados en los pupitres que muestran las toscas cicatrices grabadas con plumilla de la inocencia perdida, recuerda el recitado del Credo. Esto no tiene que ver con lo cristiano, se dice, sino con la instalación del concepto creer, pues "creo en dios padre", es decir: creo. He ahí el rito de iniciación a una vida que avanzara inadvertida, dejando senderos perdidos entre las brumas de un bosque que se adivina proceloso. Conviene dejar esto en claro, que ese "credo" inicial alcanza a lo más grande, pues conviene empezar a creer sin barreras en lo más poderoso y al mismo tiempo aquello que más rebañará las aristas de la futura rebelión: creer en el padre, en su obra imponente, en la línea sucesoria de la familia, en la jerarquía del origen privilegiado que determina al héroe, pues ¿no es ese el destino de Cristo? Y en el destino final de redención y ascenso a los cielos, que solamente estará al alcance de los que creen, destino de la fortuna, de la perseverancia y de la fe.
Y sin embargo, aquel niño no creía y recitaba desde fuera de la ceremonía, espectador, siempre espectador como un privilegiado y maldito asiento de primera fila.

el amor y la duda

Quizás el descubrimiento más asombroso que le arrebata es pensar que amar la vida es dudar de ella. No sé puede amar aquello que no suscita dudas, aquello que tiene tal entidad sólida y ordenada que nada puede ofrecer sino es la completa sumisión. O no se trata de poder amar, sino de deber amar. Quien cree amar la vida por su total y completa presencia totalizadora, es un conformista.

jueves, mayo 21, 2009

La Casa del Padre. 1 - El espacio por delante


El paisaje del mar y el paisaje del bosque son diferentes. Habla del bosque para evidenciar un espacio amueblado hasta la saciedad, ocupado por todos los objetos que ocupan sus lugares y dejan los espacios vacíos necesarios para que el caminante se inserte en aquel, sea parte de él. El bosque no llama, acoge, no espera, discurre indolente y receptor. El mar es otra cosa, se muestra como un territorio de vacio inmenso, casi la nada, un recipiente vacío salvo por la luz y la superficie del agua. Hay calima y se diría que más allá puede encontrar la vista algo más, bastará que se levante la bruma cargada de polvo africano que da a todo un resplandor dorado. Pero no es así, se levanta, disuelve, se pierden sus jirones por el ámbito y más allá la nada se ha expandido, se alejan los límites, no los hay si la vista no los encuentra. Hablamos del pensamiento, que resume la naturaleza en puras metáforas.

El mar como la casa. Cambiar de casa, dejar el bosque y asomarse al fulgurante espectáculo de un lugar vacío en el que habrá que habitar con las pocas pertenencias que ofrecen el cuerpo y la mirada. Porque es fulgurante y engaña, que fulgor es reflejo y este, incorpóreo, es fugaz: está y ya no. El Hombre del Prado ya no es de allí, ya no es aquel que presumía de contemplativo, cómodamente arropado por el mobiliario de robles y pinos, abetos, senderos, ardillas, regatos de agua y el rumoroso sonido que viene a convertirse con el tiempo en un silencio sonoro. El Hombre del Prado tuvo otra casa y acabó por desamueblarla. Lo llamaba deconstrucción y ha tardado un tiempo, casi tres años, en entender que deconstruir es vaciar para llegar al puro esqueleto de las cosas: la nada.

Habrá que volver a la casa del padre, se dice, sintiendo que es el pródigo al final del camino de ida. Si no es con metáforas no sabe hablar, no puede escribir. Un hombre es una imagen y dentro de ella un vacío amueblado de heterogeneidad. Se dice: cuanto más consecuente más perdido. Entonces, ¿qué? Cabe exigirse apartar esa sensación de nadear, pues solo puede hacerlo lo que es nada, y eso no es. Juegos de palabras, al final tonterías. Un hombre se aferra a lo que es, orgulloso o no de su andadura; un hombre se aferra, piensa, a lo que siempre ha sido. Memoria e intención. Ya está, he ahí, como puede mentirse uno cualquiera, vanidoso de sí mismo, convencido de su lealtad permanente a la bondad, cualquiera que esta sea, o a la belleza.

Está pues en la casa vacía en la que la luz arrasa los perfiles de lo que no existe, disuelve los límites. Tiene la intención de escribir sobre este lugar al que ha llegado, despacio, sin precipitar ninguna conclusión, por acogedora que pueda parecer. Las puertas más acogedoras ocultan la misma incertidumbre que los umbrales foscos y tenebrosos. Hay que empezar por establecer una sola premisa, una afirmación que sirva de punto de partida. Da con ella sin ningún esfuerzo, pues es tan vasto el vacío que puede, por fin puede, ver con claridad los detalles del almacén sin existencias, porque todas ellas han llegado a su fecha de caducidad. Eso tiene la vida, se diría alegremente, que todo lo que se emprende llega a su autoliquidación, por valioso que sea. Pero no quiere olvidar la premisa que habrá de servir de arranque a este deambular por la playa, el mar, el entorno. Viene la idea como el rayo y sabe que es mentira, porque siempre lo ha sabido: en realidad nunca ha creído en nada.



viernes, mayo 15, 2009

Goyerri

Ayer por la tarde murió Goyerri, tan dulcemente como vivió.

Este blog ha perdido la compañía que lo inspiró, el caminante por el bosque sin vocación, refunfuñón, irónico, tiranuelo y tierno, lúcido, simple, comilón , egoista y generoso y amigo de todos. Probablemente el blog haya perdido el sentido, de hecho hace ya un tiempo que esto es así, y también el mismo bosque y el prado se hayan transformado.

Habrá que ver ahora.

jueves, mayo 07, 2009

La Nostalgia ya no es lo que era. (Simone Signoret)


"Finalmente, no ha venido la Revolución" le dijo el Joven, sentado relajadamente mirando el mínimo paisaje del jardín.

Junto a él, Goyerri, dormitaba pendiente de la visita, entregándole tiempo y dedicación en un desvergonzado afán de protagonismo. La salud del perrillo no aconseja decirle las cosas claras y señalarle cual es su lugar en la casa, com tampoco es aconsejable someterlo a las emociones del salir y entrar, porque en la emoción del reencuentro tiene colapsos y caer redondo al suelo, deja de respirar, y hay que reanimarlo con caricias y palabras suaves.

En las palabras del Joven intuye el Hombre del Prado una cierta hostilidad, pero ya se sabe que la intuición es algo que surge de uno y por lo tanto puede, más que una percepción, ser un prejuicio. Lo cierto es que tiene razón al decir que no vino la Revolución. Hay aquí un tema semántico que vale la pena matizar, piensa quien escribe. Para uno la Revolución no vino, como si se tratara de un sujeto histórico dotado de andares y personal voluntad. Para otros no la trajeron, asumiendo que eran otros los que tenían que mover el inmenso y pesado edificio de la historia o de la contrahistoria, según se mire.

En el caminar del bosque, muchas veces ha recordado los sueños revolucionarios que le han abandonado ya, cuando los ha examinado a la luz de la melancólica serenidad. Ética y estética, a cual más importante, a cual más a flor de piel, quedaron diluyéndose en un tiempo en que la bandera roja de Bertolucci se sobreponía a la figura de Lenin hablando a los soviets apasionadamente, las manos apoyadas en una barandilla, el cuerpo inclinado hacia delante y su derecha, el blanco y negro ofreciendo los colores de la nostalgia.

Habla el Joven mientras acaricia con la punta de los dedos el lomo de Goyerri, que a estas alturas, es una cubierta de piel sobre un rosario de vértebras. Él se deja, claro. El Hombre del Prado escucha a quien habla al tiempo que oye la voz de Leonard Cohen cantando su versión de la de Ferré, The Partisan. No puede por menos que darle la razón a este chico de treinta años que se explaya explicando uno por uno los males revolucionarios frente a las virtudes públicas de la modernidad democrática. ¡Claro que sí!, se dice, y se exhorta a no caer en la trampa de la dialéctica, ahora que justamente lo que suena es esa maravillosa canción que es Suzanne. El ánimo lo muda una melodía, una voz que narra el sueño imposible. Se dice que también el amor es revolucionario y todo lo trastoca, como la nostalgia.

Asiente con la cabeza a lo que el Joven expone. Lo sabe, y participa de ese saber. Es la hojarasca del bosque, piensa, todo lo que se sabe no es sino la hojarasca que cubre el sendero y lo dora cuando el sol bajo de la tarde atraviesa el espacio entre ramas. No quiere escribir la palabra "pero", que tiene en la punta de los dedos, en la punta de la lengua frente al otro, en la punta de las neuronas. No opondrá el adverbio a la verdad de la historia, pero en silencio recordará a esa inmensa legión de gentes que creyeron que el mundo podía ser mejor cuando era muy malo, y dieron su fe, a fin de cuentas hay que tener fe en algo, a esa hermosa bandera roja que Bertolucci despliega al terminar Novecento, en una secuencia que es, ciertamente lo es, la escenificación del fin de un sueño redentor. A fin de cuentas, frente a la Revolución mastodóntica e imposible existe, renovada permanentemente, la redentora ilusión de los humildes.