jueves, junio 18, 2009

¡Danzad, palmeras!


Y danzan con la sensual locura que transporta la luz del anochecer y el denso perfume del mar adormecido. Es la hora, el tiempo de la danza en la playa habitada por una humanidad que no siente, y por ello ni oye ni ve. Gentío invisible desterrado a las islas mínimas de cada soledad. Y sin embargo la suya no existe. Camina el grupo bajo las palmeras que danzan como lo hacen los peregrinos, dirigidos al destino final sin el cual el camino pierde todo sentido y solamente es polvo. Nada perciben y sus voces de alegría las engulle la brisa que se las ha de llevar mar adentro. Con la noche que viene se habrán ido. He aquí, se dice, la danza, música silenciosa que se ve, ceremonia sensual. A él está dedicado ese cimbreo hijo del aire y a los pies de ellas parecen dirigirse las apacibles olas humilladas. Se cierne en derredor el manto de seda ligera como si fuera Cos, que es el crepúsculo. En la cercana lejanía que le rodea estallan en el aire los cohetes que anticipan la fiesta. En una semana la noche pagana del verano abrirá sus entrañas al navegante que vuelve del destierro. Diez años ya, atado al mástil que es todo el barco, tapados los oídos con cera para no oir los cantos de atracción implacable. ¿Quien no dejaría a Penélope en su tragedia y arribaría a esta playa en la que danzan las palmeras? No importa oir la música que hay que adivinarla en ese perceptible movimiento de las ramas que en el aire elevan su saludo y cantan su llamada.

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