jueves, febrero 19, 2009

Sombras de sueños


Dos fotos tomadas de material depositado y en restauración en el Museo de Segovia. No pueden reproducirse y si se ha hecho en este post es por la emotividad que al autor le ha producido su vista. Espera que el Museo no le llame a capítulo.

¿Quien eres tú, joven? ¿Y desde donde volaba el pajarillo? ¿Quien pintó los pétalos de la flor, añadidos sobre el lento procedimiento de incorporar pigmento sobre la mezcla de cal, arena y finísimo polvo de mármol blanco? Tal vez todo ello no era otra cosa que el fruto de la imaginación del pintor, un artista que trabajaba en Segovia, allí por el siglo II de esta era. Saber algo de ello es imposible; los dos fragmentos de mortero han aparecido en una escombrera que rebosa de otros fragmentos decorados de muros, arrumbados allí cuando en algún momento del tiempo, se hicieron unas obras; aparecidos ahora cuando se han acometido otras nuevas en un establecimiento de hosteleria, en el barrío judio. Es lo que tiene el tiempo, que todo lo remueve, mezcla y abandona en apariencia, para al cabo de él, salir a superficie como restos de un naufragio.

En la visita que la restauradora del Museo de Segovia ofrece a pequeños grupos, para mostrar el avance de su trabajo, el Hombre del Prado, en compañía de Ana y otros cinco, forma en un corro que mira con asombro las líneas pálidas que emergen de los ocres apagados, los marrones oscuros que fueron rojos, los pigmentos a los que el fuego ha variado tono e intensidad, algún fuego antiguo, algún viejo desastre que ha quedado disuelto en el tiempo. No queda más remedio que referirse al tiempo, como al pronunciar la palabra uno tuviera en su poder els ecreto de lo acontecido. El tiempo es todo, parece o nos parece, cuando en realidad no es sino un acuerdo expresivo, un sustantivo convenido para meter en él, como enorme bolsón, todo lo que ha sido vida y ahora es narración que se desfleca en preguntas, incógnitas, suposiciones y lugares oscuros de ignorancia total. No existe el tiempo sino como metáfora en la que todo cabe; no es ajeno sino que está sujeto a la duración de las cosas, cada cual en la suya propia, cada cual con su tiempo convenido, el de la vida, el del amor, el de una mañana, el fugaz de un encuentro o el permanente de un desencuentro, cargado este de las posibilidades perdidas.

La mañana soleada se introduce en la exquisita arquitectura del Museo, que parece perdido en una ciudad que permanece como una sombra, más habitada por visitantes que por convecinos. Esta Segovia le parece al del Prado un remedo de Venecia, ciudades que se mantienen en su arquitectura cono inmensos decorados que llenos de turistas durante el día, se pueblan de sombras propias al caer la tarde, en sus callejas que reptan por un territorio rocoso por el que todo cuanto pasó dejó rastros de piedra, confusas huellas que el mueso quiere ordenar en edades históricas y geológicas, pero que en realidad, alzándose sobre las peñas podría ser en realidad uno de aquellos sueños de Lovecraft, ciudades abandonadas a las que se llevó su tiempo. La población de Segovia, como la de Venecia, es una humanidad resistente a los siglos, empeñada en la peña. Durante la visita, en el pequeño grupo que se mueve por las salas desiertas en pos de una restauradora joven que hace cátedra de su profesión y con ello encanto expositivo, surge la cuestión de la Segovia romana de la que poco o casi nada se conoce. Ni trazado de calles, ni disposición del foro, apenas una terma, un columna troceada, varios mosaicos, escombreras de murales pintados, unas cuantas monedas, vestigios de lo que debió ser, sólo vestigios que tienen tan poca presencia que bien podrían haber sido dispuestos desde otras procedencias para afirmar lo que fue y que se ignora. Existe, claro, he ahí la prueba evidente, un acueducto enorme, una obra de ingeniería de avanzada complejidad, que llega volando sobre el cortado a la ciudad y se muestra con magnífica galanura. ¿Cómo se iba a construir un acueducto de tal envergadura para nada, o para nadie? Piensa el Hombre del Prado en la última secuencia de aquella película, "El Planeta de los Simios", en que el rastro y el nombre de una ciudad, para los espectadores, es una porción de Estatua de la Libertad, sobresaliendo entre el arenal de una playa.

La cara del joven, expresiva en esa mirada de ojos maquillados, con los bien dispuestos rizos que enmarcan unas facciones delicadas, parecen llegar desde su tiempo, para decir que estuvieron aquí, pero es incierto; se trata solamente de una afortunada recuperación, una casualidad que mueve las montañas de la imaginación. Cabe preguntarle ¿quien fue? Cabe contestarse que un siervo, un lector tal vez de un amo instruído, o el hijo de una familia acomodada. Se inclina el Hombre del Prado por el siervo porque esto le sirve a sus propósitos. Glaucos, o Artemidoro, que el nombre no está decidido todavía, ya tiene cara.

Si el muchacho era lector, y en la hora de la cena leía para sus señores, acomodado cerca de ellos en el comedor, bien podría haber detenido este gesto en la lectura del final de la Pítica VIII, allí donde Píndaro, llevado por la tristeza, así piensa quien esto escribe, lanza este gemido: ¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Que no es? ¡Sueño de una sombra es el hombre!

16 comentarios:

  1. A las personas que quiero les deseo Tiempo.Deseo para tí tiempo....porque te amo.
    Bello post....bellos ojos en una bella mirada.
    Gracias.

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  2. "¿Quien eres tú, joven? ¿Y desde donde volaba el pajarillo? ¿Quien pintó los pétalos de la flor?".

    Qué maravilla de texto, Luis, me ha gustado muchísimo. La reflexión sobre la duración del tiempo (para una vida y para una mañana). El trazo que une el acueducto con la poderosa imagen final de la película del planeta de los simios.

    Es cierto, somos seres de un día, pero a veces, como tú hoy, acertamos a dibujar el perfil de nuestra sombra.

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  3. DoctorMente: no sé bien que quieres decir con una afirmación tan rotunda. El tiempo no existe como existe la alegría o el amor o el desencanto o la ira. Pero de hay a no tenerlo en cuenta...

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  4. Gracias Anónimo, pero me parece excesivo tanto elogio, o halago.

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  5. Jesús, que te guste un texto mío me hace muy feliz. A mi, la expresión de Píndaro "sombra de un sueño es el hombre" me parece tan poderosa y cierta, que la tengo casi por lema o divisa.

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  6. ¿Qué tiene de excesivo decir que a las personas que amo les deseo tiempo? O decir que son bellos los ojos en una bella mirada....en una vasija que el tiempo ha conservado para nosotros.....frágiles,finitos...
    Sólo te he dicho....bello post.
    No he querido ser excesiva en mis halagos. Lo excesivo....a veces molesta. Espero que halla sido así.

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  7. Perdón he querido decir que no halla sido así.

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  8. ..Gracias.
    ¿Crees en serio que somos la sombra de un sueño?

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  9. Creo que la frase encierra un pensamiento que tiene que ver con la levedad, la fugacidad. Píndaro escribe a continuación:

    "pero cuando llega la gloria, regalo de los dioses, hay entre los hombres amable existencia"

    Es decir, sombra de un sueño, apenas nada, pero vivida amablemente si se consigue la gloria.

    Contrasta la primera parte, tan ¿metafísica? con esta segunda, amarrada a la vida amable y cotidiana. Sombra de un sueño.

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  10. La gloria es la amable existencia....somos gloriosos entonces porque existimos....pero hay un fin...asi de sencillo, así de fatal....por esto a los que amo les deseo tiempo.

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  11. ....El tiempo como un manto amable que cubre nuestros débiles cuerpos gloriosos......


    Soy Brenda....hay algo que hago mal o no se hacer al publicar mis comentarios y no consigo publicar con mi nombre.....
    Un placer visitar tu blog.

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  12. Hermoso texto. Sabes Luís, siempre he pensado que las ciudades hermosas no existen, las ponen de largo sólo cuando uno llega para admirarlas, puesto que si uno no està en ellas, de que sirven. El tiempo quizás no sea más que el lapso entre dos sueños.

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  13. Francesc: y hermoso comentario. Tu idea sobre las ciudades hermosas es más que sgerente, y esa descripción del tiempo como el lapso entre dos sueños... Hay que pensarlo.

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