jueves, noviembre 29, 2007

La mendiga, el saxofonista y los refugiados políticos



Para Francesc Puigcarbó, buen amigo. Un Cuento de Navidad de 2007.

Hoy el día estallaba de sol radiante y la alegría entraba por todas las ventanas y se filtraba a través de los poros de la piel y de esos dos poros inmensos que son los ojos. El bosque, en el linde del prado, se dibujaba con la nitidez de todos sus colores, húmedos de una noche fría a -6º y una capa de escarcha empezaba a transparentar, abandonando el velo formado por la noche, su ocultamiento. Son días que enuncian el júbilo de la Naturaleza y que en esa radiación espectacular que reconforta obliga a pensar sino estará ella en la esencia del hombre, como una componente de tal manera que, según piensa el Hombre del Prado, uno sea un poco cielo, un poco bosque, un poco río y un amasijo de carne, músculos y nervios habitado por millones de neuronas. Porque, de no ser así, ¿a que esa emoción que asalta e invade de gozo el ánimo?

Una lista de libros manuscrita en un folio, guardada en el bolsillo, es todo el bagaje con el que se encamina a Madrid, sesenta y tres kilómetros al sur. En el reproductor del coche suenan, una tras otras, cuatro piezas larguísimas de Goro Yamaguchi. La flauta japonesa, que es en realidad una flauta china, así se la denomina por tradición (todo lo japonés se inició en China) trata de reinventar con sonidos los propios del paisaje y en absoluta ausencia de violencia sonora desgrana notas y silencios, mientras los kilómetros se llenan, dejadas atrás las montañas de la sierra de Guadarrama, de una vasta planicie poblada de chalecitos, de centros comerciales, de carreteras que acceden a la autopistas y viales que de ella se alejan. Suenan trémolos que se originaron lejanos y uno piensa en el Ise Monogatari, donde los claros del bosque esconden pequeñas casas de madera rodeadas de aguas rumorosas, donde habitan bellas jóvenes que resguardan su belleza en la soledad. Se le ocurre pensar que en el cuento de Blancanieves hay ese poso oriental del escondrijo que solamente se ha de revelar a aquel que lo merezca.


Las librerías, no pequeñas sino todo lo contrario, están concurridas para ser un jueves por la mañana. La lista, ahora en la mano, obliga a un ir y venir siguiendo órdenes alfabéticos que el visitante se empeña en desordenar. Busca el Hombre del Prado un libro en concreto, con mucho interés, y otros varios que va anotando a medida que los piensa o descubre. Pero busca uno y se le niega: no está en la sección de filosofía y se encamina a la de política, y se le niega; vuelve a la primera sección y allí le asalta Levinas desde un estante donde debe, según la etiqueta, habitar la J. Encontrar a un autor entre sus libros es siempre una alegría, un encuentro personal, algo así como "a ti te andaba buscando yo" y las portadas se muestran sonrientes, "pues ya ves que estamos aquí", pero no era Levinas el objetivo, aunque no puede resistir la tentación de llevarse El Tiempo y el Otro y Los imprevistos de la Historia. No es que sea el Hombre del Prado un hombre de exhaustivos conocimientos filosóficos, antes bien es un aficionado a tratar de entender, lo que se le hace muy cuesta arriba, pero dice que tiene tiempo y que tarde o temprano una idea se abre, como todas las cosas se abren cuando es su momento: todo sucede en su momento, ni antes ni después, les decía a su equipo de trabajo en sus tiempos de ejecutivo. De nada vale pensar en lo que no ha sido o en lo que pudo ser, y en ese sentido de dejar al tiempo construir el entendimiento, traza su objetivo. Todo sucede en su momento justo, llevado con morosidad por la intención, el objetivo, la voluntad y la casualidad.

Pero no encuentra el libro que busca. Pregunta y en la primera de las tiendas le dicen que se ha agotado y que esperan recibirlo en dos o tres días. En la segunda ni siquiera lo tienen catalogado. Pero es relativamente nuevo, les dice, y le dicen que no, que no saben de él. En la primera, en el estante de la S encuentra otras obras del autor, pero no la que anda buscando. Será, se dice, que no es momento así que es mejor no irritarse ni lanzarse cegado por la desilusión contra los empleados, como si fueran molinos de viento. Todo lo más, les pide que le avisen y toman nota: nombre y teléfono. No se preocupe usted, le dicen, y eso le preocupa mucho: en España, cuando alguien sugiere no preocuparse, está anunciando preocupaciones y problemas; pero no se lo dice. En la misma S, dos estantes por encima de su posición natural, que debería ser la V doble (no sabe porque lo escribe así, que es como se la denomina a la letra) , encuentra un libro de Austral, pequeño y humilde, de aforismos de Ludwig Wittgenstein prologado por Sádaba. Este era un tipo que durante un tiempo le daba miedo cuando pensaba y hablaba (las dos cosas entrañan conjuntamente una responsabilidad hacia los otros) sobre terrorismo; ahora le produce una cierta lástima, sincera, emocional, no despectiva. Ahora, cuando oye a Sádaba hablar sobre el futuro del País Vasco, le parece que se ha venido abajo, que ha perdido su norte, que ha perdido aquella vieja rotundidad con la que filosofaba acerca de la vida y la muerte en su más pura realidad. Ahora se conforma con lo que pueda ser...

Ahora, mientras escribe, abre el libro al azar y lee un aforismo; lo hace como siempre una, dos y tres veces. Como los chistes, los aforismos a la primera le resultan esquivos. No puede dejar de reproducirlo aquí, porque le resulta enternecedor: ¿será que se va haciendo viejo?

Con la edad se nos escapan de nuevo los problemas, como en la juventud. No solo no podemos romper su corteza, sino que ni siquiera los podemos retener.
Que quiere decir este "no poder retener" se pregunta y deja de escribir unos
segundos. Algo amargo flota en las palabras escritas, se esconde tras ellas; algo gime dentro del tiempo y comprende que es él.

Acaba por comprar Progreso o Retorno, de Leo Straus. Es el autor, pero no el libro que andaba buscando. Le convence, no solamente la determinación de leer a ese pensador judío alemán que tanto ha influido en el moderno pensamiento norte americano, según cuentan, que a él le falta mucha información, sino también el hecho de que la primera parte del libro dedica ciento veinte páginas a una ensayo que titula: El Problema de Sócrates: cinco lecciones. Hoy, piensa, es un día afortunado ya que, en la desgracia de no poder llevarse el título que le han recomendado, se ha encontrado con Sócrates visto por Straus, y el Hombre del Prado siente que desconoce a Sócrates mucho y que le gustaría profundizar en esa relación que será, con seguridad, amistosa: tiempo tiene.

En la calle de nuevo, la Gran Vía de Madrid se ofrece a través de las gentes que en ella están y la recorren, cada cual a lo suyo. En Doña Manolita, la cola de gentes que esperan para comprar los décimos del sorteo de Navidad da la vuelta a la esquina. Tiene fama el establecimiento y es notable el gentío que allí, pacientes bajo el frío, aguardan su turno para la fortuna. Cruza entre ellos sabiendo que como cada año, no le tocará nada y sobrevivirá. Comprende que esto es lo importante del sorteo, que viene repitiéndose desde los tiempos de Esquilache (y aquí la frase popular es justa y acertada)que como una tradición del cuerno de la fortuna genera una esperanza codiciosa, una ensoñación reparadora.

Ahora de vuelta al coche que ha dejado lejos, al principio de la calle Princesa para obligarse a andar y a ver gente, a mirar escaparates, a sentir el latir de la piel de una ciudad que, aunque parezca un disparate, a él le trae alientos de Nueva York, de multitud, de modernidad, a veces brillante y otras vetusta. Callejear Madrid es pisar los alrededores del Paraíso: no se acaba de entrar pero siempre se está cerca y en ese viaje por alcanzarlo, uno acaba prefiriendo, por la costumbre, quedarse en el arrabal porque en él ha hecho amigos.

Camina la gente con abrigo entre gente que lleva prendas deportivas, chaquetones, anoraks, ponchos, chaquetas y los primeros le sorprenden. Un hombre con abrigo es, hoy en día, un hombre que se reviste de dignidad y camina seriamente investido de una cierta rigidez, de un paso acomodado a una marcha aprendida, a un estándar ajeno que determina posición social o su aspiración, dignidad natural o su remedo. Un abrigo en el otoño de Madrid no es sino la faz del caminante, el golpe de efecto, la imagen que nos lanza mientras entre la gente establece un espacio frío de señor; camina el resto con más naturalidad, como al desgaire, con un cierto desgarbo que es cosa de los tiempos y de la libertad del cuerpo, metido en ropas más cómodas. Pero no nos engañemos, en todo esa ausencia de forma se esconde la donosura de los tiempos, la libertad de la juventud, la ambición de lo moderno frente a la antigualla que es el abrigo. Hay que desengañarse, si, quien lleva el abrigo abotonado, las manos en los bolsillos, el cuerpo erguido, la mirada serena hacia delante y una marcha en línea recta, está diciendo al resto que abran paso, que es un señor el que camina, tal vez añorante de otros tiempos, de otros autoritarismo, de otras jerarquías.

La mendiga, tendida de bruces en la acera, sobre una tela a modo de resguardo del frío de la piedra, parece rezar a un islam lejano, pero no es así. Sus manos, de palmas contra el suelo, bajo su cabeza soportando su frente, mueven los dedos en un tecleo como de pianista perdido en su partitura, y de sus labios sale, alcanza a oírlo el hombre del Prado, una musitación, un suave palabrear que no se entiende. Nadie le hace caso, nadie se detiene, no le pasa nada, no está desmayada, ni muerta, sino que es una mendiga así, demasiado vieja para mantener la compostura, que exige la mendicidad, de una apariencia penosa pero atenta. Esta no, parece abandonade de sí misma, se diría que está probablemente loca, y uno se pregunta cual es esta locura, mientras todos los cuerpos de la ciudad se desentienden. A lo sumo, el Hombre del Prado, deja una moneda y piensa si no estará pagando el espectáculo, si no será esta posición humillada, el reclamo para la piedad de los cincuenta céntimos. Pensando en el blog, con su teléfono móvil, hace una fotografía. Tal vez se considere algo indigno, pero pasará.

En la puerta de la segunda librería, en Preciados, suenan las notas de una canción que siempre le ha gustado: Jeepers Creepers. Inmediatamente recuerda la voz de Armstrong o de las Dolly Sisters, en las viejas grabaciones de la casa de la infancia. El músico se marca una buena ejecución al saxo: pasada la cincuentena, de cabello negro y rizado sobre una piel morena, parece ajeno a las sombras, irrealidades, que cruzan ante él sin ver ni oír y el Hombre del Prado no puede hacer otra cosa que detenerse a escuchar: ya ha escrito que es canción que le gusta. No sabe el tiempo, tal vez uno o dos minutos y con el silencio rebusca en el bolsillo mientras el hombre del saxo, sonriente, se frota los labios con el dorso de la mano y le mira. Usted no es de aquí, compañero, le dice. No, bueno si, porque repara en el acento latino americano. ¿Y usted? El Hombre del saxo le contesta con enorme seriedad: yo soy de cualquier sitio, compañero. Yo soy un refugiado político. Debe notar la perplejidad en quien deposita una moneda en el estuche del instrumento, porque ríe suavemente, para adentro, o desde muy dentro, una risa que flota o que se expande ofreciendo cordialidad, bonhomía. A lo mejor usted, le dice, no se ha dado cuenta de que todo el mundo, hace un gesto con el brazo que abarca a la amplitud de la calle, todos, somos refugiados políticos, aunque ellos no lo sepan. Mientras el caminante se aleja, suenan otra vez las notas de Jeepers Creepers.

La máquina de pago automático del aparcamiento le mira apremiante mientras él rebusca en todos, siempre en todos, los bolsillos, el ticket. No consigue no perderlos de vista, no sujetarlos en un solo bolsillo, siempre el mismo, o en el corazón de la cartera. Le pasa con todo, no solo con el ticket del aparcamiento, pero en este caso siente la displicente mirada de la máquina, amarilla, con su cara de cristal y sus instrucciones escritas. Como una muñeca desinhibida mantiene abierta la ranura de la boca por la que tragará el papelito que guarda la hora de entrada y luego tragará la tarjeta de crédito para finalmente devolvérselo todo con un gesto de displicencia, o de indiferencia. Dos hombres, en la cincuentena, hacen la misma operación en la máquina vecina. Todos somos egoístas, dice uno. Primero porque somos jóvenes, y luego porque lo damos todo por nada a cambio. / Si, pero yo lo he pasado tan mal, tu no sabes como lo he pasado. / Pues te veo muy bien. / Si me hubieras visto hace unos meses no lo dirías. /Ahora te veo bien. / Porque he levantado cabeza. Pero han estado a punto de poder conmigo. /Ya te digo, todos egoístas. Unos putos egoístas. / A mi me han hundido, y mientras se aleja, el Hombre del Prado siente añoranza sin saber porqué. Piensa que el tipo del saxo, compañero, tenía algo de razón, y todos, todos, somos unos refugiados políticos, aunque no lo sepamos.

18 comentarios:

  1. ¡Cómo me gustan estos travellings literarios por la memoria inmediata! Magnífico texto.
    Me imagino que has comprado el "¿Progreso o retorno?" de Paidós, con la introducción de Josep María Esquirol.
    Esquirol (especialista en Kojève) y yo llegamos a Strausss a través de la misma vía, que es la francesa, y a través también del mismo intermediario. Y sin embargo tenemos dos visiones distintas del straussianismo. Lo cual tampoco quiere decir demasiado.
    Hay mucha sabiduría en esas páginas.
    Si me lo permites, sólo un consejo: Mantente atento a los condicionales de Strauss. Con frecuencia comienza un razonamiento con la forma "Si X entonces..." y alarga el condicional sin decirnos nunca si X es verdadero o falso.
    Strauss animaba a sus discípulos a refutarlo. Más aún, creía que el verdadero maestro es el que provoca la refutación (el parricidio intelectual) del discípulo.
    La página 211 (no sólo ésta, pero ésta especialmente)de ese libro me ha proporcionado muchos quebraderos de cabeza.

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  2. Pasear Madrid es una actividad que a mi me gusta también, sobre todo, claro, la parte de los austrias o el Retiro en un día de diario (con poca gente)

    Y pasearlo de formas "que ya no se estila" (M.D. Pradera), por ejemplo con abrigo, resulta además divertido. Para mi es sobre todo pasearlo con calma ¿cuanta calma queda en el entorno de Madrid?

    Es curioso porque yo no quería ir a esa ciudad, me parecía (supongo) amenazadora, y traté de estudiar en la Politécnica de Valencia, pero por una cuestión de plazos administrativos, ya ves, acabé pasando a diario por La Moncloa entre la vigilancia aisdua de "los grises" de aquellos años...

    Una gran cudad de acogida como más tarde fui descubriendo por mi mismo en contra de mis prejuicios inicales

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  3. Gregorio, ese es exactamente el ejemplar de que dispongo. Como has podido leer, Straus es un desconocido en los estantes de Filosofía de la Casa del Libro (4 plantas) y del FNAC (un poco menos). Y del libro que me recomendaste solamente en la primera parece que lo están esperando.

    Me conformé con Progreso y Retorno y compartí mis intenciones de compra con Levinas, al que le tenía ganas desde hace tiempo.

    He leído, como aperitivo, la página 211 y he encontrado una frase que me ha inclinado inmediatamente al señor Straus y a él voy: "... la elección de la filosofía se basa en la fe. En otras palabras, la busqueda del conocimiento evidente se basa en una premisa no evidente". Para empezar se me abre una ventana y entro por ella a la carrera o al vuelo.

    Gracias por tu recomendación.

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  4. Celebrador: cuando llegué a Madrid desde Cataluña (Barcelona) lo hice cargado de prejuicios acumulados por una educación sectaria. Tardé poco en descubrir un mundo diferente al paradigma que me habían dado. Algún le dedicaré algún post a ese tema, que tiene que ver con la decvonstrucción necesaria de la "cultura dada" a los catalanes, en términos de superioridad.

    Pasear por Madrid es un gozo emocional, en el que la estética confluye poco a poco.

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  5. Paseé mucho por Madrid en los meses pasados. Gran Vía y su bullicio, la puerta del sol,el barrio de las letras, la plaza mayor y la de Santa Ana, el retiro con su palacio de cristal. También recorrí varias veces las plantas del FNAC. En el metro me encontré con un artista chino, tocaba un violín...compré uno de sus cd´s (sinceramente...no me gustó nada lo que escuché en casa, sonaba mucho mejor en directo) Puede que todos seamos refugiados en Madrid, sí.
    Un abrazo.

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  6. Un pragmático escribiria "fuí a Madrid a comprar un libro que no encontré, y por el camino di limosna a una pobre desgraciada y me encontré a un tipo tocando el saxo, hasta que en el parking me encontre en el parquímetro con un pobre fracasado"

    Tu esto lo transformas en un texto melancolicamente elegante, y francamente, muy hermoso. Lo consideraré mi cuento de Navidad de este año.

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  7. La filosofía (en Barcelona, en El Espinar, en Madrid, y en...) es:

    Aquella por la cual, con la cual y también sin la cual..., pues te quedas tal cual

    Lo que ocurre es que, a la vez, resulta inevitable que le demos a la cocotera para tratar de extraer de ella lo que la pobrecica no puede "aprehender" ¿se dice así?.

    Es como escuchar un maravilloso tangazo, utilizando para ello un maravilloso (y valiosísimo) microscpio electrónico de última generación

    O, siguiendo el chascarrillo, como aquel inefable: "pienso que no pienso"

    O, con la filmografía del señor Losey, es como dejarse dominar por quien solo es (y solo debería ser)nuestro sirviente

    O...

    Pero una de las características de ese "sirviente" en concreto, es que él no puede admitir que no lo pueda todo, y así nace ese: "conocer todas las cosas por sus causas últimas"

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  8. Ana: yo creo que si, que todos somos refugiados en lo personal, y tal vez políticos en esta absurda situación democrática en que vivimos.

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  9. Francesc: te agradezco lo que escribes, mucho. Y me permito añadir algo al texto. Te lo voy a dedicar como Cuento de Navidad. Poco es, pero es siempre un gesto.

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  10. Celebrador: estamos condenados a no entendernos y a apreciarnos. No creo que la filosofía sea eso que creo que dices, aunque tampoco la pongo por las nubes. Es como jugar al ajedrez, supongo porque soy muy mal jugador. Pero los buenos disfrutan mucho con ella y a los malos nos gustaría saber más.

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  11. Hermoso texto! Creo que hay muchos barceloneses a los que les gusta Madrid però, sí, también muchos prejuicios. Todas las ciudades tienen, para mí, un extraño encanto, debe ser la mezcla del presente con todos sus fantasmas antiguos.

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  12. Julia: Hasta que llegué a Madrid, yo había vivido en una Barcelona vanidosa y superior en todo, al resto de la península. Madrid me ofreció con cortesía un baño de realidad que fué en realidad de humildad. Le debo mucho.

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  13. Muchas gracias Luís, lo guardaré como es debido, o sea en papel.

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  14. Felicidades por el texto, hermoso de verdad. Soy muy madrileñista (excepto en el futbol, que a penas sigo). Es más, si los catalanes-catalanes se siguen poniendo tontos, me largo a Madrid; lo tengo dicho.

    Lola

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  15. Estar condenados a apreciarnos es siempre una dulcísima condena

    Yo me suelo rechiflar batante de la filosofía, lo hago obviamente aposta y con la malévola y expresa intención de provocar.

    Pues fíjate, tengo amigos personales que se dedican a ella, y además se me dió (como asignatura) estupendísimamente bien

    Si me tengo que encasillar en ese terreno sería "escéptico" porque tengo una clara percepción de que la mente está para lo que está, pero que la razón no lo alcanza todo-todo-y-todo como pretenden (estúpidamente); y desde luego "empirista", porque los hechos hechos son y siento un gran respeto por ellos.

    Por ejemplo, sabes que me niego a rechazar por principio la existencia de enegías sutiles que se reconocen, precisamente, por sus consecuencias; como sabes que me niego a no respetar el area del sentir, como propia del sentir y no de los parloteos del cerebro; un área que trabajo muy pero que muy intensamente con gran placer

    Cuídate "chaval"

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  16. Celebrador: la filosofía pretende conocer, no alcanzarlo todo por la razón. Las "razones del corazón que la razón no entiende" son cosas de un filósofo.

    Entiendo tu ánimo provocador y lo aprecio siempre después despùés de contar hasta seis, para tratar de ver si entiendo lo que me escribes.

    Un fuerte abrazo.

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  17. Claro, eso es, pretende conocerlo nada menos que: Todo, todo y todo (como en el anuncio de la bobo-niña que vende seguros)

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