miércoles, mayo 23, 2007

Berlín Segunda Estación. Lo griego en lo berlinés

Bebe de la fuente inagotable a la derecha, donde se yergue el ciprés. Versos órficos inscritos en tablilla descubierta en Creta. La Sabiduría griega. Giorgio Colli. Editorial Trotta

Para Gregorio Luri, por quien libé antes de subir las gradas del Altar.


Desde el balcón del hotel ve al berlinés que se afana en su quehacer, moviéndose entre espacios vacíos: lo que más sobresalta en esta ciudad es la abundancia de espacios, de solares, de huecos. La historia de la destrucción y de la reconstrucción, del enfrentamiento de bloques, del muro y de la alevosa vigilancia que obligaba a despejar el entorno, han dejado una ciudad que debe crecer hacia dentro ocupándose a sí misma, conquistando su tierra, el espacio vital en que se asentó en otro tiempo. Hoy, la batalla es por la modernidad y los nuevos edificios rivalizan en espectacularidad. La parte de la Friederichstrasse que toca al río y que geográficamente apunta al oeste, es un catálogo inmenso de arquitectura moderna, avanzada, de cristal, ocupada por oficinas y galerías comerciales. En los diecisiete años desde la unificación, la construcción de una ciudad nueva donde cupiera parece haber sido el objetivo principal de este impulso berlinés. Se diría que todo esta febril construcción ha de acabar con instalar la locura o la neurosis en una ciudadanía víctima, pero extrañamente, esta gente que se afana es tranquila y cortés y va a lo suyo con un gesto de calma que hace que cruzar la calle sea una actividad indolente: no hay semáforos, ni pasos de peatones, ni pasos cebra, o cuando menos no abundan como para ser omnipresentes. Nada amenaza al peatón o al ciclista que van de un lado a otro. Le extrañó en un principio esa posibilidad de bajar de la acera y cruzar lentamente dejando que pase un coche que viene a corta velocidad o que un tranvía, tras hacer sonar la campana, le exija pasar sin gesto alguno que sea imperatorio. Berlín es una ciudad para caminantes, o cuando menos, su centro histórico que es también el monumental y al mismo tiempo el de los tiempos modernos. En un momento de distracción tuvo que frenar un coche para no arrollarlo y al ver la cara del conductor no vio el griterío hosco y desaforado al que la vida mediterránea le tiene acostumbrado y se sintió bienaventurado.

Unter der Linden: Cantaba hace muchos años Marlene Dietrich algo así como "mientras florezcan los tilos de la Unter der Linden, Berlín seguirá existiendo" y a ese deseo hay que rendir culto. Pasear bajo los tilos de una ancho y espacioso bulevar que es a Berlín lo que el Sur de la Castellana a Madrid, o el Paseo de Gracia a Barcelona o Champs Elysés a París, es un placer del tiempo, del muelle sosiego en el que la mirada bajo la sombra arbolada va de una fachada a otra, de escaparate en escaparate, de terraza en terraza, presintiendo la vida que late, el pulso de una ciudad que aspira a la mayor longevidad sin estimulantes eternidades en el deseo. Han sufrido mucho los árboles y los edificios, tanto, que uno no sabe al fin si todo esto no es una reconstrucción sacada del recuerdo y el ansía de seguir existiendo, que es cosa diferente al ansia de eternidad que ha dado con tantas cosas en el olvido.

Berlín está, sin duda, en este bulevar que viene desde el amplio desarrollo oriental, uniforme y confuso aunque lleno de espacio hasta ir a topar de bruces con la Puerta de Brandeburgo, allí donde se ensanchan las aceras y todo respira más si cabe; el Bulevar es anchuroso y al llegar a la puerta abriéndose a las bandas crea un espacio a modo de plaza que anticipa el enorm espacio del otro lado. Nuevos edificios rodean a este ensanchamiento, de altura medida y acorde con los la medida de los que allí llegan, sin tratar de hundir a la Puerta en la miseria del tamaño. Armonía en la conservación de los huecos de aire, que es al fin la vida, que corresponde a cada piedra conservada o reconstruida con el afán de que parecer lo que fueron, o de las nuevas estructuras de acero y cristal que pretenden cortrer en el tiempo para alcanzar el hoy y el preludio del mañana. Tonos y matices que se conjugan en luces y sombras. En el Café Dressler se almuerza muy bien, cocina berlinesa, en un salón intemporal, sacado de un filme de la UFA. Este café, por cierto, tiene su doble en el Barrio Nicolai, junto al río, donde el Reinhard's ofrece en similar ambiente la misma carta de buenas carnes y pescados, guisos aromáticos, salsas medidas, espléndida cerveza (no la ligera a la que la sed mediterránea nos tiene acostumbrados) de grado, cuerpo y color y una carta de postres que siendo espectacularmente atractiva, me está vedada.

El río: después de cruzar la Friederkstrassese viniendo de la parte del Reichstag y acunando en una ese suave a los nuevos edificios del Bundestag de arquitectura lúcida, luminosa y transparente, se divide en dos y en su centro aflora una isla en la que el neoclasicismo ha edificado cinco museos y una catedral barroca. Explicado parece que el paisaje vaya a ser enorme y monumental, grandilocuente, colosal, y sin embargo es un paisaje humano, de piedra ennegrecida y gastada, reconstruida, conservando en su piel rastros de metralla y de impactos de bala que dejaron su huella, en la batalla de Berlín. El mismo río es una brazo de agua del que no se puede decir que sea grande o mediano, pero si caudaloso; es un río cansado en su fluir como lo es el Danubio cuando pasa por Viena; diría el viajero que se trata de un fluir melancólico en cuyas riveras el berlinés, llegada la primavera, acude a sentarse para tomar el sol y disfrutar de ese avanzar de la corriente. Parodiando a la inversa a Heráclito, este agua nunca vuelve a pasar por la mima ciudad.
La orilla del río por la que se avanza a lo largo de las fachadas de los museos abre en sábados y domingos un mercadillo en los que se pueden comprar reliquias del ejército de ocupación, probablemente de fabricación actual: cascos de acero, gorras de oficial soviético, insignias militares. Debe ser humillante, piensa, acabar así, residuo de mercadillo como huella de una historia que fue, hace ahora diecisiete años. No es cosa de ayer lejano, sino de un ayer que aún nos toca en presente. Las barcazas siguen el cauce llenas de pasajeros que sentados en cubierta, hacen fotos de quienes, desde la ribera, a su vez les fotografían. Es pues un inmenso espacio de recuerdos. Tiene la impresión de que en esta ciudad la historia se conserva en la calle y no la han borrado, salvo por el hecho de que en ningún mercadillo ni tienda de viejo encontrará una sola insignia nazi, objeto militar o del partido. Lo que se fue se fue en el marco de la tragedia que desencadenó. Lo ruso queda para solaz del turista que lleva a su casa una gorra de plato elevadísimo o un casco del vopo que guardaba el muro. No es la misma tragedia: de la primera todo Berlín, se diría, salió derrotado; de la segunda no, se saldó con la caída del muro y una increíble noche de alegría en la que ni un solo policía o soldado de ocupación soviético, osó aparecer por el escenario. Se quiera o no, de lo militar queda el atrezzo en mercadillo abierto o en el monumento de piedra que sobre el bunker de Hitler han construido los soviéticos en memoria de su Soldado, enterrando allí a unos dos mil muchachos muertos en la Batalla de Berlín. Sobre dos plataformas pesadas, nada airosas, de hormigón, se posan dos tanques T 34 con los que sus tropas entraron en la ciudad. Están allí en lo alto, al igual que sus uniformes de ocupantes están en el mercadillo y pese al buen fin del monumento y a la tristeza de muertes jóvenes tan absurdamente lejos de sus casas, los tanques y la piedra son el paisaje del Tiergarten en que habitan, frente al Reichstag: tumba que ni es ni no es de naturaleza turística, guarda cierta dignidad albergada entre los árboles del bosque.

El Museo de Pérgamo: Esta piedra que mira y traigo aquí, no pretende resumir al arte de los griegos que conserva Berlín, porque ni mis fotos valen para eso ni estos comentarios pretenden ser ciceronianos (como bien nos trae Julia esa palabra de nuevo a la cultura del viajero). Esa piedra que mira representa para mi la mirada, en piedra, desgastada por el tiempo y los muchos avatares, la mirada universal del viajero que ve en la ciudad el pulso de la historia señalado en cada poro de la vida hoy, y la mirada de la ciudad que sigue ahí, en su observancia de los tiempos que le tocan vivir. La ciudad tiene el afán de sobrevivir, que es mucho para cuanto ha vivido y para cuanto ha muerto. No la conozco tanto como para resumir sus esperanzas, que de lo que hablo es de la mirada mía como si fuera una cámara en travelling permanente atento a ver y guardar los signos de la humanidad que almacena. Hay en el tipo de mediana edad, que nos mira desde los griegos, un gesto ligero que pienso casi irónico, matizado, sin superioridad alguna. Siempre quedará una sonrisa, pienso literariamente, en este Berlín atormentado que parece haber encontrado su destino.
El Altar de Pérgamo: Conviene no olvidar que un Museo es más que un contenido un espacio de tiempo aprisionado por la voluntad de mostrarse. Ante la inmensa multitud de visitantes que poco perciben y sienten sino una admiración prestada de las pocas líneas dedicadas en la guía que portan en su mano, el contenido tiene voluntad de permanencia y vocación de exhibirse, consciente de si mismo, seguro de lo que representa. El Altar de Pérgamo, encerrado en su espacio grandioso, se deja acariciar, transitar, ocupar, por gentes de todo el mundo que llevan, cuando menos, la sorpresa de la visión monumental; porque nada de lo visto eantes s tan grandioso y en la soledad del museo tan indiferente. Está en si mismo, abierto para quien entra en la sala, alejado, dejando aire entre el visitante y él, para que el acercarse se convierta en si en una ceremonia que cada uno de ellos repite con la mirada bovina de la indiferencia o con la asombrada visión del sentimiento. No hay palabras, salvo las muy expertas, que caerían en la frialdad descriptiva, que puedan resumir el impacto: hay, si, un recuerdo de Paestum, en octubre de hace unos años, al caer la tarde y ponerse el sol por el mar al que se asoman los templos y una especie de color de bronce se enseñorea de la piedra desnuda, abierta al mundo y a su mundo.
Como allí, frente al altar no le cabe al espectador más que sentirlo, lo demás es superfluo. Está ante lo griego y ahí debe sentir algo así como palabras mayores, porque si el templo fuera en si piedra sin "lo griego" le vendría a suceder lo que a la vecina Puerta de Istar de Babilonia, que con toda su majestad, queda disminuida porque la vida que esconde no tiene el aliento vital que sí tiene lo griego. La puerta es ladrillo decorado magníficamente; el Altar está en nosotros y así lo ,percibe el visitante, que se reconoce en él, por mínimo que sea su conocimiento, así pues el Altar es él, piensa, y él está en el altar y cuando asciende por la escalinata él y el altar son parte de la misma esencia que ha discurrido a lo largo del tiempo, de lo que da el filósofo en llamar historia acaecida. Es el Altar el que acoge después de llamar al visitante y el que generoso le muestra su apertura hacia lo interior. Después de todo, piensa, venimos de lo griego y siempre, al empezar a pensar volvemos al inicio, al poema de Parménides, a los aforismos de Heráclito, al poco leído Platón. Lo griego está en lo griego, y está en lo romano y está en el reencuentro con ello en la Edad Media, en Ibn Rush y, y, y... Cabe aceptar que si no fuéramos parte de lo griego, seríamos lo bárbaro, en todo el uso amplio del término, se dice, y entonces la Puerta de Istar, de majestuosa presencia, sería nuestro ideal: no lo es. Cuando entra en el patio del altar, en lo alto de la escalinata, el visitante que ha comprendido entra en sí mismo y se reconoce. El y el Altar se contaminan de lo mismo, de lo común, del origen. El visitante, que ha recorrido la ciudad entre una enorme cantidad de edificios de corte neoclásico, que son, en la práctica histórica, el acta fundacional de una ciudad que emerge superando el barroco, reencuentra su geometría, su medida, sus dioses. En el altar, el viajero comprende al fin la realidad: no es un bárbaro.
Y puesto que no es un bárbaro se extasia ante la lucha entre gigantes y dioses y ve como estos son empujados a lo alto, mármol de expresividad absoluta, perfección escultórica tallada con el sentimiento de la fe en la propia historia y en el propio mito. Los frisos que recorren la escalinata dan fe del titanismo épico de una historia que desde el mito descubre el pensamiento y nos lo deja como legado. Volver a los griegos que nunca nos han abandonado, piensa, es el punto de partida de una nueva iniciación, y le vienen a la cabeza unos versos órficos que no puede dejar de citar:
Me estoy muriendo de sed. - ¡Pues vamos!
Bebe de la fuente inagotable a la derecha,
donde se yergue el ciprés.
- ¿Quien eres? ¿De donde vienes? - Soy hijo
de la Tierra y del Cielo estrellado.
Simbólicamente ve, en el fragmento de friso con que cierra este escrito, el terrible desencuentro de dos seres, espalda frente a espalda, y se pregunta si habiendo dado la espalda a lo griego, olvidando el origen que está en cada uno como aliento, cultura, medida, no se acabará hundiendo en lo extraño, en lo bárbaro. Pero ve en la otra fotografía algo que le parece prometedor y le iulusiona: lo griego se muestra a la muchacha y se abre para ella.



Así habrá de ser, respira aliviado y mientras sale del lugar piensa, reconoce que con nostalgia por lo no visto, que este Altar y estas esculturas debieron ser, en si, en todo su esplendor, del lugar bajo el cielo azul y bajo el sol de su ciudad. Cabe admitir sin embargo que no han sido los arqueólogos los enemigos de la antigüedad que han arrebatado y llevado a sus museos, sino los molinos y los hornos que proliferaron en el mismo Pérgamo y en el foro romano, y que desmontaron losa a losa y piedra a piedra, el mármol para pulverizarlo y convertirlo en cal. Trata de explicar esto a alguien durante el almuerzo, pero este, de irrenunciable conocimiento insiste en el expolio. El viajero se siente feliz de haber estado aquí y deja de insistir. Cada cual tiene su verdad, aunque no lo sea.

8 comentarios:

  1. Probablemente "lo" griego no existió nunca. Probablemente eso que llamamos "lo" griego sea una idealización (en gran parte alemana)de de lo mejor de los helenos. Pero ¿Y qué?
    Lo realmente importante no es lo que fuera exactamente lo griego, sino nuestra disposición a situarnos como sus herederos.
    Descendientes de los griegos lo somos fatalmente, lo queramos o no. Pero para ser su heredero hay que estar dispuesto a pleitear por su herencia. Heredero de los griegos es decir, de esa idealización magnífica que es "lo" griego es sólo el que quiere serlo.
    Me has hecho recordar mi visita al Altar de Pérgamo y mi familiaridad con los hijos de la Tierra, que intentan alzarse contra el cielo,en un combate condenado al fracaso. ¿Pero quién ha sido, de verdad, derrotado, el que osó alzarse contra el cielo o el que nunca se atrevió a separar sus ojos de la tierra?
    En fin, Luis: todo esto es un circunloquio para huir de las fórmulas manidas de la gratitud.

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  2. Pues aprovecharé el circunloquio en lo que vale.

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  3. En cualquier manera, Luri, y mi texto es una aproximación sentimental, la familiaridad con la forma, el hábito de vivir lo clásico, el mito que pervive y los héroes, hacen que al abandonar el Altar y entrar en la parte de Istar, uno se encuentre desorientado, fuera de lugar. Ahí no hay familiaridad y si una mirada a la satrapía oriental.

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  4. Exactamente ese es mi sentimiento. Ante lo griego siento que vuelvo de algún modo a la casa paterna. Y el sentimiento se encarna a flor de piel. Ante lo persa, lo egipcio o lo inca, puedo sentir otras emociones, sin duda interesantes, pero más intelectuales, pero no -al menos hasta ahora- esa llamada familiar, reconocible e íntima.

    Estoy totalmente de acuerdo con tu apreciación de Berlín. Uno vuelve a casa empapado de esa ciudad. Y va dejando su aroma por donde pasa.

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  5. Lo griego, lo romano, lo medieval, todo son, al final, idealizaciones del presente, pero, como dice Gregorio, no importa demasiado la verdad sinó como la vivimos.

    Excelente crónica, cuando pueda la releo más despacio.

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  6. Ciertamente, Julia, con un matiz. Lo griego está en todo, es la fuente de todo lo que después va apareciendo, desde el mito a los dioses, la geometría, el alma... Todo se origina allí y nos es familiar cuando lko encontramos. Las Puertas de Babilonia no lo son.

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  7. No he visitado Berlín, así que no cuento con la experiencia de verme en el altar de Pérgamo, pero ¡cómo te comprendo! Sólo de leer tu crónica se me prende una especie de fuego al corazón, una alegría de reencuentro como quien vuelve a casa y tiene la sensación de que no ha pasado el tiempo y reconoce y se reconoce en cada rincón, en cada mueble, en el aire de toda la casa. No puedo imaginarme cómo sería(mos) de no haber existido "lo" griego y "lo" romano. Besos emocionados, querido luis.

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