jueves, mayo 24, 2007

Berlín Tercera Estación: La fugacidad del tiempo



Mientras caminaba hacia la Puerta de Brandenburgo miraba a su alrededor buscando rastros: tal vez pudiera ayudarle la enorme mole de la Embajada de la Federación Rusa, que en la Under der Liden se convierte en una mole de aspecto inexpugnable, muros sólidos, un torreón central sobre el que ondea la bandera, ahora de colores blanco, azul y rojo, pero que no le cuesta nada imaginarla roja con la mancha dorada de la hoz y el martillo. Esa embajada, se dijo al verla, en un país de tan solo catorce millones de habitantes, era una exhibición de fuerza al mundo occidental y su aspecto, pulcro y ordenado, monolítico, ciclópeo, plantada sobre la acera izquierda del bulevar según se va a la Puerta debía ser lugar vigilado: ahora no. Ahora la vigilancia está en torno a las embajadas de EEUU y del Reino Unido, en la Wilhelmstrasse, a un lado y otro de la Under der Linden, donde los dos accesos a las calles están cerrados por postes y vallas que impiden la entrada de un coche cargado de explosivos y conducido por un suicida. Los tiempos han cambiado, se dice. Los tiempos...
Buscaba pues rastros sabiendo que ya no existen. Son muy pocos los que quedan del régimen nacional socialista: se dinamitaron dejando un edificio para el horror como museo y los pocos que se conservaron, por su valor funcional, han sido absorvidos para otras funciones. No hay turismo nacional socialista, nadie debe pensar que podrá preguntar alegremente por Hitler o por Goebels o por el mismo Himmler ni esperar pasear por los restos del bunker de la Cancillería o por el patio por el que el Fuhrer salía a ver la luz del sol en sus últimos días del mes de abril de 1945. Queda, en Wannse, a la que se puede llegar cogiendo el tren elevado que conduce a Postdam el palacete en que Reinhard Heydrich reunió a un grupo selecto de oficiales y funcionarios del Reich para poner en marcha la solución final: allí estaba Eichman. El palacete puede visitarse yendo y pidiendo verlo, pero no es algo abierto al público de manera ostentosa. El morbo puede mucho y él confiesa que le hubiera gustado ir, pero se decidió por el Schloss Sant Soucy y sus jardines. En realidad, ver y tocar todo rastro de aquello que condujo al holocausto le interesa por incredulidad; ya ha dicho que considera que el Holocausto es el hecho trágico de mayor importancia por revelador, de la historia hasta el siglo hoy, y aún así le cuesta creer en lo sucedido. Resume en su pensamiento que todo ese horror no es imaginable o que es solamente imaginable, como cuando una película de ciencia ficción parece realmente ficción. La realidad es que la incredulidad no se basa en la observación del hecho sino en la procedencia humana del acto. Por ello, en cierta medida, cuando se asomó al concepto de Hanna Arendt "la banalidad del mal" se sintió satisfecho, porque ya podía empezar a borrar la incredulidad: solamente haciendo del mal una banalidad sin importancia se pueden cometer semejantes crímenes. Sola convirtiendo al judío en un infrahumano se puede aceptar que su eliminación es necesaria e insignificante.
Tampoco en la Wilhelmstrasse actual queda nada de la Cancillería Oficial o de la privada, de los Ministerios de Propaganda o de Construcción y Armamentos, de la Organización Todt, ni la sombra de Sper, nada. Ahora es una calle moderna ligeramente parecida en su parte que toca a la Unter der Linden a la calle de Capitán Haya de Madrid, pone por ejemplo. Una calle sin más de la que queda el rastro de la historia, una calle que trató de ser la otra cara de Whitehall, que en Londres sigue manteniéndose en forma con sus estatuas de políticos ocupando el carril central. No, la Wilhelmstrasse ha sido castigada por la historia. Cuando la ha recorrido ha pensado en el tiempo como índice de la fugacidad de los deseos y de las pasiones. En sólo doce (se decía para sí, "doce años, señor, tan sólo doce años") la locura alcanzó niveles de pasión destructora, el hombre enloqueció, no un hombre, sino el hombre en sí, cargado de ansias de regeneración, enloqueció y abrió la puerta al mal. En solo doce años, se dice y no sigue sin dar cabida en su cabeza a ese lapso de tiempo en el que cabe tanta ambición, soberbia, crimen y castigo y al fin la nada. Doce años de nihilismo absoluto, aún cuando se puedan adornar de ideologías. Otra cosa es el tiempo del campo contrario, el de la revolución que fue la fuente que abrevó al gulag, al muro, a los juicios en los países del este, a las deportaciones. Ese marco de tiempo relativo fue grande, largo, extenso, medible a lo largo de una vida, conservable en el seno de ella.

Recuerda una expresión de su padre cuando ya sabía de su gravedad y muerte posible: "siento que me moriré antes que Franco" y así fue. Es el don de la eternidad, que es un punto de vista. Los doce años del nazismo debieron ser muy largos para muchos alemanes, para muchos berlineses. Hay que creer en la impotencia y en el silencio protector, incluso en el olvido: pero el tiempo tarda en recorrerse a si mismo y repite los días. Solamente doce años para una tragedia de semejante dimensión, un armagedón de proporción absoluta. Digno es de ser bíblico en el sentido ejemplar. El tiempo dividido en actos: el anuncio del infierno, la entrada al infierno, las leyes del infierno y finalmente la estancia en el infierno, el apocalipsis y la destrucción: doce años, no más.


Y sin embargo esos doce años han tenido su prolongación en el tiempo. Tal vez esta visita a Berlín tiene que ver con una visita a la vida de una mismo en el marco de la propia historia entrevista en noticieros y periódicos. Ya sabía lo que era el Check Point Charlie y cuando bajó caminando por Friedrichstrasse sabía donde iba a llegar y como era el lugar, pero no esperaba descubrir que el teatro más ramplón se hubiera instalado en la caseta en la que las autoridades aliadas restringían o autorizaban el paso a quienes optaban por cruzar el muro. Hoy, muchachos vestidos en uniforme, con dos banderas, se mantienen a disposición de los fotógrafos aficionados para sus parejas se sitúen entre los dos y sean así fotografiadas; a las mujeres parece ser, por lo que pudo ver y contar, que las gusta más protagonizar la foto y se cogen del brazo de los actores y les sonrían primero cortésmente para luego sonreír a la cámara.

Y sin embargo ahí está el cruce de la realidad con la historia exactamente igual que antes estaba un cruce de caminos. Ahora la realidad es una ficción en forma de charada. Antes era una cuestión política a la que el cine dio el protocolo vivaz y expresivo de serie negra. El intercambio de espías a través de Check Point Charlie se producía siempre de noche y lloviendo: un hombre camina desde el puesto soviético hacia cámara mientras otro de espaldas camina en dirección contrario; al cruzarse se miran de reojo y en la secuencia se insertan dos primeros planos, dos cortes del plano general, después prosiguen su camino; se levantan las barreras, un poste en realidad, y el malo se pierde en la bruma de un Berlín hosco y pobretón mientras el bueno se abraza con los buenos. Son cosas de la vida en días de cine, pero las dos garitas estaban allí y ahora en una se hacen fotos los turistas y en esa parte de la calle no hay tráfico.

El cruzó con desgana comprendiendo que no hay escenificación presente que no tenga que ser, por su propia naturaleza, burda. Vestido de verano y a plena luz de día, estaba muy lejos de ser el héroe del lugar y en el café que abierto en el cruce tiene prohibido modernizarse, porque es el de las películas, se refleja el tiempo de hoy porque el de ayer se ha ido.

Se entretuvo mirando las vallas en las aceras laterales de la casa en las que se narraba cronológicamente la historia del Check Point y del muro; estupenda lección de historia, pensó y se afanaba en contemplar las fotografías en las que coches con cuarenta años de antigüedad en su diseño cruzaban el paso entre tanques. En un edificio a la izquierda de la garita según se va del oriental al occidental, que ya no son lo que eran, en un edificio se exhiben las 4 banderas aliadas: era la Jefatura del Check Point, y aparte de ellas, pende una vieja, deslucida y sucia bandera de la Unión Soviética. Allí estaba colgada, cuenta un texto en cartel al lado, la original que está ahora en el museo en el mismo edificio, y han dejado otra para ocupar el lugar. Esta ha envejecido y se ha ennegrecido hasta ser un miserable pingajo de tela gris. Piensa que estamos ante una metáfora de la realidad pues la bandera ha envejecido hasta el agotamiento lo mismo que el sistema que la enarboló con tanto orgullo. Comprende a las parejas fotografiándose entre soldados de pega, con banderas de pega.

Al cabo del camino que recorre por el Berlín moderno, terminará tomando un café exquisito en un bar de Postdamer Platz, sentado en el corazón del nuevo Berlín que augura la modernidad más absoluta, el tiempo recobrado, el tiempo por llegar. Un nuevo paraíso le acuna, hecho de acero y cristal, reflejando las alegrías del sistema que ha resultado vencedor en este pulso entre ideologías, y que sin serlo en sí, es el único sistema de vida posible para vivir en paz. Mientras saborea el café que toma expreso, muy corto y sin azúcar, consulta la Guía: al día siguiente irá a encontrarse con Nefertiti y con Federico el Grande.


4 comentarios:

  1. ¡Qué magníficas crónicas! Viajar es recordar.

    Decía Byron y es, a mi modo de ver, completamente cierto, que el paisaje es un estado del alma. Por eso mismo, viajar es recordar.

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  2. Estoy complertamente de acuerdo. Se viaja adonde se ha estado sin estar y llegados allí se recuperan las sensaciones, o se rechazan. Y vuelta a empezar. Gracias por lo de magníficas...

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  3. He copiado tus crónicas para imprimir y leer tranquilamente tumbado en el día de reflexión. Me es más cómodo leer sobre papel y así las guardaré para cuando vaya por Berlin. Gracias

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  4. Eres muy dueño de hacer con ellas lo que quieras, Petrusdom. Me alegra quye te parezcan interesantes. Queda 1 ó 2, no estoy seguro.

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